Icono del Swinging London en los años '60, referente del cine más rabiosamente autoral una década más tarde, la actriz británica Charlotte Rampling nunca ha dejado de aparecer en la gran pantalla a lo largo de una carrera que durante este 2024 cumplirá sesenta años. Desde una pequeña aparición como bailarina en Anochecer de un día agitado (1964), el famoso y agraciado vehículo cinematográfico de The Beatles, pasando por roles consagratorios en La caída de los dioses (1969), de Luchino Visconti, y, sobre todo, Portero de noche (1974), de Liliana Cavani, hasta papeles más recientes en largometrajes de François Ozon (La piscina), Lars von Trier (Melancolía) y Paul Verhoeven (Benedetta), la presencia siempre poderosa y tantas veces misteriosa y ambigua de Rampling ha sido un polo de atracción para cineastas de las más diversas extracciones y sensibilidades. En los últimos años, fiel a un estilo que nunca se ancló en un único formato de realización, la actriz nacida en Essex en 1946 participó en grandes producciones como el díptico Duna, dirigido por el canadiense Denis Villeneuve, y films independientes como La matriarca, del neozelandés Matthew J. Saville, película que tendrá su estreno comercial local este jueves 4 de julio.
En La matriarca, Rampling encarna a una mujer británica de unos 70 años que, luego de un accidente que la ha dejado postrada temporalmente en una silla de ruedas, viaja a Nueva Zelanda para pasar un tiempo junto a su hijo, con quien no tiene la mejor de las relaciones, y un nieto de 18 años al que no conoce en lo más mínimo. La tensa e incluso violenta relación entre Ruth –una exfotógrafa de guerra que ahora pasa los días bebiendo gin rebajado con agua y limón– y el adolescente Sam (George Ferrier), cuyo duelo luego de la muerte de la madre continúa marcando su existencia, es el punto de partida de un film que recorre caminos familiares, aunque con un recato no demasiado habitual en este tipo de relatos, además de un sentido del humor particular. Ante el título local La matriarca, que reemplaza el original Juniper (“enebro” en inglés), Rampling reacciona de buena manera. “Bueno, Juniper es un título extraño, que necesita alguna explicación. Creo que La matriarca está bien también”.
Más allá de estar basado en experiencias de la vida real del realizador Matthew J. Saville, el papel de Ruth parece haber sido escrito a medida para Charlotte Rampling, cuya filmografía está atravesada por personajes fuertes, a veces gélidos y otras tantas pasionales, una marca de estilo personal que la actriz ha sabido cultivar a lo largo de toda su carrera. En el transcurso de una comunicación telefónica exclusiva con Página/12 desde París, donde reside desde hace mucho tiempo, la protagonista de Max, Mon Amour responde con una amabilidad y un sentido del humor que parecen estar en las antípodas de su personaje. “Recibí el guion, como suele ocurrir, a través de mi agente, y la historia me pareció simple y realmente bella, aunque el personaje de la abuela era un poco mayor que yo, unos diez años más. Me pareció que ese detalle y algunas otras cosas necesitaban un poco de trabajo, así que me puse en contacto con Matthew y le pregunté si estaba dispuesto a conversar sobre ello. A discutir un poco el personaje. Lo cierto es que no sabía si eso formaba parte de su idea, pero de inmediato me respondió que sí y viajó desde Nueva Zelanda con su productor para poder encontrarnos. Fueron tres días de trabajo, una experiencia maravillosa. Fue además una manera de conocer mejor a Matthew. Uno de los cambios importantes fue que el personaje pasó de tener cerca de 80 años a unos 70. Me parecía más apropiado interpretarlo si la edad era más cercana a la mía en ese momento.
-¿La edad fue el único cambio o existieron otras variaciones en el personaje?
-Cambiamos bastante al personaje, su forma de ser, algunos diálogos. Imagino que no debe ser sencillo para un hombre joven como Matthew, de unos 40 años, imaginar cómo puede llegar a reaccionar una mujer mayor ante circunstancias como las que atraviesa el personaje de Ruth. Es realmente bueno cuando se dan este tipo de colaboraciones con un director, especialmente un director joven. Fue muy satisfactorio el hecho de haber podido trabajar de esta manera. Me encanta escribir y nunca he dejado de hacerlo, así que es un terreno con el cual siento mucha cercanía.
-En cierto momento de la historia Sam le pregunta a Ruth qué piensa de Nueva Zelanda. ¿Podría responder a la misma pregunta, a sabiendas de que su relación con ese país no es nueva?
-Es verdad. Antes de filmar La matriarca había viajado tres veces a Nueva Zelanda. Mi primer esposo nació allí y mi hijo Barnaby, que ahora anda por los 50 años, es mitad neozelandés. En ese sentido, debo decir que ocurrió algo bueno ligado a la idea de familia. Quiero decir, la historia del film es sobre una familia y regresar allí me hizo sentir algo familiar también. El equipo estaba integrado en su totalidad por neozelandeses, la única excepción era yo.
-¿Cómo fue el trabajo en términos actorales junto con el joven actor George Ferrier? Para que la historia funcionara era esencial que existiera cierta química entre los personajes y, desde luego, los intérpretes.
-Esto es algo usual: el casting en una película es realmente muy importante, aunque una nunca sabe si esa química entre los personajes va a ocurrir. A veces no pasa y eso siempre es una decepción, pero creo que en La matriarca funcionó muy bien. Antes del rodaje conversamos por teléfono con George e incluso me escribió algunas cartas. Fue muy flexible y realmente estaba interesado en desarrollarse como actor a través de un personaje como este. Creo que fue una experiencia hermosa tanto para él como para mí.
-Uno de los elementos más importantes en la construcción del tono del film es que evita el exceso de emotividad. Algo que no suele sentirse en películas sobre adultos mayores, sus familiares y la cercanía de la muerte, que muchas veces rozan o caen de lleno en la sensiblería.
-Lo sé, lo sé, lo sé. Exactamente. Eso es lo que me gustó del guion desde el principio: que no pone en primer plano las emociones, pero termina llevándote allí.
-Hay una escena temprana y absolutamente inesperada, que incluye una copa y un golpe certero, y que señala hacia un sentido del humor particular.
-Sí, sí (risas). Así es el personaje. Ruth es realmente una persona desafiante, como podría ocurrir en la vida real. Es una manera de decirle al nieto “¿Cómo vas a aprender a comportarte conmigo?” Al comienzo, los dos personajes se resienten mutuamente; no se conocen en lo más mínimo. De hecho, es el primer contacto real entre ambos, entre ese joven de 18 años y su abuela de 70. El guion marcaba claramente que Sam debía plantarse frente a Ruth; ese es el punto de partida. Son personajes que actúan desde el corazón, desde las tripas. Al mismo tiempo, hay algo minimalista en el abordaje al relato, desde el guion y desde la puesta en escena. En ese sentido, al tener básicamente una única locación –la casa donde transcurre la historia–, fue muy importante que pudiéramos rodar la película cronológicamente. Eso permitió que los cambios en los personajes y la relación entre ambos ocurrieran de una manera mucho más natural; esa cosa resentida del comienzo, y cómo va cambiando con el correr de los días y las semanas.
-¿Fue un rodaje extenso?
-Los rodajes de films independientes son cada vez más cortos, pero en este caso fueron ocho semanas en total, lo cual es bastante en estos tiempos. Con las series ocurre lo contrario: cada vez es más y más y más rápido.
-¿Le interesa alternar películas pequeñas como La matriarca con superproducciones como Duna?
-Ese es un tema interesante, porque una película como Duna atrae a una gran cantidad de espectadores jóvenes. Y es una película realmente grande pero, al mismo tiempo, posee un componente filosófico, más allá de los enfrentamientos y batallas. Denis Villeneuve tiene una sensibilidad poética a la hora de acercarse a las películas de gran presupuesto. Más allá del espectáculo, hay siempre una cosa íntima. En lo personal, creo que es una buena manera de acercarse a nuevas audiencias masivas que no me conocían previamente como actriz. Me ha pasado de encontrarme con gente que se acercó a mí para decirme que se habían interesado en ver otras películas en las que había actuado. Para un espectador joven eso es bueno, porque puede acercarlo a un tipo de cine que no conocía y no simplemente quedarse con lo que se estrena semanalmente. En otras palabras, correrse un poco de los lanzamientos comerciales masivos y acercarse a un cine más autoral. Descubrir nuevas maneras de ver, de sentir, de transmitir emociones a través del cine.
-El primer proyecto de adaptación de Duna, que nunca llegó a realizarse, tenía como director a Alejandro Jodorowsky, y allí iba a interpretar un papel importante. Finalmente, logró participar de otra versión, aunque varias décadas más tarde.
-Supongo que estaba destinado a ocurrir: ¡finalmente logré tener un papel en Duna! (risas) Aunque haya sido el de una mujer mayor. Siempre creí que era un libro muy potente, desde que lo leí en la década de 1970.
-Más allá de los cineastas que suelen nombrarse cuando se describe su carrera, como Luchino Visconti y Liliana Cavani, ha trabajado con realizadores de todo el mundo, muy diferentes entre sí. ¿Entiende que eso es algo indispensable?
-Sí, sí, trabajar con gente muy diferente y de extracciones diversas. Eso es algo que siempre me interesó: diferentes países, diferentes culturas, diferentes filosofías. En el fondo, es lo que siempre me interesó del cine, algo que a su vez implica probar diferentes formas de vivir.
-¿Qué cambió para bien y para mal en el mundo del cine desde que comenzó a actuar?
-Lo central, como dije antes, es el tiempo. Antes teníamos mucho más tiempo. Ahora las películas se hacen más rápido, aunque también se dan casos como el de La matriarca, donde no fue necesario correr. Hay algo positivo en ello, de todas formas, que comenzó a ocurrir cuando apareció el digital, que hace que todo sea más veloz. Además es posible filmar mucho más material. Pero en términos estrictamente actorales, creo que no hay nada esencial que haya cambiado demasiado. Quiero decir, nada relevante ha desaparecido del proceso creativo. Lo único que sí creo es que el fílmico, el soporte analógico, es más bello que el digital. Mediante varios procesos es posible hacer que el digital se asemeje al fílmico, pero no es lo mismo. Tal vez también haya algo nostálgico en eso de extrañar el 35mm. Y esas cámaras enormes y pesadas, y las luces grandes. Ahora es posible hacer una película con una cámara diminuta o incluso un teléfono. Pero en el fondo eso no cambia demasiado el resultado: la película en sí. Sigue habiendo gente que sabe utilizar las herramientas cinematográficas para contar una historia y tocar las fibras emocionales del espectador. Afortunadamente sigue habiendo gente que hace grandes películas.
Antes de despedirse, Charlotte Rampling, verdadera matriarca del cine internacional, se despide con un mensaje “Me alegro mucho de haber tenido esta conversación y de que La matriarca se estrene finalmente en la Argentina. Es una película que ya tiene unos años, pero mejor tarde que nunca. Tengo familia en la Argentina y espero que la disfruten mucho”.