Caminar por el lado salvaje

“Hace un tiempo, volvía de dar una charla sobre los límites de lo retratable y me crucé a un hombre inyectándose en el metro, con los pantalones bajos. Un yonqui a quien no podía fotografiar sin hacerlo perder su dignidad. Así que no lo hice. También mis imágenes se nutren de lo que veo pero que, por alguna razón, prefiero no contar”, cuenta el fotógrafo inglés Akinbode Akinbiyi, que ha construido su obra a partir de visitar cientos de ciudades recorriéndolas a pie. Nacido a fines de los cuarenta, de padres nigerianos, creció entre Oxford y la ciudad de Lagos, en Nigeria, mientras estudiaba literatura y fotografía. No es extraño, entonces, que su mirada se detenga en los detalles que evidencian aspectos políticos (poscoloniales, dice él) de la trama urbana. Las diferencias raciales, los estallidos sociales, el cambio cultural, las formas del amor y del odio constituyen el sustrato de su lenguaje fotográfico. Todos estos cruces se evidencian en Being, seeing, wandering, un libro que reúne su obra desde los noventa en adelante. Ya sea que esté en Bamako, Berlín, Lagos o Durban, el fotógrafo utiliza su cámara para investigar las estructuras sociales en los espacios urbanos. El libro celebra, además el premio Hannah Höch que se le otorgará este año en Berlín por su obra. Si bien ha retratado el continente africano a través de Lagos, El Cairo, Kinshasa y Johannesburgo, también se ha detenido en lugares como Dakar, Chicago o San Pablo. “Las ciudades me eligieron. Uno cree que elige pero es al revés”, explica. Una vez en esa vorágine, él decide qué mostrar y qué callar. Porque somos las personas quienes damos vida a las ciudades con nuestra singularidad y hasta con ciertos raros momentos de grandeza. La mayoría de las veces, sin embargo, somos yonquis en el metro, perdidos, necesitados de la mirada compasiva de los otros.

Un reloj de dos millones

El alemán Heinrich Huttner viene esperando este momento desde 2019, cuando logró comprar un pequeño reloj Bulova con una inscripción peculiar en el reverso: “JFK 12-25-42”. Aunque la historia empezó antes. Huttner es experto en joyería y desde mediados de los noventa venía regateando con quien entonces era dueño del reloj de fabricación suiza. “Yo tenía toda la sospecha de que había pertenecido a John Kennedy pero no tenía cómo probarlo”, contó. Su vecino lo había comprado en un mercado de Boston por 280 dólares y también sospechaba lo mismo. Por eso, pedía una suma que Huttner no podía pagar y diez años después, llegaron a un acuerdo. Luego Huttner accedió al archivo digital de la Universidad de Chicago, que atesora unas 4800 imágenes de los Kennedy. Y ahí encontró una del jovencísimo John con su flamante reloj. Entonces, logró reconstruir la historia. Parece que el Bulova fue un regalo que le hizo su familia al joven John a los 25 años. Pero él amaba demasiado el juego y las apuestas y lo perdió en alguna de esas escaramuzas. Los años pasaron y no se sabe bien por qué terminó en un mercado callejero. “Yo había perdido las esperanzas pero la novia de mi hijo me sugirió buscar material en archivos. Así dimos uno donde había cincuenta fotos de Kennedy jugando a las cartas. En una, tomada el 27 de diciembre de 1942, John lucía el reloj. No podía creerlo”, se entusiasma Huttner. El Bulova será subastado por Christie’s por una cifra que ronda los dos millones de dólares.

Los alces y el burro

Max Fennell, un cazador del norte de California, compartió en redes un video singular donde se ve a un grupo de alces salvajes pastando muy tranquilos en medio de la pradera. El asunto es que uno de los bichos no era alce: era un burro. Sin embargo, se comportaba como uno más del alegre montón. “Ese es mi burro!”, exclamó Terry Drewry cuando vio el video. La mujer y su marido Dave lo habían adoptado como mascota, bautizándolo como Diesel. Ellos viven en un rancho cerca de Auburn. Ahí se crió Diesel junto a otros animales. Cino años antes, Dave lo había llevado a una excursión por el desierto de Cache Creek, cerca de Clear Lake, y estaban en un sendero cuando algo, quizás otro animal, asustó a Diesel, que se escapó. Los Drewry lo buscaron en vano, aunque una cámara de seguimiento lo detectó y las huellas de sus cascos mostraron que estaba vivo. “Fue increíble. Finalmente sabemos que está bien”, dijo Terrie. La manada de alces está a pocos kilómetros de donde Diesel desapareció, en una zona donde no hay burros salvajes. “Dos criaturas completamente diferentes aprenden a llevarse bien y a ser la familia del otro. Eso nos llena de orgullo”, dijo Terrie. La mujer afirmó que incluso hay señales de que Diesel está defendiendo a su nueva familia de los depredadores. “Ha matado coyotes para proteger a la manada” enfatizó. Y agregó: “Atraparlo sería casi imposible y no nos interesa hacerlo. Ahora es un burro salvaje y encontró una nueva familia”.

Para siempre

“Yo no buscaba a Fellini. Pero estoy feliz de haberlo encontrado”, dice el productor televisivo Dominic Sciullo mientras recorre la muestra “Fellini Forever” que por estos días se abre en Toronto, en el marco del Festival de Cine Italiano Contemporáneo. Es que los objetos del director italiano están ahí, como parte de una auténtica historia extraordinaria, digna de sus películas. Sciullo estaba viajando por Roma en 2019 cuando un conocido le presentó a Roberto Mannoni, el productor de Fellini que por entonces tenía 87 años. Antes de morir, la actriz Guiletta Massina, la esposa del director le había encargado a Mannoni una misión. Y así es cómo guió a Sciullo hasta el estudio fílmico Cinecittá. Y ahí estaba el tesoro que Mannoni salvaguardaba: todos los objetos de Fellini, desde su sombrero, su bufanda y sus lentes oscuros hasta sus cuadernos de trabajo. Y también, obviamente, kilómetros de cintas con materiales inéditos, publicidades y cosas que Fellini fue atesorando por su inveterado deseo de filmar y dejar registro. Pero eso no era todo: Mannoni le estaba ofreciendo venderle toda la colección. “Yo no sabía si reírme o llorar. No había llegado ahí para comprar nada. Estaba entre extasiado y asustadísimo”, confiesa Sciullo, que vive en Toronto y que volvió a Canadá para asociarse con algunos amigos y reunir el dinero suficiente como para comprar la colección “por una cifra discreta pero significativa”, revela. Así es como el archivo viajó en barco y ahora descansa en la Universidad de Toronto. Más específicamente, en un edificio de la calle Caledonia que, quizás como un guiño inesperado, tiene reminisencias de arquitectura italiana de posguerra. Pero no es eso lo esencial sino el hecho de que el edificio tiene la temperatura y condiciones adecuadas para albergar un archivo frágil. Entre los tesoros, está el guion incompleto de un film que Fellini quería hacer en Venecia y los de Intervista y La vocce della luna. Ahora, la universidad está buscando la manera de recolectar los 300 o 400 mil dólares necesarios para digitalizar el archivo, entre otras tareas. El detalle no menor es que parte de los objetos se utilizaron para recrear la oficina real del italiano, como parte de la flamante muestra. “Me pregunto cómo fue posible que todo esto llegue acá”, reconoce con entusiasmo el investigador especializado en cine Alberto Zambenedetti que no puede calificar el asunto más que como “una rareza maravillosa”. Otra por las cuales Fellini seguirá siendo recordado.