Hoy podría decir que esta nota empezó a escribirse durante mi visita a Puerta de Hierro en 1970, cuando era un periodista jovencito y audaz y en Madrid, de puro atrevido, conseguí entrevistar a Juan Domingo Perón en su residencia.

Creo que fue a mediados del ‘69, quizá en Mayo y pocos meses después de terminar la pesadilla que fue el servicio militar en el Chaco, cuando me radiqué en la entonces Capital Federal y casi milagrosamente conseguí un puesto de redactor en la revista Semana Gráfica, que desde hacía pocos meses publicaba la Editorial Abril, importante casa editorial que desde el edificio de Leandro Alem y Paraguay miraba al puerto. Formé parte entonces de un novedoso intento periodístico que procuraba mezclar crónica política con actualidades frívolas pero culturosas.

Abril era una empresa por entonces respetada y las primeras semanas mostraron un futuro difícil pero posible. En aquella redacción confluimos cronistas jóvenes y solteros, y entre ellos dos provincianos, Osvaldo Soriano y este columnista. Se nos asignaron fotógrafos también jóvenes, atrevidos y todo-terreno como Carlos Bosch y un movedizo inmigrante coreano llamado Ki-Chul-Bae. Compusimos una primera línea de acción y la editorial nos mandó a hacer notas y entrevistas, entre las que me tocó abordar a figuras importantes del quehacer nacional.

Uno de esos entrevistados fue el General Juan Carlos Onganía, a quien entrevisté en Córdoba un fin de semana de 1969. Otro fue el Dr. Arturo Umberto Illia, que fue posiblemente el presidente más decente y honesto que tuvo este país y cuyo período constitucional de gobierno (1963-1969) fue por todo eso mismo derrocado el 28 de Junio de 1966 por, precisamente, Onganía. Quien a su vez fue también derrocado por su mismo ejército el 8 de junio de 1970, luego de haber gobernado en base a un infame “Estatuto de la Revolución Argentina” que los milicos de entonces pusieron por encima de la Constitución Nacional.

Quizás por mi juventud, esas dos entrevistas coincidieron con la oferta de una empresa de cosmetología en la que solía colaborar para mejorar ingresos, que me propuso acompañar un contingente en un viaje a Europa durante un mes. Como mi sueldo era modestísimo –y mi domicilio porteño era un colchón en casa de amigos chaqueños– inmediatamente acepté acompañar y coordinar a un grupo de veteranos, no sin antes avisar en la Editorial Abril que en Madrid, y sin costo para la empresa, intentaría entrevistar al General Perón para una nota en la revista, que hacía tiempo lo intentaba sin resultados. Aceptaron de inmediato.

Semanas después, ya en Madrid y siendo mayo, llamé a los dos teléfonos que en Buenos Aires me habían sugerido, pero sin suerte. Nadie atendía. Lo que era natural ya que José López Rega, “el Brujo”, controlaba todo en Puerta de Hierro. Entonces recurrí a un amigo que había montado un café y bar en cercanías de Puerta del Sol, quien me dio el mejor consejo: “andá a instalarte en la puerta de la residencia, que en algún momento el Pocho va a entrar o salir y ahí lo abordás. Es mucho más cordial que lo que suele pensarse, sobre todo si no aparece el Brujo”.

Al tercer día de guardia y luego de ver entrar y salir a diversos personajes, entre ellos dirigentes como Jorge Antonio y Daniel Paladino, todos arribados en lujosos automóviles, se me acercó un mozo, o secretario, que me preguntó quién era y qué quería. Respondí con juvenil audacia: “Quiero entrevistar al General para un diario del interior”. El tipo anotó mi nombre y cuando mencioné la revista Siete Días hizo un mohín que no supe interpretar, y me dijo que siguiera esperando. Y ahí estuve todo otro día, hasta la tarde. A la mañana siguiente se produjo lo que para mí fue el milagro.

Ese día llegué temprano a la residencia, formalmente vestido con saco y corbata. A media mañana apareció Perón despidiendo a un dirigente que creo era Paladino, quien con algunos otros sujetos partieron en dos coches brillosos, y luego saludó a algunas personas y evidentemente ordenó algo al mozo o secretario que me había abordado el día anterior, quien me hizo seña de acercarme.

Me temblaron las piernas, confiero, aunque también asumí que era una oportunidad de oro. Trepé los escalones y luego de formales saludos Perón hizo señas a no sé quién para que me dejaron entrar con él a la residencia.

Nos sentamos a una larga mesa en lo que supuse era el living de la casona, mientras él, muy amablemente y siempre sonrisa en boca, ordenó dos tazas de té. Y cuando coloqué sobre la mesa el grabador Geloso que llevaba, me pidió -ordenó-, muy sonriente, que mejor conversáramos sin grabar. Y así me brindó una generosa media hora de conversación, interrumpida una vez por Isabel, otra por un mozo de casaca blanquísima que trajo dos tés con galletas que no tocamos, y también hizo su entrada Lopecito, “el Brujo”, como desde el llano llamaba toda la Argentina a López Rega. Quien deslizó algún comentario o solicitud al oído de Perón y luego hizo mutis ignorándome y sin saludar, lo que agradecí íntimamente.

La conversación recorrió todos los temas que el General quiso abordar, seguro de que, como casi todos los visitantes, yo iba más a verlo y escucharlo que a exponer. Y así fue durante media hora exacta y para mí fascinante, porque Perón además de amable y sonriente sabía ser encantador y brillante. Delicadamente vetó mi intento de grabarlo con un Geloso que me habían prestado, y casi no respondió a mis preguntas de actualidad. Habló de lo que él quiso y eludió referirse tanto al viaje a Brasil en diciembre de 1964 como a sus vínculos con miembros de las Fuerzas Armadas y con el radicalismo. Descartó hablar de planes y plazos y en cambio sí estableció pautas para la organización de la Juventud Peronista, de la que yo no formaba parte, y cuando dije que no representaba nada en el peronismo pues era apenas un joven iniciático, él amplió su sonrisa, que era espléndida, y me dijo que eso no era problema, que ya me llegaría la hora. Y así terminó esa media hora para mí decisiva, con él de pie y dándonos un apretón de manos.

Cuando regresé al país, el informe que redacté para la revista o fue periodísticamente descartable o simplemente censurado, pero jamás se publicó en ninguno de los medios de la editorial. Empezaba Junio y el tema periodístico nacional era el Cordobazo que desde el 29 de Mayo conmovía al país.