Todos los médicos a los que consultó le habían dicho a Juan Domingo Perón que si asumía la presidencia de la Nación serán muy pocas las probabilidades de sobrevivir. Lo sabía él, lo sabía Isabel Perón, lo sabía López Rega, y lo sabían todos los sectores políticos de la Argentina: las fuerzas armadas, la CGT, la juventud peronista, las organizaciones armadas y la oposición. Las intensas movidas políticas de aquellos años iniciales de la década del 70 deben ser leídas bajo el tamiz de ese dato omnipresente: el partido se estaba jugando mirando el reloj, en tiempo de descuento. Pocos lo mencionaban, pero todos lo tenían en cuenta. Nadie sabía quién lo sucedería como líder, todos buscaban el gesto que indicara quién sería el heredero. Sus oponentes, con la esperanza de poner fin al peronismo; sus seguidores, fuertemente divididos y enfrentados, ejerciendo presión para llevar agua a su propio molino. Las tensiones desatadas en múltiples niveles, además de su propio contenido, eran también una carrera contra el tiempo.
El último discurso del líder frente a las multitudes, el 12 de junio de 1974, tuvo la particularidad de ser una despedida. “Llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”. Un presidente en ejercicio que se da el lujo de ponerle épica y poética a su mensaje final. Ese día, bajo un duro clima, soportó las ráfagas de viento y pagó caro con su salud. Pero el gran enigma político quedó sin resolver. ¿Quién sería el heredero? ¿Cómo se decidiría la continuidad del peronismo? En un discurso de trece minutos, con la voz resquebrajada, dio su sentencia final: “Mi único heredero es el pueblo”. Enorme frase que, sin embargo, dejó abierto, e irresuelto, un enorme y dramático dilema. Apenas diecinueve días después, con casi 79 años, el corazón de Perón dejó de latir, y emergió un vacío del tamaño de su inmensa figura. Se iba el hombre que, por presencia o ausencia, había sido el centro solar de la constelación política y social argentina, y a partir de ese momento, todos los planetas que giraban a su alrededor se dispararon en diferentes direcciones, como si hubiese ocurrido una gran explosión.
La muerte de Perón ocasionó un drástico cambio en el escenario político, un vacío de poder que de ninguna manera pudieron llenar las instituciones constitucionales, y que múltiples actores se prepararon a ocupar. La disputa fue a sangre y fuego, con huelgas y movilizaciones, con pronunciamientos militares, con atentados y asesinatos, un caos inmanejable. Pero de ninguna manera eso empezó con la muerte de Perón. Fue mucho antes.
La muerte del líder estaba siendo esperada y anunciada desde hacía décadas. Intentos de asesinarlo hubo muchos, el más brutal fue la masacre en Plaza de Mayo con los bombardeos de junio de 1955. Y el anuncio del fin del peronismo fue cíclico, cotinúa hasta hoy.
Perón acumuló fuerzas para lograr su regreso a la Argentina y al poder. Contaba entonces con simpatías que en los años 50 no tenía. Se sumaron las juventudes universitarias, extensos sectores de la clase media, devotos cristianos de opción por lo pobres, sectores crecientes de la izquierda, la derecha nacionalista, los apoyos de siempre del movimiento obrero organizado y los sectores populares en general. “Peronistas somos todos”, dijo el general. El gran problema era cómo contener esa poderosa y frágil unanimidad, esa suma de tempestades que sólo se mantenía unida, llena de recelos, bajo su figura excluyente.
El liderazgo carismático de Perón jamás tuvo la característica de ser incuestionado. No se lo ponía en jaque a él, pero sí a sus decisiones. Como todo liderazgo, es un fenómeno que no va sólo de arriba hacia abajo, sino que en gran medida se construye también desde sus cimientos. Muchas veces se olvida que un liderazgo político es una construcción social. Se tiende a revisar con minuciosidad la personalidad del líder, como si allí radicara el secreto de una magia que en realidad emana desde otro lado, desde las multitudes que lo sostienen. Es una simbiosis de las más complejas que existen. Tener un líder es una herramienta colosal para los sectores populares, permite lograr unidad y fuerza. Por eso la muerte o defección de un líder es un duro golpe, una orfandad, una debilidad.
Cuando Lanusse, en 1971, propuso el Gran Acuerdo Nacional para tratar de darle una salida honorable a las fuerzas armadas, en realidad ya estaba acorralado, el pueblo argentino en sus múltiples formas organizativas e ideológicas estaba en llamas desde el Cordobazo en adelante. Los sectores dominantes y las fuerzas armadas aceptan el regreso de Perón buscando un bombero, un genio que vuelva a poner en la lámpara a todos los demonios desperdigados.
Como si fuera una tragedia griega, Perón se entregó a lo que parecía ya inevitable: su regreso al poder, y su muerte.
Más allá de sus disputas con Lanusse y el cronograma electoral, es válido pensar que la candidatura de Héctor Cámpora fue una forma de recuperar ese poder sin tener que someterse al ajetreo cotidiano que demanda una presidencia efectiva. Pero esta decisión generó muchas resistencias, sobre todo de la CGT y de su círculo íntimo. Le proponían otras candidaturas como la de Antonio Cafiero. La masacre de Ezeiza, el asesinato de José Rucci, los gritos contra Isabel y López Rega, la interna sangrienta, le fueron demostrando a Perón que no le quedaba tiempo para ordenar el movimiento y sacar adelante a la Argentina. Obligó a Cámpora a renunciar y se convirtió en presidente con el récord imbatible del 62% de los votos. Después de algunos intentos de poner al líder de la UCR, Ricardo Balbín, como candidato a vice, y recibir una fuerte oposición, se decidió por su esposa, Isabel Martínez. Una solución que él mismo veía inviable pero no pudo evitar: ”¡No podemos cometer el mismo error que en 1951! Y además no tengo salud y es muy posible que no termine mi período presidencial. No quiero dejar a Isabel expuesta a semejante situación”.
Toda la Argentina quedó expuesta a semejante situación. Llegó a despedirse de las multitudes que lo amaron, pero no le alcanzó para resguardar a la Argentina del abismo que se empezaba a dibujar.