Atahualpa Yupanqui, 1981

“Yo creo en la intuición y en el azar en el momento de la toma, y luego sobreviene otra instancia, la de la elección, un diálogo interior con la foto, una tarea de redescubrimiento, a ver qué hice”. A veces la narrativa de Eduardo Grossman sobre su trabajo, su oficio, su arte, impresiona hacia cierta relativización, como si no terminara de conjugarse con esto de ser uno de los mejores fotógrafos argentinos del último medio siglo, y acaso el más reconocido retratista entre sus pares. “Siempre me sentí como alguien a quien las cosas le pasan por casualidad”, dice, por ejemplo, Grossman. Lo dice en la galería ArtexArte, donde el miércoles pasado se inauguró Nueva Antología, una formidable muestra de ciento treinta y una fotografías tomadas entre 1972, Buenos Aires y 2018, Londres. En simultáneo ArtexArte presenta un libro precioso, ciento cincuenta páginas que contienen casi la totalidad de las imágenes exhibidas y unos escritos autobiográficos en torno a recorridos, inquietudes, medios periodísticos por los que pasó, afectos, territorios. Un acontecimiento, porque se trata además del primer libro grande, que acerca escala con la calidad y la importancia histórica de la obra de Grossman.

“En los últimos meses de 2023 Gastón Deleaux, que es el director de ArtexArte, y Ataúlfo Pérez Aznar, a quien conozco desde hace mucho, me propusieron hacer una retrospectiva”, rebobina Grossman. “Yo estaba por irme a Miramar, donde paso cuatro o cinco meses al año, así que les dije que no, que era muy pronto, convencido de que no me iba a dar el tiempo, que iba a ser un quilombo. Pero bueno, tanto Gastón como Ataúlfo son personas ejecutivas, un poco insistieron y me convencieron”. Con ambos, por separado, había trazado antes proyectos que tropezaron contra detalles como faltas de presupuesto o epidemia de covid, pero esta vez la cosa se encaminó: Grossman se llevó a la casa de la playa un disco externo con su archivo y después el dúo dinámico se acercó a su departamento en La Boca para ver las copias que había impreso unos cuantos años atrás, lo que desembocó en que solo fuera necesario imprimir una tercera parte de las que componen la muestra. “Y la sorpresa es que dio el presupuesto para hacer un libro, cosa que en principio también rechacé, porque decía ‘no, un libro es una cosa seria’; yo estaba con un proyecto que incluía muchas más fotos mías, desde la infancia hasta la actualidad, y el libro siempre me pareció una cosa lejana, que tenía que tener muy buenos textos... Creo que nunca lo iba a hacer”. Se ríe, Grossman, y dice que en este se dio unos cuantos gustos personales: el azul y amarillo de la portada, por caso, sintoniza con su amor por el barrio y con el equipo del que es hincha fanático. “La foto de la tapa es muy poco conocida y es de las primeras que hice en mi vida”, cuenta. “Es la imagen de un arcángel sin alas que por fortuitas causas cayó en mi poder cuando todavía era soltero (y digo esto porque casi nunca fui soltero, hace 52 años que estoy con Chela). Yo estudiaba arquitectura y con unos compañeros alquilábamos un bulo en Ugarteche y Las Heras, para quedarnos por la noche dibujando las entregas. Cuando todavía no era fotógrafo monté ahí, en un cuartucho miserable, mi primer laboratorio. En otra habitación había un psicólogo que tenía el berretín de restaurador, pero un día dejó de pagar, se fue, dejó todo tirado, y ahí estaba esta figura de yeso, muy frágil, muy linda. Al poco tiempo abandoné la facultad, dejé ese lugar y me la llevé a otro departamento, que estaba totalmente vacío: ahí hice la foto. Al arcángel lo tuve conmigo toda la vida”.

Héctor Cámpora parte a México como embajador, 1974

EN TODOS LOS FOTÓGRAFOS HAY MUCHOS FOTÓGRAFOS

En las paredes de la planta baja de hay cuarenta y cinco retratos en blanco y negro, muchos de ellos icónicos: Atahualpa Yupanqui abrazado a su guitarra junto a unos claveles, Federico Peralta Ramos y sus ojos transparentes en primerísimo plano, el Polaco Goyeneche ante una pared que carga muñequitas y pinturas con su imagen, Illia sirviéndose agua en un bar sentado frente a un pocillo de café, Borges lapicera en mano escribiendo un libro, la cara muy pegada al papel. También hay otros prácticamente desconocidos de Isidoro Blaisten, León Gieco, Elis Regina, Sixto Palavecino, Bárbara Mujica, Guillermo Saccomanno. “Los retratos, dentro de mi obra personal, comienzan con trabajos para la revista Humor, en 1978”, plantea Grossman. “Para mí siempre se han cruzado los caminos entre expresión personal y encargo profesional. No sentía el retrato como algo propio más allá del personaje, pero fui descubriéndolo de a poco”. Ya en 1982 hizo una primera muestra, armada a pulso en el estudio del pintor Castagnino en San Telmo; nueve años después Sara Facio, que lo invitó a montar otra serie en la Fotogalería del Teatro San Martín, lo ponderaba como uno de los grandes retratistas del país. “Al publicar en una revista que llegó a vender 250.000 ejemplares, mucha gente me conoció gracias a eso”, dice. “Tengo diez veces más retratados que los que están en esta muestra, pero cuando busco y rebusco llego a lo sumo a unos cincuenta, que son los que para mí juntan expresividad y calidad técnica. Y después está eso inefable, que es que me guste; tengo retratos en los que me cae bien el personaje, pero a la foto... le falta algo”.

Le pasó eso con sus fotos de Mercedes Sosa, dice: le hizo centenares, pero ninguna lo termina de convencer. Se quedó con ganas de hacerse amigo de Oski, el dibujante, “un tipo maravilloso”, a quien retrató en el bar La Paz. La de Alejandro Dolina fumando es otra foto icónica: “Fuimos amigos de la primera juventud, jugamos al fútbol un montón, un tipo cada vez más genial, al que escucho todas las noches desde hace cuarenta y pico de años”. Con Charly García se cruzó mil veces, dice: “Era demasiado personaje, en cada sesión de fotos era una historia. Amigos no fuimos nunca, pero nos recontra conocíamos. Y en un recital en el que estaba sacando fotos me reputeó, ¡y a continuación me empezó a putear todo el mundo! Qué tipo increíble”. El retrato de Borges es precioso: “Pero bueno, eso fue una casualidad total”, dice. “Yo pasaba todos los días por Galería del Este y él estaba firmando ejemplares en la Librería del Retiro: como estaba con la cámara, le hice unas diez fotos. Con los retratos uno se pregunta: si en vez de Borges fuera mi papá, ¿la foto sería tan buena? Es casi imposibe saberlo. Ese es el peligro del retrato: muchas veces no podés soslayar el peso del personaje”.

Estrella Patagónica, 1972

En la planta baja de la galería hay también un par de vitrinas con insignias de su trabajo. Isabel Sarli en la portada de Playboy, Charly en la de Caín, Federico Moura en la de Soy; una serie de copias en miniatura de Alfredo Alcón; cajitas de rollos, carnets de prensa, acreditaciones para cubrir las llegadas al país de François Miterrand o Juan Pablo II en 1987; catálogos de muestras previas, entre ellos uno llamado 4F que refiere a una compartida con Carlos Bosch, Adriana Lestido y Oscar Pintor; una libreta de apuntes para Grises peces viscosos, una serie de imágenes con actores que recrean escenas de los libros de Roberto Arlt, uno de sus escritores favoritos: “...otra posibilidad es que todas las fotos estén protagonizadas por un personaje principal que siempre sea Arlt como protagonistas de sus novelas”.

En los otros dos pisos de ArtexArte se despliegan otras series, que en el libro aparecen como capítulos. Inicios: una draga monstruosa en Dock Sud, el Estrella Patagonia en el Riachuelo; Periodismo: Cámpora que saluda en la puerta del avión que lo llevará a México, un oligarca y un paisano que asoman de perfil sobre el lomo de una vaca en la Rural, Alfonsín en el balcón de Casa Rosada tras el levantamiento militar de Semana Santa; Europa, con predominio de imágenes de un viaje con Chela en 1975 por Lisboa, Londres, Nápoles; Buenos Aires, un rinoceronte en el zoológico, palomas y barcos en la niebla del viejo Puerto Madero, escenas de carnaval en Barracas, bares, esquinas, y La Boca, siempre; Álbum, fotos familiares no convencionales, en la que también aparecen amigos y abundan imágenes de Miramar.

Tomando sol en autopista barracas, 1986

“Me gusta más la idea de antología que de retrospectiva, porque es una selección de trabajos en los que, si bien están repartidos en el tiempo, prima más un aspecto visual que temporal”, dice Grossman. “La antología anterior, que hice con la curaduría de Marcos Zimmerman, tenía más capítulos y estilos, y el concepto se basaba en mi eclecticismo, en que yo había hecho de todo: fotos abstractas, de moda, series temáticas, retratos, periodismo... Esta tiene un recorrido más circular, como que es mucho más fácil reconocer una de mis miradas. En general suele instalarse una visión sobre la obra de alguien, y el caso emblemático es el de Jorge Aguirre, que hacía una foto de una agudeza, una perfección y una gracia únicas, pero él ya había hecho eso y quería hacer otra cosa, así que empezó a hacer experimentos visuales con fuegos. Y entonces le decían: ‘¿Por qué no sigue haciendo lo otro, que era mejor?’ Bueno, porque el tipo es un artista, hace lo que quiere. Abrite un poco, dejá que se exprese. Para mí era una obra genial Papeles quemados. Un poco me pasó con los retratos, en el sentido de que Humor tuvo mucha fuerza, pegó en toda una generación, y entonces para alguna gente que no siga haciéndolos es, uf... En mí, y en todos los fotógrafos, hay muchos fotógrafos”.

En tren de apertura, a Grossman le interesa relativizar el parteaguas entre fotoperiodismo y la fotografía de autor. “En todas mis discusiones, mi única militancia real en el oficio, es defender un espacio expresivo para la fotografía aún dentro del periodismo, donde cualquier foto que uno haga por encargo periodístico puede tener el mismo valor que la que hacés el fin de semana caminando por la calle, o más todavía incluso si está bien lograda. Muchas de las fotos podrían estar en cualquiera de las dos áreas. Y en realidad, las fotos más personales no son las que no son periodísticas sino aquellas que hago cuando no estoy trabajando, esa es la única diferencia”.

Eduardo Grossman (Foto: Tito La Penna)

QUE TE PROVOQUE ALGO

Grossman nació el 5 de octubre de 1946, en el centro de Buenos Aires, y se crió en Munro. A los doce se mudó con su familia a Barrio Norte: “Todavía funcionaban el tranvía y el trolebús”, apunta, y también que se refugió en la lectura y el jazz. “Entré a Arquitectura porque no sabía qué hacer con mi vida. En la UBA había un departamento de orientación vocacional, hice un test y la máquina escupió eso: Arquitectura. Era un pésimo estudiante, estuve seis años y aprobé tres, era malísimo dibujando. La universidad contribuyó en mi preparación en la vida, en la política, en la participación, en pensar la sociedad, en mi relación con la gente. Ya en el secundario simpatizaba con el peronismo, y en la facultad pasaba algo raro: los únicos peronistas éramos Juan José Camero y yo (se ríe). Ahí estabas con el PC o estabas con los garcas”.

De adolescente había incorporado nociones básicas de laboratorio, porque a su mejor amigo del colegio le gustaba la foto y había armado uno en la piecita de su casa: “Ahí aprendí a revelar rollos, a hacer copias. Y después, para ganarme el mango, empecé a hacer trabajos para los arquitectos, para los estudios: te pedían fotografiar un terreno, o documentación, reproducciones de planos”. Para 1970 su arquitectura languidecía y apareció un trabajo en el departamento publicitario de Renault; al año siguiente compró con un socio una Zenza Brónica, con la que sacaría las primeras fotos que atesora: algunas están en la muestra. Cartier-Bresson era el único referente fotográfico que conocía, dice; de aquel tiempo recuerda una exposición de La familia del hombre, la descomunal muestra itinerante de Edward Steichen.

A fines de 1973, a poco de salir a la calle el diario Noticias, lo convocaron para la redacción. “Yo no tenía equipo, así que Carlos Bosch me prestó uno que tenía en desuso”, rememora. “Oscar Smoje era el director de arte del diario, y Carlos era el segundo en la pirámide. Fue mi primer trabajo periodístico serio, hasta ahí apenas había trabajado en una revistucha. En el diario había gente que estaba por vocación militante; yo, más allá de la simpatía por el peronismo, no tenía una conexión política. Fue una época de muchísima tensión: ser fotógrafo de Noticias era estar en la línea de fuego. Y luego aparecen las Tres A. Siempre había que buscar una estrategia para que no sepan quién eras si estabas sacando fotos en el bando contrario, y aun en el propio bando tenías que tener cuidado, porque estaba lleno de comisarios políticos. Mucha adrenalina. Al diario lo cierran en agosto del ’74, después de la muerte de Perón: cubrí el funeral. Y en el ’75 entraron a la casa en la que vivíamos con Chela, dieron vuelta todo. Plata no teníamos, así que... Pero nos cagamos en las patas: estaba Isabelita, el clima de violencia en Buenos Aires era de terror, aparecían muertos por todos lados. Vendimos el departamento y nos fuimos ocho meses a Europa”.

Federico Moura, 1987

Tuvo una hepatitis áspera, larga, cuando el golpe del ’76. Para entonces era parte de la agencia Sigla, una cooperativa de ex fotógrafos del diario, entre quienes estaban César Cichero, Juan Travnik, Jorge Aguirre, entre otros. Clandestinamente le pasaban materiales a los fotógrafos de agencias y medios del exterior: “Fotos de represión en las canchas, actos de milicos, cosas que pudieran servir para la campaña contra el Mundial 78, sobre todo en Europa”, cuenta. “Nos encontrábamos en una esquina o en un café y les pasábamos los rollos por debajo de la mesa”. Entre el 82 y el 85 trabajó para los medios de Perfil y al año siguiente montó otra agencia con Tito La Penna para las publicaciones de Ediciones de la Urraca. Luego llegaría su temporada en Clarín, de 1991 a 2009: allí se retiró como editor fotográfico de la revista Ñ, y desde entonces se dedicó a sus proyectos personales. “Hice muchos trabajos experimentales; no es que llevé la fotografía a límites insospechados, pero con la cámara digital, por ejemplo, hice varias muestras de fotos ‘abstractas’, manchas que se asociaban con la pintura”, dice Grossman. “Un proyecto que se llamaba ‘Concreto’. Yo había estudiado unos años metafísica y filosofía y teorizaba sobre la fotografía, pero con los años me fui aburriendo de los discursos teóricos. Me di cuenta de que la comunicación tiene que ser concreta, que hay que acecarse más a lo que es la música: que te provoque algo, sea una emoción o ganas de reflexionar, pero algo. No sé si esto viene con la edad o qué, pero cada vez me pasa más que veo muestras de fotografía con una indiferencia que me molesta. Es una cosa individual, por supuesto. Pero de vez en cuando eso aparece: me pasó con la obra de Pablo Piovano, El costo humano de los agrotóxicos. Prescindiendo de lo temático, que por supuesto está, creo que logró una fuerza formal que hizo que el tema importara”.

Grossman destaca el trabajo de Ataúlfo Pérez Aznar en el armado de la muestra, dice que él por su cuenta no podría haberla organizado. “Nos conocemos desde los ’80, cuando creamos un grupo de fotógrafos independientes que se llamó Núcleo de Autores Fotográficos, en el que estaban todos tipos que son importantes en la historia contemporánea de la foto argentina”, dice. “Fue un espacio muy fructífero de reflexión y debate, con exposiciones colectivas”. Subraya, Grossman, lo colectivo: “Junto con otros fotógrafos luchamos por un lugar de identificación de la fotografía dentro del periodismo. Y lo conseguimos, no fue una lucha estéril. Después cambiaron las épocas. Está última década es de una decadencia absoluta en los medios gráficos: ya nadie les exige calidad”. ¿Qué expectativa tiene con la muestra? “En definitiva, acá hay unas fotos colgadas en las paredes, con un montón de gente que las va a ver: pasará algo o no pasará nada, todo se reduce a eso”, dice Grossman. “Nunca me sentí no reconocido, no comprendido, ni víctima del mundo cruel. Me hubiera gustado ser mejor fotógrafo, porque yo conozco fotógrafos mucho mejores que yo, y a esto no lo digo con falsa humildad. Pero estoy orgulloso de lo mejor que pude hacer, que es esto”.

Nueva antología se exhibe en ArtexArte, Lavalleja 1062. De martes a viernes, de 14 a 20, y sábado de 15 a 19. Gratis.