En sus Tesis sobre la Filosofía de la Historia, Walter Benjamin postula la paradoja del fatal anacronismo que supone revivir el pasado, de cuyas grietas, como secretamente anhela todo historiador, acaso emane un hálito redentor.
El impulso de inscribir nuestro accionar en un ciclo histórico cuya herencia honrar anida en la memoria; sus arbitrarias y a menudo esquivas formas obran como un imperativo moral. Con ese acicate tenaz hacemos de nuestra versión de la historia, condensada en relatos memorables y consignas orientadoras, una guía para la acción. Las religiones operan así.
En efecto, la matriz teológica de la esperanza mesiánica que anima el intento de actualizar la historia no nubla su sentido ni impide que actúe en forma eficaz. Más bien le da sustancia. La invocación de la sombra terrible de los muertos ciertamente anhela su irrupción como un fantasma entre sarmientino y hamletiano que ha de desatar su potencia disruptiva en el presente. Acechada por la intención no siempre declarada de su revitalización, no hay historia inocente.
Donde más notoria se vuelve la paradoja -y la tentación- del a veces involuntario anacronismo que tiñe con un halo de sospecha todo relato histórico, es en la arqueología. Pues se trata de una ciencia conjetural que obra erigiendo tramas de sentido sobre vestigios materiales, a menudo escuetos, a los que en una suerte de ventriloquismo mediúmnico dota de argumentos acerca del origen y desaparición de las culturas. Ello no quita que sus resultados hagan sentido.
Quien visite la sala de arte prehispánico del Museo Nacional de Bellas Artes podrá vislumbrar en una serie de objetos arqueológicos aquel destello de belleza que resplandece en piezas que, tras miles de años, relucen con un aura imperecedera. Las palabras Ayampitin, Aguada, Condorhuasi, Ciénaga o Candelaria, que señalizan períodos y sitios de procedencia, bautizan complejos culturales. Su autor, considerado la figura mayor de la disciplina en nuestro país, es Alberto Rex González.
Nativo de Pergamino, González descubrió muy temprano su vocación. Fascinado por la lectura de Darwin y Ameghino en la biblioteca pública de la ciudad, solía organizar excursiones con algo de estudiantina junto a sus compañeros del colegio secundario durante las cuales desenterraban caparazones de gliptodontes y huesos de fauna cuaternaria. En unas vacaciones en las sierras de Córdoba junto a un amigo dio con un sitio con restos de ocupación humana en la zona del río de Soto, cuyas aguas bebieron sin mayor precaución. El amigo no tardó en caer presa de la fiebre tifoidea, diagnosticada por un modesto médico rural de la zona amigo de la familia llamado Arturo Illia, también nativo de Pergamino, que no pudo evitar su muerte. Ese episodio decidirá los dos oficios de Rex González: estudiaría medicina, aunque acabará abocándose a su verdadera pasión, la arqueología.
Un par de años más tarde, con unos compañeros de San Nicolás se internó en las islas del Paraná donde excavó un montículo con enterramientos ceremoniales, urnas funerarias y huesos recubiertos de ocre rojo. Y donde escuchó historias dignas de Horacio Quiroga sobre mordeduras de serpientes, magias y tabúes. Corría 1938. El hallazgo fue publicado en la Revista Geográfica Americana. Aunque aún en el secundario, había encontrado su destino: ya era un arqueólogo.
Tras obtener su título de médico por la Universidad de Córdoba marchó siguiendo su vocación a Columbia, en Estados Unidos, donde se doctoró tras cursar con algunos de los grandes referentes del período clásico de la arqueología, como Junius Bird, Ruth Benedict o Julian Steward. Allí trabó amistad con sus colegas Román Piña Chan, figura central de la arqueología mexicana, y Betty Meggers, la gran arqueóloga abocada al Brasil. Entre otras experiencias, tuvo el privilegio de asistir a un campus en el que participó de la danza de la serpiente -un rito de fertilidad en pleno desierto, por entonces un ritual casi secreto, en el que todo un poblado indígena bailaba en éxtasis con ofidios enroscados en el cuerpo.
A su retorno al país, en pleno peronismo, con el cual tuvo un buena cantidad de inconvenientes, consiguió tras muchas dificultades un empleo en el Museo de La Plata, que en el ‘49 le encomendó una expedición a la Patagonia. Iniciaba un derrotero que solo interrumpirá la muerte en 2012. Junto a Federico Escalada, un médico aficionado a la arqueología que dejó gran cantidad de trabajos etnográficos sobre los tehuelches, exploró la hoy famosa Cueva de las Manos Pintadas y alcanzó a entrevistar a una de las últimas hablantes de dialecto teush.
Ante la construcción de la represa de Asuán, que inundaría regiones enteras barriendo ruinas y restos arqueológicos de incalculable valor, la UNESCO organizó en 1962 una campaña internacional de rescate a la que Rex González fue convocado por Abraham Rossenvaser, el gran egiptólogo argentino. “¿Cómo separar lo antiguo, lo arqueológico, de lo actual?” -se pregunta en su relato de las excavaciones en Nubia. Y refiere la visita que hizo a la casa del arqueólogo Sir Arthur Evans, que excavó Creta, isla cuyo discípulo, Pendlebury, murió defendiendo cuando fue invadida por los nazis. Pero resulta que años más tarde, en Salta, de camino a un sitio arqueológico en Ampascachi, hizo noche en la finca de la nieta de Krupp, el magnate prusiano del acero cuyos cañones inauguraron las guerras mundiales. Y resulta que su marido, un tal Burckhardt, era quien había comandado a los paracaidistas nazis que tomaron Creta.
Historias como esta abundan en sus recuerdos, a los que tituló Tiestos dispersos - Voluntad y azar en la vida de un arqueólogo. Allí relata tanto la superchería que hubo de deschavar durante una campaña en Tres Arroyos, cuando un aficionado fraguó una piedra con inscripciones en las que unos seres adoraban un ovni, como su visita a la excavación en Chou-Kou-Tien, en la que fue hallado el Hombre de Pekín, labor en la cual, entre otros, había trabajado Teilhard de Chardin. Pero su interés en ese viaje a China era investigar los bronces Shang hallados en enterramientos colectivos, con sacrificios humanos de la cohorte imperial, a los que compara con la Sutee, la ofrenda de esposas habitual en América. Que en las pampas, recuerda, dio en las exequias del cacique Painé con el único caso documentado en forma fehaciente. Esa experiencia le servirá más adelante para aquilatar el descubrimiento de la tumba colectiva en Hualfin, uno de sus más meritorios descubrimientos, alrededor de la cual pudo definir la cultura de la Aguada.
Curiosamente, solo en Anyang confiesa haber tenido la extraña sensación de ser un otro, un “bicho raro”. “No me resultó muy difícil imaginar lo que debe ser sentirse así, no ya en un lugar lejano y extraño, sino dentro de su propio país de origen y como consecuencia de la discriminación por el color de la piel o las ideas y creencias religiosas”.
En sus relatos abundan frustraciones, desidias de los gobiernos, trapisondas políticas y académicas -que no excluyen maleficios fatales de unas brujas contra un profesor- y truchadas de todo orden. Rex González narra con cierta nostalgia, picardía y desazón mezcladas, tanto el intento de involucrarlo en la venta de un falso Moai de la isla de Pascua como su fracaso en hacer intervenir al gobierno catamarqueño para preservar la fortaleza de Andalgalá, la ruina incaica más austral. No evita ofrecer el relato de su depresión tras la muerte de su esposa Ana Montes -artista plástica y precursora del documentalismo en la Argentina-, que derivó en la venta de su biblioteca y su chacra en Manantiales. O la infructuosa búsqueda del Señor de Capayán, que tras ingentes esfuerzos quedó en la nada.
Un capítulo angustioso lo constituye aquel en el que describe su intento de salvataje de la caverna de Inti Huasi, en San Luis, un sitio arqueológico privilegiado que terminó arrasado para hacer un camino. O la increíble y bochornosa operación realizada por Bussi en Tucumán con los menhires de Tafí del Valle, que acomodó para hacer una atracción turística, y la oprobioso intervención en las ruinas Quilmes, “con resultados aún peores”, sin contar la que juzga lamentable restauración del Pucará de Tilcara.
A él le debemos el establecimiento de una periodización que podría considerarse definitiva de la historia prehispánica de nuestro territorio, además de centenares de artículos académicos y de divulgación y varios libros, que incluyen aspectos históricos y estéticos, como Arte, estructura y arqueología y Argentina Indígena – Víspera de la Conquista. Pero sobre todo es su legado la modernización y profesionalización de la disciplina y la ampliación del ámbito de preguntas hacia dimensiones que anteriormente se consideraban restrictivas, como el de la significación simbólica de los vestigios materiales y su inscripción en discursos religiosos. Aunque sin duda su humanismo raigal, su solidaridad con los pueblos indígenas cuyos antepasados indagó, es un legado no menor, que le granjeó persecución por parte de la última dictadura y el reconocimiento ulterior de diversas instituciones, algunas de las cuales dirigió, como el Museo Etnográfico. Junto a su coterráneo Atahualpa Yupanqui, Alberto Rex González es una figura central del diálogo siempre intenso, lleno de acechanzas y promesas de redención, con el pasado argentino.
En sus memorias, escritas en parte durante una de sus últimas expediciones en el Valle de Catamarca, escribe: “El sitio es un montículo ceremonial pleno de interrogantes. No hicimos hallazgos sensacionales, pero sí encuentro cada día nuevas preguntas”. Somos, bien lo sabía Rex González, no tanto las verdades que descubrimos sino las preguntas que nos hacemos.