Hace ya algunos años escribí una contratapa sobre mi tía Hortensia, una de mis hadas madrinas, junto con Bocha y Elsa. Las hermanas de mi madre. Vivían en Lanús. Hortensia y su marido Poroto no tenían hijos y vivían con la madre de las tres, mi abuela Adela. La casa era humilde y enorme, con muchos cuartos en los que se podía jugar a las escondidas para chupar cubitos en las siestas de verano.

Hortensia era peronista hasta los huesos. La primera peronista que conocí en mi vida, la primera en darme otra versión de las cosas. Cuando mis padres se iban de viaje yo me quedaba, a veces meses enteros, en esa casa y dormía en el cuarto de Hortensia y Poroto. Era tan grande, que en mi memoria vuelve del tamaño de dos o tres monoambientes de ahora.

Hortensia me hacía dormir contándome cuentos en los que Evita y Perón eran los protagonistas. Porque así como ella era mi hada madrina, la que me dejaba transformarme, la que era amor en estado puro, el hada madrina de Hortensia era Evita. Y le hacía falta apoyo espiritual, al que se encomendaba era a Perón.

Solo en su cuarto, con Poroto y conmigo, Hortensia se permitía liberar su enorme zona peronista. Con resto de la familia y a lo largo del día tal vez hacía alguna mención, pero en las familias grandes en ese momento se vivían divisiones y murmullos que se extendieron décadas.

Yo tendría cinco, seis, siete años, pero comprendía todo perfectamente. Ella, que era una mujer del pueblo, una mujer sacrificada, que nunca pudo conocer en mar, llevaba dentro de sí –como dice Flaubert en Madame Bovary – esos países “en los que la felicidad crece como una planta autóctona”. Ese país, para Hortensia, era su recuerdo de Perón, de lo que había vivido en esos años en los que, como obrera de fábrica, había vivido lo mejor de su vida.

Ella fue una entre millones y millones, cuyos mejores años fueron interrumpidos por el primer y más grave atentado terrorista de la historia argentina: el bombardeo sobre la Plaza de Mayo, con cientos de muertos civiles que fueron atacados por militares de su propio país. Pocas veces se produjo en el mundo un acto tan bastardo, tan poco asumido históricamente como acto terrorista.

Quizá arranque de ahí el mal uso que siempre le da la derecha argentina, y qué decir la ultraderecha, a la palabra “terrorista”, hoy en boga nuevamente: un presidente que denuncia un intento de golpe de Estado cuando lo que debe describir es una marcha opositora. Y mientras tanto y al mismo tiempo, es hospitalario con casi cien golpistas bolsonaristas que rompieron sus tobilleras electrónicas y se vinieron para acá, muchos de ellos en baúles de auto que nadie abrió, parece, porque fueron condenados algunos de ellos hasta a diez años de cárcel por querer derrocar a un gobierno democrático.

En el 55, además de todo lo que ya sabemos que pasó, hubo millones de historias personales y políticas desgraciadas, porque la persecución fue atroz. Hubo millones de hormigas ya de nuevo negras, defectuosas, atrevidas, que fueron devueltas al mundo de la humillación. Hormigas a las que se podía pisar, y a las que había que extirparles un órgano que nunca les encontraron del todo. Hormigas incorregibles que escondían estatuas, se repartían estampitas, se entendían con gestos entre extraños, se seguían encontrando para no dejar de ser ellos y ellas, en esos largos años en los que en este país se le llamaba democracia a un sistema de gobierno que no los incluía.

Entonces, como ahora, quisieron exterminar, eliminar, descartar, deshacerse de la Argentina plebeya. La fuerza centrípeta que mueve a la riqueza hace que para la ultraderecha, hoy, lo plebeyo, lo contaminado, sea no una clase sino varias, no un partido sino todos los que no son sus cómplices. A diferencia de la reacción que terminó con el primer peronismo, fenómeno local ante un fenómeno local, con componentes que hoy han sido rescatados, ese odio, hoy el odio es impreciso y generalizado: es la emoción dominante que pretende ser la ordenadora de un mundo monstruoso.

Lo personal y lo político, como sabemos gracias al feminismo, están entretejidos. Hortensia me transmitió su recuerdo de la felicidad mientras me abría los gajos de mandarinas y les sacabas las semillas y me hablaba de cada una de sus compañeras de la fábrica. Todas chicas de Lanús. Una de ellas había sido la señora que venía los viernes a levantar la quiniela. Mujeres fuertes, desdramatizadoras, listas para ayudar en velorios, comuniones, colectas. Envejececidas prematuramente, después de haber sido devueltas por la reacción al mundo privado. Aquellos años de haber ganado su propio dinero precisamente cuando Perón revolucionaba este país, cuando los pobres como ella empezaban a sentirse gente de bien, porque eran tratados como gente de bien, fue el tesoro que guardó toda su vida.

Los años que compartí con ella fueron de sacrificios, de olvido de sí misma para cuidar a otros, de carencias y de aflicciones. Pero Hortensia misma era la fuente de la alegría de la vida cotidiana, que es una ciencia.

Su modo de peronizarme fue haciendo que la quisiera tanto. Que amara hasta lo indecible el olor de su vitalidad. Su modo de mostrarme que se puede vivir con muy poco y sin embargo conocer los resortes para que desparramarse entre los otros y dar y recibir en un movimiento natural y casi rítmico.

Me quedo con eso de Perón, lo que me enseñó mi tía. Que no hay países en los que la felicidad es una planta autóctona, sino políticas que hacen que esa planta brote en el nuestro.