El 12 de junio de 1974, Juan Domingo Perón pronunció su último discurso en el balcón de la Casa Rosada, frente a una multitud que los escuchaba atentamente. Terminó esas palabras con un fraseo poético que iba a resultar su despedida: “Llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.
La oración es excepcional por varias cualidades: por su belleza conceptual y, también, porque fueron las últimas palabras de un hombre que solía disfrutar de la conversación con las mayorías en las calles hacia eso siempre tan esquivo y pretencioso que llamamos “Historia”. Pero hay, además, una cuestión literaria en esa frase de gramática enrevesada: lo habitual en español sería decir “la música más maravillosa” pero, vaya uno a saber por qué, Perón decidió homenajear a su contrincante literario más agudo, el escritor Jorge Luis Borges utilizando un recurso anglosajón en la construcción de ese hermoso adiós. La más maravillosa música, dijo. “The most wonderful music”, parece haber dicho, haciéndole un guiño entre cómplice e irónico, al único individuo –otra excepcionalidad- que pudo haberle disputado alguna vez los caprichos del sentido al “idioma de los argentinos” que ambos compartían.
Unas horas antes de esta cinta de Moebius literaria, Perón había pronunciado en cadena nacional unas palabras medulares para el desarrollo económico y político que atravesaba la Argentina. No me detendré en ese discurso, pero sí quisiera resaltar un párrafo: “Yo vine al país para unir y no para fomentar la desunión entre los argentinos. Yo vine al país para lanzar un proceso de liberación nacional y no para consolidar la dependencia. Yo vine al país para brindarle seguridad a nuestros conciudadanos y lanzar una revolución en paz y armonía y no para permitir que vivan temerosos quienes están empeñados en la gran tarea de edificar el destino común. Yo vine para ayudar a reconstruir el hombre argentino, destruido por largos años de sometimiento político, económico y social”.
En su libro póstumo Humanismo, impugnación y resistencia, Horacio González realiza un alto en la lectura para desmenuzar ese término utilizado por Perón: “el hombre argentino” y pone a jugar el concepto con la tradición humanista de la que el propio general se hace cargo. Extraño giro el de Perón. Denota, obviamente, la posibilidad de la existencia de un arquetipo nacional, un “ser nacional”, por ejemplo, pero también sugiere algo más sutil, más doméstico, que incluye formas de ejercer individualmente, de manera íntima, privada, digamos, aquello que podría denominarse la argentinidad. ¿Existió algo semejante alguna vez? ¿Existe aún? ¿Quedan resquicios que un buen antropólogo podría desenterrar de lo que en nosotros habita de lo colectivo? ¿Es ese “hombre argentino” el famoso “espíritu de la tierra” del que hablaba Raúl Scalabrini Ortiz en su libro El hombre que está solo y espera?
¿Es Perón la encarnación de ese arquetipo de nacionalidad que el propio Perón reclama ese 12 de junio? ¿Es ese “hombre argentino” el modelo de “ser nacional” que reclama para sí mismo? Uno de las temáticas sobre la que siempre vuelve el peronismo, y diría que la cultura de la primera mitad del siglo XX, fue el de los personalismos, el de la construcción de líderes políticos que pudieran completar el vacío dejado por la muerte de los grandes relatos religiosos. Al calor de los Estados Nacionales y de los grandes constructores o reconstructores, liderazgos fuertes se centraron en tareas con características parecidas aun cuando difirieran ideológica y metodológicamente: me refiero a los hombres providenciales. Perón en la década del cuarenta se abocó, por ejemplo, a la construcción de “una nueva Argentina”.
Sin dudas, ese “hombre argentino” es el “descamisado” –no es una construcción simbólica del propio Perón, él no sería tan poco elegante de proponerse a sí mismo, ya que, entre otras cosas, reclamaba para sí otro rol importante-, el trabajador común y corriente, el que pertenecía a la única clase de la nueva Argentina, “los que trabajan” y de la que Perón se reconocía como “el primero de ellos”, el primus inter pares.
Quizás el reclamo de excepcionalidad más importante que Perón guarda para sí mismo es el de “conductor” de esa nueva Argentina que construía. En las clases del Comando Superior Justicialista, ofrecidas en 1951, y que después fueron recogidas por ese texto medular que se tituló Conducción política, Perón explicaba que la conducción era un arte que se podía aprender pero que era innato, que podían incluirse algunas técnicas, perfeccionarse, pero era imposible aprehenderlo si no se tenían las condiciones necesarias. Como ejemplo, ponía a la ya famosa mula del mariscal de Sajonia. Pero en esas clases también delimitó la excepcionalidad del conductor –también lo recuerda González en su libro citado anteriormente-: existe una ideología, existe una doctrina, pero, en última instancia (o en primera) define la política el buen arte del conductor. Y un buen conductor, dice, es el que acierta. “Conduce el que gana y gana el conduce”, podría resumirse el axioma.
Posiblemente esa sea la clave de la persistencia –José Pablo Feinmann dixit- de un movimiento que sobrevivió en medio siglo a la figura de su creador. La excepcionalidad de la conducción, es decir, la no sujeción a un partido, a una ideología, incluso a su propia doctrina, la prerrogativa del líder, el privilegio de la lealtad de quienes reconocen esa conducción mientras ella sea asertiva y acertada.
Ese reclamo de excepcionalidad permitió al peronismo desarrollar un pensamiento eminentemente estratégico –ya lo explico Jorge Bolívar hace muchísimos años- que le facilitó surfear las olas de la “fortuna política”, en tiempos maquiavelianos, planear los “vientos de la historia” y constituirse en un “príncipe colectivo”, diseñado siempre desde una mirada retrospectiva.
Perón, que como sabemos fue un hombre que jugó a las paradojas tan eficazmente como Borges, logró, al reclamar la excepcionalidad para sí mismo, que ese privilegio fuera transmitido a sus sucesores a través de una sola cláusula: la victoria política. Posiblemente así pueda entenderse la frase final del viejo general en la Plaza de Mayo frente a la multitud que lo despedía: “la más maravillosa música”. No era solo una apelación romántica –en sentido decimonónico del término- era una declaración política.
Ese año en que Perón moría, la filósofa Hannah Arendt escribía en su texto Sobre la violencia, que el poder dependía del número, de la legitimidad. Perón, que siempre se movió, contra su voluntad, en un mundo de violencias –nada más alejado del poder, según la autora de La condición humana que la violencia- comprendió el manejo del poder como nadie. El poder siempre fue esa “música maravillosa” que diferencia a un conductor, reclamo de excepcionalidad incluido, de un tirano, de un ejecutor sin alma, o de un mesiánico delirante.
* Politólogo.