Estamos en el mismo rincón, mientras en el centro de la pista sigue creciendo un tumulto que se acerca demasiado. Uno de la organización -el que hacía cuentas y cobraba- ahora está aquí mismo a mi izquierda. Alguien le dijo que tenía que vigilarme. Y él me vigila. Hace rato que el disc jockey apagó el equipo. Así que toda la música de fondo se reduce a voces, gritos, discusiones.

A mi derecha, Alcides está hablando con uno del grupo del hijo del carnicero. Por el medio de la pista veo a la pandilla que no le tiene miedo a nada. Delante de la jefa, alguien que tiene que ser el encargado del local se dirige a ella gesticulante. No alcanzo a entender todo lo que dice, pero sí algunas partes: ¿Está claro? La jefa de la pandilla le grita que no está claro nada. Y el encargado la señala dedo en alto. Esto es peor, porque la jefa grita más y le aparta el dedo de un manotazo. A mí no me señales. Se oyen gritos de ambos lados, del lado de ella y de los que están junto a ese encargado que habla sin parar mientras una de las de la pandilla le hace una mueca de asco y, por detrás, se ve a dos en una pelea repentina que, en verdad, dura muy poco. Un brevísimo entrelazamiento, un intercambio de manotazos y un empujón que me permite ver, expulsado hacia atrás, a Flequillo Apestoso que se tambalea un poco y se tapa la cara.

Así que esto es lo que mi madre llama “desmanes”, que no paren de discutir y que, una vez más, ahora también esté aquí el hijo del carnicero que insiste en señalarme. Por mi culpa no va a poder jugar al fútbol mañana. Alcides insiste en explicar que estábamos aquí tranquilamente. Tranquilamente, repite, con gestos medidos que me recuerdan a los elegantes movimientos de manos de la profesora de Lengua.

Mi vigilante de la izquierda se ríe de lado y no me resulta nada simpático. Menos cuando me habla en voz baja: Todo esto quién lo armó, ¿eh? Y en voz baja me advierte: Cuidadito con tirar algo. Decido pasarlo por alto y poner la vista lejos, lo más lejos que pueda, y entonces veo cerca del baño a mi hermana y sus amigas. Están buscándome y adivino la cara de mi hermana, no muy alegre.

Algo ocurre dentro de mi persona. No hacía mucho no sabía dónde poner las manos, ni cómo moverme, y ahora de pie creo que consigo comportarme como una chica que en breve cumplirá quince años. Soy una futura señorita que irá a la modista dos veces por semana a probarse el vestido largo. Que camina con su madre por la calle Córdoba para elegir telas en La Favorita o en Eiffel.

No quiero adivinar la expresión de mi hermana buscándome, como una vez que me perdió en el jardín del colegio a la hora que tenían que venir a buscarnos. A veces, aunque es mayor, es bastante idiota. Si la dejan sola y no ve a nadie cerca -le pasó una vez en la planta alta de La Favorita- se pone a llorar porque piensa que la han abandonado. Mi hermana todavía está lejos, pero ya veo que me está buscando con gesto amargo. Así que me oculto más cerca del rincón, pero no demasiado de mi vigilante. Nena, dónde estabas, será capaz de decirme, y a los gritos y delante de todos. Me dejaron venir a este baile porque ella iba a vigilarme. No sé que es peor, si esa posible escena de mi hermana o alguna de las amigas -la de pelo virulana- también a los gritos : “¡Encontré a tu hermanita!” No. Eso no lo voy a permitir.

El desmán no se ha terminado, y Alcides le acaba de decir a uno del grupo del hijo del carnicero que tendrían que olvidarse ya del asunto. Al final, dice el gordito amigo de Alcides, somos todos del barrio. A mi lado, a mi izquierda, el organizador sigue empeñado en vigilarme. Lo observo con la mirada fija, porque ya empiezo a estar harta. Y él también me mira. De golpe, sin habérmelo planteado, le digo una sola palabra a modo de pregunta: ¿Botón?

No estoy segura de la magnitud o del significado. Si voy y le cuento a mi madre que mi hermana fuma a escondidas, sin duda soy una botona. Si una alumna denuncia a otra es una botona de la directora. Pero si una alumna es buena y siempre complace a la profesora, también es una botona. A mí un día me gritaron botona porque hacía muy bien todos los ejercicios de Lengua. También los de Margarita, que es un cero en redacción y en cambio un genio de los números.

Lo que sea la palabra botón, a mi vigilante no le ha alegrado oírla. Entiendo lo que le pasa: en este baile, desde que llegó, en lo único que pudo entretenerse es en hacer cuentas y cobrar. Es una momia de pelo grasiento y nadie quiere estar con él. Lo miro de reojo y luego le doy, altivamente, vuelta la cara. Y me encuentro con la de Flequillo Apestoso que lleva un pañuelo debajo del ojo y parece un poco desorientado. Alzo las cejas y le señalo con la cabeza al botón a mi izquierda. Un gesto claro de advertencia. Cuidado con él. El vigilante se ha dado cuenta, me mira y yo lo ignoro. En cambio me dirijo a Flequillo Apestoso: Cuidado.

El encargado que gritaba en el centro de la pista -parece mentira que sean mujeres, les dice a las de la pandilla- ahora habla con el hijo del carnicero que, digo yo, tendrá la rodilla hecha pelota y mañana no podrá jugar al fútbol, pero sigue paseándose por el salón para contarle a todo el mundo que le di una patada. Tu amigo, le digo a Flequillo Apestoso, es un pedazo de botón.

El encargado – que se se ve algo sudoroso y agotado- se acerca y Alcides insiste en que no tenemos nada que ver. Su amigo el gordito, por la forma en que me mira y se ríe, sé que sabe qué ocurrió. Aunque no es botón, sabe algo de mí, me reconoce. Me ha visto cuando él pasaba con ese Chevrolet con colitas ruteras, me ha visto sentada en el escalón de mi casa y posiblemente le habré hecho algún gesto (porque sí es verdad que a veces hago gestos, muecas poco amigables, o al menos hacía eso; ya no creo que vuelva a sentarme en el escalón, ya no podré hacerlo).

Miro a Alcides. Una cosa es que yo mienta. Pero él, no.

A lo mejor sí pegué una patada, declaro.

Todos me miran. Esperan a que continúe.

Me cruzo de brazos; las amigas de mi hermana están husmeando por aquí cada vez más cerca, en la pista; son tan timoratas que tienen que ir de a dos, no pueden ir una sola, insisten en que eso de pasearse solas por un baile queda mal.

A lo mejor, digo a los demás, sí pegué una patada. Pero fue en el pasado, en otra época de mi vida.

El amigo gordito de Alcides se empieza a reír, francamente divertido. Flequillo Apestoso también se ríe y veo que en la pista ha empezado el movimiento. Las primeras que se están yendo son las de la pandilla que no le tiene miedo a nada. Ni una de ellas se fija en mí ni se acuerda ya de mi persona. Pensar que fui una gran aliada en contra de Abel. Nada, me han olvidado y se van a casa. Y lo peor es que ahora sí mi hermana y las amigas se están acercando y están a punto de encontrarme.

No, no van a verme, no van a dar conmigo. Así que, en lugar de tirar otra patada, le encajo un codazo a mi vigilante y me escurro hasta Flequillo Apestoso y le digo, a mi antiguo enemigo, al mismo tiempo que lo agarro de la mano, que me acompañe al guardarropa.

Mi enemigo ya no es mi enemigo. Y más tarde, cuando lo llevemos en el coche, irá tranquilo y contento de no volver caminando. Todo ha cambiado en un instante. Fui parte de una pandilla que me ha olvidado por completo. El viaje de vuelta, para dejar a todas las chicas cada una en la puerta de la casa -vamos como cuatro sentadas atrás con una quinta en la falda de otra, y dos adelante- me convierte en una especie de embutido, incapaz de moverme. Mejor, los salchichones no piensan.

Mi hermana y sus amigas hablan de Abel, que al parecer no valía tanto y encima era medio tartamudo. En cambio ahora se refieren a un tal Ricardo, y la pregunta es en qué quedaste con Ricardo. Si te dio el número de teléfono. O cómo quedaron. A veces las chicas y los chicos se conocen en un baile y quedan. Mi hermana al día siguiente del baile se maquilla a escondidas y se va a la esquina de La Favorita, porque ahí quedó con el chico de la noche anterior.

Flequillo Apestoso charla de fútbol con mi padre. Y yo permanezco en silencio.

Una de las amigas de mi hermana dice que me vio bailando. Y con un chico muy lindo. ¿Quién era, eh, quién era? No me acuerdo, digo, y cierro los ojos a ver si me duermo.

 

Y veo a ese chico que se llama Alcides, a quien no le dije ni adiós, ni algún día nos veremos, ni suerte. Nada. Ese chico que empieza a esfumarse.