Don Mariano todavía no sale de su asombro. Nunca se imaginó que el amigo de papel, compañero infaltable en sus desayunos a lo largo de tantos años, dejaría de existir antes que él. Del asombro pasó a la reflexión, "¿será que he vivido demasiado tiempo o es que el progreso avanza a paso redoblado?”. Decidió optar por otra gaceta con distinta línea editorial, igual que aquella vez, en su juventud, cuando cambió la marca de cigarrillos debido a problemas en la importación, mas nunca pensó en abandonar el vicio. 

Su placer de leer el papel, radica en hojear el matutino de atrás hacia adelante con estilo propio, pensar en nada, disfrutar del olor a tostadas y esperar el llamado de la pava, su agudo silbido le indica el inicio de la íntima ceremonia, sus primeros amargos, aquellos que endulzan su perenne pena. 

Todo rosarino, mayor de cincuenta años, integrante de cualquier sector social, que ingrese sin compañía a un bar con la intención de estar un rato a solas con él mismo, en el caso de toparse con un diario tendido sobre una mesa vacía, lo tomará por impulso, elegirá libremente un sitio en dónde sentarse e iniciará despacio el deleite del viejo hábito, completará el regodeo con café, lágrima o cortado. 

Consciente de mi condición de testigo de un final anunciado, me gusta observarlos, reconocerme en ellos, sentirme hermanado en la misma costumbre, tal vez, de alguna manera no hacemos otra cosa que seguir repasando el mismo ejemplar de La Razón, aquél vespertino con el que aprendimos a leer los chistes imitando a nuestros padres.

Si todavía se consume el fetiche de papel en las cafeterías de la ciudad, en los asilos de ancianos existen adictos dispuestos a generar disturbios entre los internados por la disputa del único periódico a compartir. 

Existen lectores que optan por comprar su propio boletín de noticias, como es el caso de Ramón Medina, alguna vez guardameta del único club de su pueblo natal y tornero especializado en diversas fábricas del cordón industrial en los años setenta. Dueño de un fino sentido del humor, cuando recuerda el canto de su hinchada, “tenemos un arquero/ que es una maravilla/ ataja los penales/ sentado en una silla”, dice no haber imaginado nunca dos ruedas al costado del asiento. 

Una mañana me contó sobre la soberana decisión de abandonar su departamento para alojarse en el residencial, jura haberla tomado ni bien su compañera cruzó la línea antes que él, afirmó que la mujer en sí es una casa, nuestra primera casa y que una vivienda habitada por un hombre solo no es más que una tapera. 

Su compañero de mesa, incansable jugador de solitarios, fue mucho más irónico y punzante en su comentario, sin dejar de mirar los naipes en ningún momento, explicó: “El mayor problema de vivir solo es que, en caso de morirse, uno no tiene cómo avisar, en cambio, acá avisan enseguida, es cuando los hijos nos vienen a ver.” 

En el camino hacia la habitación de mi mejor clienta de crucigramas, suelo cruzarme con Zulema y su eterno pedido, “diariero, usted que está en la calle todo el día, si lo llega a ver a mi papá, no se olvide de decirle que me encerraron acá, seguro que ni bien se entere me viene a buscar". 

Elba es un diccionario viviente, experta en autodefinidos difíciles, se esfuerza en enseñarme nuevos términos en cada encuentro con el fin de hacer trabajar mis neuronas, “si te toca llegar a mi edad, es bueno que lo hagas con la mente lúcida, la decadencia final del idioma comenzó cuando cerraron bibliotecas para abrir gimnasios".  

Federico es un faro de luz en medio de la densa niebla que ocupa la sociedad cerrada. Lo que ayer fue el primer trabajo de un joven kinesiólogo recién recibido, en la actualidad, es una misión que no quiere ni puede dejar de cumplir. Su intención final no parece ser la rehabilitación de los ancianos, más bien se trata de un amable acompañamiento hasta el último umbral. Desarrolla su tarea con empatía e idoneidad, siempre leal a los abuelos, quienes lo esperan ansiosos todas las mañanas para que toque sus cuerpos, mueva sus brazos impidiendo con maestría la atrofia de sus músculos, fortalezca sus piernas para enseñarles a caminar otra vez. 

El profesional, conocedor por experiencia sobre demencia senil, sostiene que la peor locura anda suelta por la calle, idolatrando al dinero, consumiendo objetos innecesarios, sobrevalorando la estupidez y descartando viejos por improductivos. 

Si bien sus servicios son prácticamente gratuitos, reconoce que es él quien debería pagar tantas enseñanzas recibidas por parte de los longevos, pacientes sin turno previo en la antesala de la muerte, pero con la seguridad de ser atendidos a la brevedad. Se sorprende de la aparente tranquilidad con la que esperan el momento, sospecha que, desde la cima, pueden percibir claramente el alma atada a los latidos y no a la inteligencia, desechando entonces el uso de la lógica para entender la profundidad del misterio humano, se dejan seducir por la curiosidad para espantar al miedo. 

No hay lugar para el nihilismo dentro de la comunidad, hasta el veterano más ateo, en secreto, se permite creer en un reencuentro, en otro plano, con seres amados y nunca olvidados, accede mansamente a la eterna idea de la inmortalidad del alma humana. Esta mañana lo crucé al Fede con una cinta métrica entre sus manos, curando el empacho a tres mujeres que formaban una fila para entrar al baño. 

Al expresarle mi grata sorpresa por el uso de creencias populares como terapias alternativas, se tomó un tiempo para enseñarme que lo importante de la ceremonia es la tira, puente de fe tendido entre el sanador y el afligido, envueltos ambos en un silencio de misa fileteado por una plegaria que desconoce, pero sanatea en un murmullo indescifrable. 

En ambas puntas del camino, dice el curandero, tanto en la infancia como en la vejez, el espíritu se empacha de materia y se encarna en un cuerpo que enferma, el talismán sabe aliviar dolencias gracias a un relato ancestral sostenido a través del tiempo. 

Tal vez por mostrarme emocionado ante sus palabras, mi amigo me acompañó hasta la salida, colocó la cinta plástica enrollada sobre la palma de mi mano a modo de regalo, para después despedirse con la siguiente frase, “todos tenemos una misión en este mundo…nunca dejes de contar historias”.

 

 

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