“Siete famosos de Hollywood señalados de acoso y abuso sexual”, titula un diario colombiano, prodigando fotografías de antiguos denunciados como Polansky, y de más recientes y sonantes, como Kevin Spacey, ahora expulsado de Netflix tras varias temporadas exitosas de House of Cards, y el poderoso productor Harvey Weinstein.
De repente abruma la emergencia y proliferación de atropellos sexuales perpetrados por grandes estrellas contra menores o subalternos que mantienen indignado y entretenido al consumidor de actualidad, ese incesante artefacto productor de vida delegada.
Las instituciones de la cultura de masas -las celebridades- en las que el público espera ver confirmadas vidas tormentosas, desmesurados secretos amorosos y sexuales que trascienden con programada intermitencia, de pronto son desnudadas en su subjetividad como pillos de poca monta. Como si el divino hábitat, Hollywood, descendiese a una oficina de microcentro dominada por machirulos donde los gerentes hacen valer su poder manoseando a las secretarias, y la jefa marica en el closet se escuda en unos tragos de más para echarse sobre el cadete mientras le permite jugar a la Play Station en su despacho. Lejos quedaron mitos como el de tal o cual actor que mantenía relaciones sexuales en un ataúd.
La caza de causas
En los foros se elucubra con laxitud sobre el rating de culpa por el que compiten ofensor y ofendido en el affaire Kevin Spacey, y sus contextos familiares. ¿Cuánto habrá influido que Spacey, según su hermano, haya crecido junto a un padre obsceno y violador; cuánto que Anthony Rapp, el denunciante, haya tenido a los 14 años la autorización parental para asistir solo a una fiesta particular de adultos en Hollywwod, y encima se hubiera encerrado en un cuarto mientras todos se iban? ¿Fue solo desesperación por negar su responsabilidad moral que Spacey haya salido del armario en un acto supuestamente sartreano y liberador, o puede haber influido el hartazgo de, a causa de la clandestinidad, haber vivido siempre en el filo de la navaja, donde terminó inmolándose por atrevido?
Porque la gran pregunta que todos quisieran hacerle a Kevin Spacey es cómo pudo haber cometido tantos abusos y acosos sexuales, según informan de pronto diversos entornos de trabajo, sin pensar en las posibles consecuencias destructivas en su carrera, que era la sustancia misma de su vida pública. Seguramente Spacey conocía la ilegalidad de sus actos, pero no sé si basta con considerar que debido a su rango estelar creyó en la ausencia de obstáculos para cometerlos. Prefiero pensar que, a pesar de ser consciente de sus eventuales consecuencias catastróficas, es decir de los obstáculos, no renunció a aquello a lo que el uso de la máscara de famoso lo terminó por impulsar, que es a poner en acto, caprichosamente, las fantasías sexuales. Esa pulsión de muerte acaso haya sido el gesto público pero inconsciente que encontró para sustraerse al mandato de Hollywood, que es gozar de la máscara de inmortalidad (el eterno y saturante círculo del éxito como responsabilidad de los famosos), eso mientras no les arruines el negocio. En ese sentido, uno puede pensar si la salida del closet, más que mero oportunismo, no pudo haber sido en esa oprobiosa circunstancia una manera de atravesar el fantasma de aquel mandato, mediante la máscara caída. La marca Spacey fue cuidada por las compañías del espectáculo todo lo que se pudo, en tanto no desbordase su secreto. Una vez devenido para las audiencias como el abominable abusador sexual (su conducta nunca había dejado de ser conocida en el ambiente de Hollywood) fue castigado con el regreso al mundo de los mortales.
El abusador sexual en el podio
Por último, habría que pensar si el affaire Spacey no se abre también a otra dimensión de análisis: la elevación de la figura del abusador sexual al podio de obsesiones en la sociedad actual. Vivimos en un contexto desconcertante en el que la verdad revelada, la autoridad simbólica, la tradición y la razón indiscutidas declinan, y creemos quedarnos a solas con la responsabilidad ética y con las consecuencias que nuestras decisiones tendrán sobre nuestras subjetividades, e incluso el desorden del capital sobre la supervivencia misma del planeta (Ulrich Beck teorizó sobre “la sociedad de riesgo”). Inmersos en ese malestar, en las nuevas angustias sociales que produce esa sensación de que nadie “está a cargo”, emergen de pronto amos obscenos invisibles, conspiraciones globales, figuras monstruosas. Desde dictadores que pueden hacer estallar bombas nucleares, el misterioso agujero de la capa de ozono, padres diabólicos como el de Twin Peaks, hasta la proliferación de docentes, curas, líderes acosadores sexuales que actúan en las sombras. Que deben estar ahí, en el mundo subterráneo, y solo habrá que aguardar, como con Kevin Spacey, que el ojo mediático, que todo lo ve, les dé por fin un rostro.