Victoria Villarruel tiene una estrategia, mejor dicho tiene una política de la voz que consiste en repetir su credo antidemocrático, con una voz que grita, aguda, sin detenerse y que se agudiza más como un clarín que una vuvuzela. Voz que acalla la del otro, dedicada a repetir amenazante, su “prontuario” de subversivo. Y es una lástima que lleve el mismo nombre que muchas hijas de militantes de las organizaciones revolucionarias de los años 70, sólo que con el sentido contrario: “victoria” del ejército.

Durante el debate sobre la ley Bases, el senador Wado de Pedro tomó la palabra para hacer una democrática petición ante la entonces presidenta de la sesión, Victoria Villarruel : Hay una moción de orden, presidente, del senador Vischi, que es de dos senadores por cada bloque, para que puedan constituir una comisión para conversar con las autoridades para tratar de frenar la represión”, explicó, mientras en la calle la policía gaseaba diputados, vendedores de hamburguesas y una multitud ordenada en torno a las banderas de la protesta, con gas pimienta, y gases lacrimógenos en una versión buffa e irritante del ZYKLON-B usado por los nazis. Las balas de goma eran los clásicos de agujerear la carne.

En el libro Una voz y nada más de Mladen Dólar quien, deteniéndose en la voz con pretendida exhaustividad, no lo hizo en el género más que para ubicar la voz del lado de la madre –“¿no es la voz de la madre la primera conexión problemática con el otro?”–, cotejar la asociación entre la “voz sin sentido y la feminidad “, y entre “el texto, la significación y la masculinidad”( Mejor no nos detengamos aquí: un Freud vintage).

En el capítulo dedicado a la voz en política, Dólar encuentra más fácil ocuparse de la voz totalitaria, como si la democrática lo sumergieran en las complejidades de la retórica y sus figuras que suelen comprometer, determinadas entonaciones, ritmos, cadencias.

Luego de pedir disculpas por sus simplificaciones que compensa con la importancia de sus objetos de estudio –Hitler y Stalin–, Dólar dice que existe una diferencia sustancial entre la voz en el fascismo y en el stalinismo: “El Führer bien puede ser el jefe del gobierno del Tercer Reich, comandante en jefe del ejército y desempeñar muchas funciones políticas, y sin embargo no es el Führer en virtud de las funciones políticas con que resulta estar investido, ni por elección, ni a partir de sus capacidades. Es la relación de la voz lo que lo hace ser el Führer y el lazo que vincula con él a los súbditos es puesto en acto por un lazo vocal, su otra parte es la respuesta a la voz mediante la aclamación masiva, que es un rasgo esencial del discurso”. El Führer legislaría a viva voz, sustituyendo a la ley, es decir suspendiéndola. El modelo expositor stalinista sería, en cambio, el de alguien que lee evitando todo toque personal, cuanto más inexpresivo sea –al igual que el empleado del registro civil cuando enumera las obligaciones de los esposos durante la celebración de un matrimonio a la manera de una canilla que gotea–, “cuanto más parezca desconocer el texto que lee, más encarnará su lugar de instrumento de las leyes históricas, de monocorde apéndice de la letra escrita”.

Las mujeres posan con la voz, es una ocurrencia. Miman una voz cuando escriben o le ponen una voz a lo que escriben otros. Sus políticas de la voz tienen estrategias que ellas usan simultáneamente sin que una sobrepase a la otra en frecuencia y en intensidad: el austero énfasis pedagógico (“yo sólo sé para que ustedes sepan mañana”), el quiebre emocional y público (“mis palabras me ahogan y, como no puedo decirlas, son la pura verdad”), el trino de la feminidad (“no merezco los graves de la voz de mando”).

Antes de decir, tanto Victoria Ocampo como Eva Perón posan con la voz para hacer de otras, la primera de personajes de autor como la recitadora de Le Roi David de Honegger o la Perséphone de Stravinsky, la segunda de otras grandes que profetizan la propia grandeza. En Eva, la actriz modula una dulzura persuasiva, una firmeza en donde no hace más que remedar a la de Catalina la Grande, a Juana de Austria, a Isadora Duncan (personajes que ha hecho en la radio), ebria de su papel, incorpórea en un sueño de fusión con quienes la escuchan. Esas cuerdas sólo se quebrarán por el peso múltiple –durante la escena del renunciamiento– de las voces populares que se encarnan en la propia. Los discursos políticos dichos por Eva tienen autor, pero su voz, enunciada como ventrílocua de la del pueblo, difumina esa autoría puesto que impide apropiársela.

En la vehemencia de la voz de Eva se ha creído escuchar el odio. El odio, en clave freudiana, es el precursor del amor, aquello que permite expulsar del yo lo que amenaza su integridad. En el campo social, odiamos a nuestros enemigos mucho antes de amar a nuestros amigos. Para Franz Fannon, en nombre de los condenados de la tierra, el odio es un sentimiento prerrevolucionario. Él no lo aclara, pero la reivindicación del odio sólo se hace del lado del desposeído, del avasallado y no, por ejemplo, del líder totalitario que odia cuando ve encenderse aquí y allá el fuego de la resistencia. Se diría que para que la voz de una mujer se aguante arriba y en lo alto es preciso que ella se corra de la autoría y parezca atenerse a una letra a la que en cierto modo es exterior. Aunque, como en el caso de Cristina Kirchner, mantenga un fondo de impaciencia, puesto que ella se ve obligada a hacerse digerir, utilizando por añadidura una dulzaina pedagógica de esas con que Alfonsina Storni se hacía perdonar en público la gratuidad de la poesía.

La voz de Victoria Villarruel no es expresiva y en su contenido no hay jamás una respuesta a lo que dice su interlocutor. Su velocidad imparable y en altura elevada buscan tapar la de su interlocutor. Es una voz que no escucha, se superpone a la otra, intentando ahogarla. Es lo contrario a la que se utiliza en el diálogo. Tampoco es una voz de debate donde, por más acalorado que sea, se espera que el otro diga sus argumentos, para hacer un remate burlón o tener la última palabra. En su “cruce” con Villarruel , como dicen los periodistas faranduleros como si se tratara de un encuentro en la vía pública, paraguas de por medio y el final de un módico “disculpe”, Wado pidió una moción de orden con voz correctísima, clara y neutra --¿será la voz democrática, en su diplomacia y el mantenerse en su lugar, una voz ya negociada?-- Entonces Victoria Villarruel quiso, con su timbre estridente y sin pausa , tapar la de Wado, primero negando un derecho democrático, la moción de orden, después amenazando con escrachar al que se atreviera a salir del recinto para certificar la represión que se desarrollaba en los alrededores del Congreso, por último, sacando a relucir la historia-personal política de su adversario, no sólo con probada bajeza --Wado padece una ligera disemia-– sino con el amague de traer a colación su historia como posible herencia como la ciencia nazi creía en los genes de una raza “pura” y cuya superioridad se transmitía en nombre de una Alemania triunfante y mientras los de los judíos , eran inferiores, apátridas y enfermizos. Pero Wado le contestó, o sea que la escuchó perfectamente como corresponde a las leyes del diálogo, en esta caso polémico, en voz alta y firme, opuesta a la que quería elevarse hasta la estridencia para tapar, no sólo la voz de Wado, sino también, las de la calle que aullaban su No a la ley Bases.