Desde Somerset
Hubo un tiempo que fue hermoso, sin duda, pero ¿cuánto cuesta hoy reflotar las utopías, la sensación de vida comunitaria, de fraternidad, de humana calidez, en la era del “Sálvese quien pueda”? Los fríos números dicen que Glastonbury, el festival de música más famoso del planeta, agota sus más de 150.000 entradas dentro de las 24 horas de ponerse a la venta, nueve meses antes del comienzo oficial del evento y sin ni siquiera un rumor acerca de quiénes han de participar. Hoy día, cuando la palabra "contracultura" invita a la nostalgia por los días en que se creía en el rock como un agente de cambio social; en los que te encontrabas con las mismas caras que habías visto en un recital de Spinetta en una película de Fellini o de Bergman, o revisando libros de nueva literatura latinoamericana en las librerías de Avenida Corrientes; hoy día –a pesar de todo el nihilismo que supuran las redes sociales con sus trolls, un evento como Glastonbury sigue siendo un talismán, una palabra mágica que evoca lo inefable.
Un fenómeno peculiar y ampliamente reconocido de Glastonbury es que el festival trasciende las generaciones. Veteranos de las gestas “sesentistas” se entrecruzan con los fans del trap y el hip-hop, con las crestas enhiestas de los neo-punks y los ropajes negro azabache de góticos irredentos, y también con la purpurina del glam que sigue refulgiendo en raros peinados nuevos. Todos vienen a Glastonbury, pero viendo sus rostros expectantes, se comprueba que las diferentes tribus SON Glastonbury.
Pero ¿qué espera hoy el público de un festival multifacético, que congrega cientos de miles de personas en una granja enorme de Somerset, Inglaterra? Aventura, romance, experimentar la revelación de descubrir un artista fascinante, hasta entonces desconocido. Quizá todo esto y más, hay que agregar: emociones que no son sencillas de expresar en palabras.
Todos los años sucede algo especial cerca del solsticio de verano boreal inglés en la Worthy Farm, el hogar de un granjero llamado Michael Eavis que un día de 1969 fue a ver un festival de rock en la ciudad de Bath y tuvo su propia epifanía. Desde entonces puso su granja al servicio de un evento que fuese un verdadero lugar de reunión de las diferentes tribus jóvenes que tenían en común el querer vivir sus vidas en libertad, y gozar de la música, el arte y el amor.
La contracultura tuvo sus vaivenes –no la den por muerta, todavía-, pero Glastonbury se transformó con el paso de las décadas en el festival de rock por excelencia. Ahora no faltará quien sostenga que es un festival CON rock. En todo caso, ese elusivo término “cultura rock” serviría mejor para caracterizar el modelo 2024. Es cierto que la propuesta multi-artística sigue presente: hay circo, teatro, pantomima, cine, poesía y campos recreativos y curativos en los que se puede ver la vida de otra manera. Pero se sabe que la vedette principal sigue siendo la música.
Este año, las cabezas de cartel incluyen a los mega-celebrados Coldplay, destinados al sitio de mayor prestigio: el cierre del sábado a la noche, la segunda jornada de Glastonbury. Vienen de romper el record de asistencia en recitales de estadios en la Argentina, un impacto que resuena también en buena parte del mundo musical. Por su parte, Dua Lipa culminará la noche del viernes, confirmando que hoy por hoy es una de las figuras más convocantes del pop internacional.
SZA puede resultar un número extraño para el cierre del domingo festivalero, pero una mirada a las recientes cifras de reproducción de su música y sus videos confirma que la elección no fue fortuita.
Más allá del fulgor de las luces del Pyramid Stage, el escenario principal, se encuentra ese otro Glastonbury, el de los descubrimientos, el que preserva el espíritu vanguardista del festival. The Park, el escenario cool por excelencia ofrecerá el pop mutantes de King Krule, la resurrección de The Breeders, la banda de la exPixies Kim Deal y de su hermana gemela Kelley. Y además, un cóctel musical ecléctico y exquisito donde caben figuras actuales de la World Music, como la paquistaní Arooj Aftab y el guitarrista, cantante y compositor tuareg Mdou Moctar, con su fusión de sonidos tradicionales del norte de África y un poderoso rock eléctrico. También estará allí Brittany Howard, otrora cantante de The Alabama Shakes, ahora transformada en una compositora exquisita e imposible de etiquetar. Morosas baladas de sombrío rhythm and blues y una sensibilidad a flor de piel hicieron de su reciente segundo álbum solista What Now una de las genuinas sorpresas musicales del 2024.
Glastonbury celebra el contínuo renovarse del firmamento musical y no faltan escenarios como Woodsies o BBC Introducing para exponer a las nuevas caras a un público masivo. Pero los organizadores del festival son conscientes del hilo conductor que se expande a través de las décadas y por ello nunca faltan leyendas como, por caso en 2024, Judy Collins, con una voz prístina, milagrosamente conservada en la mitad de sus 80. O la escocesa Lulu, aquella de “To Sir with love”, amagando con una gira de despedida que tendrá en Glastonbury una gloriosa parada. Habrá tiempo para degustar el folk atemporal de Ralph McTell y la guitarra exquisita de Albert Lee. Y, hablando de guitarristas, se espera la presencia de Robert Fripp en su última asociación musical: con su esposa Toyah Wilcox, sacándole chispas a una colección ecléctica de covers con maestría y humor.
Repasando la grilla del festival, uno no puede dejar de ser atacado por la “fiebre” de Glastonbury. La fútil frustración de saber que uno no puede dividirse ni clonarse para ver a PJ Harvey y a la vez disfrutar de Bombay Bicycle Club, ni festejar el country de Shania Twain y al mismo tiempo vibrar con el reggae de Steel Pulse. Pero pronto se comprueba que Glastonbury es, también, el arte de lo posible: descubrir bandas fantásticas como Squid, por un lado, y sacrificar a una leyenda como Squeeze por llegar tarde a la cita. Mientras tanto, seguramente en alguna de las carpas que no tienen el fulgor de las grandes estrellas habrá algún músico oculto ofreciendo un mensaje diferente, y al pasar por allí, degustando una porción de paella con una pinta de cerveza, se prenda la lamparita que dibuja sonrisas: la del descubrimiento.
En camino a Glastonbury, atravesando campos de un verde brillante y refulgente en el inicio mismo del verano inglés, vienen a la memoria esos chicos y chicas que estaban en Paddington, esperando el tren especial que los lleva a Castle Carey, la estación desde donde una flota de micros los pondrá en el curso mismo de estos tres días de posibilidades infinitas. Entonces, la mochila no será carga, la fina llovizna que puede colarse entre un calor cada vez más usual en estas latitudes no será molestia, y el cansancio se podrá sobrellevar con la adrenalina de la música, la entereza y alegría de las emociones compartidas.
En definitiva: es ese milagro de Glastonbury que sigue existiendo. Y no es poco. Ahora y siempre.