¿Hay una manera argentina de escribir sobre la violencia? Al escritor Álvaro Abós suelen hacerle esa pregunta, demasiada compleja para una única respuesta, en frecuentes entrevistas. Es que ese poderoso interrogante, que dibuja una línea histórica desde El Matadero de Esteban Echeverría hasta el presente, también lo incluye e interpela porque gran parte de su obra narrativa, de su obra de investigación y de sus textos ligados a la crónica periodística, forman parte de un gran desafío (conflicto) que atraviesa a la literatura argentina: cómo contar (explicar) la Historia del país a través del crimen, es decir, a través del desciframiento de los crímenes del poder y sus lenguajes, de los abusos del poder y sus pesadillas, de los desprecios del poder y sus víctimas.

Sentado en un café de la esquina de Las Heras y Pueyrredón de esta capital, donde suele reunirse con amigos, Abós muestra al iniciar esta charla su flamante libro Capilla Ardiente (del novísimo sello editorial Hugo Benjamín) en donde escarba una vez más en la llaga de la tragedia social y política argentina: la masacre de Tandil ocurrida en enero de 1872, libro donde “el hilo conductor es la violencia” y el trasfondo “el proceso de apropiación de la tierra en un espacio donde la frontera entre lo que se llama civilización y lo que se llama desierto es todavía borrosa”, clarifica Osvaldo Aguirre en el prólogo.

Luego de 15 años de investigaciones, de búsqueda de documentación y de reflexión sobre el modo de encarar narrativamente el suceso que se inscribe en la larga lista de masacres argentinas poco frecuentadas, Abós vuelve a ahondar en las obsesiones presentes en sus obras como Restos humanos (1991); El crimen de Clorinda Sarracán (2003); Cinco balas para Augusto Vandor (2006), Eichmann en Argentina (2008) o Kriminal tango: el rol de la justicia en la construcción de una nación.

--¿Qué es la masacre de Tandil?

--El primero de enero de 1872 unos cincuenta gauchos de Tandil, pueblo de cinco mil habitantes, se reunieron bajo la piedra movediza. En una proclama anunciaban la llegada de un mundo nuevo, más justo. Gritaban consignas como “¡Viva la religión!” y “¡Muerte a masones y gringos!”, mientras enarbolaban banderines colorados en sus lanzas. Iniciaron un raid de sangre. Degollaron a 36 personas, mujeres, hombres y niños, en su mayoría inmigrantes vascos, ingleses, españoles que llegaban en una caravana proveniente de Buenos Aires, con la intención de instalarse como colonos. Los estancieros y soldados del Fortín Independencia se organizaron de inmediato y persiguieron a los alzados. Esa fuerza dio caza a los rebeldes. Algunos fueron detenidos, muchos muertos y otros escaparon. Estos “ángeles exterminadores” estaban influidos (o comandados) por un curandero, Gerónimo Solané, conocido como Tata Dios o Médico Dios, instalado hacía un tiempo en Tandil, quien sin embargo no participó de los hechos. Detenido, Solané no alcanzó a declarar ante el juez que instruía el sumario. Por un ventanuco de la celda, que extrañamente había quedado abierto, fue asesinado a tiros. Nunca se supo quién lo acalló. Se instruyó un sumario y los acusados fueron fusilados.

--Además de “silenciar” al detenido ¿cuáles son los elementos claves que se entrecruzan en ese hecho?

--Se cruzan muchos universos. Mientras el país proclamaba que estaba abierto a otros pueblos del mundo, los inmigrantes no siempre eran bienvenidos. Hubo episodios de xenofobia y violencia contra el extranjero. La coincidencia temporal --los crímenes de Tandil se produjeron el mismo año de la publicación del Martín Fierro-- liga estos hechos con el poema nacional. La concentración de los sucesos potencia la fuerza narrativa del episodio. Al mismo tiempo quedaron flotando varios enigmas: ¿cuál fue el papel que jugó Tata Dios? ¿Quién fue el verdadero jefe de los alzados? ¿Qué alcance tenía la supuesta complicidad de los hacendados, que recelaban de los inmigrantes recién llegados, con los asesinos? La destrucción de pruebas y la pobreza de la investigación acentuaron esos y otros enigmas.

--¿Qué significa esa coincidencia con la obra de José Hernández?

--El mismo año que comenzaba con la tragedia de Tandil, José Hernández escribía su poema narrativo Martin Fierro, escondido en un hotel de Plaza de Mayo (era un proscrito, como su personaje). Y el gaucho Martín o Melitón Fierro, que sirvió de modelo a Hernández, era de los mismos pagos del sur de la provincia donde transcurre Capilla ardiente. Hernández da vida a su personaje con humanidad, pero sin idealizarlo. Fierro es un perseguido al que le roban la tierra y lo condenan a la leva. Pero también es un asesino. Podemos conjeturar que, si Fierro hubiera escuchado a Solané, quizás, en lugar de huir al desierto, hubiera hecho como Cruz Gutiérrez y otros gauchos de Tandil.

--¿Cómo fue la tarea de investigación y qué antecedentes hay sobre la masacre?

--A través de la historia o a través de la historia criminal, los hechos de Tandil me atraparon: tragedias cruzadas, concentración, conexión con diversos temas, xenofobia, el mito de un país abierto a la inmigración, y, como dije, la extraña vinculación con el Martín Fierro. Sobre la masacre escribieron Sarmiento, Rosas desde Southampton, Alberdi, y más a mano, Juan Carlos Torre, Fermín Chávez y Horacio González. El novelista Jorge di Paola publicó en la revista Panorama una crónica donde mezcla los hechos con memorias de viejos dichos que escuchó en su infancia. Di Paola era de Tandil (uno de los discípulos de Witold Gombrowicz, que también estuvo por allí). Por cierto, el propio di Paola nunca recogió en libro esa crónica. Y claro, hay libros históricos. Sobre estos crímenes escribió un historiador del lugar, Hugo Nario, cuyo trabajo de 1977 fue descifrar el sumario judicial. Nario dedicó luego otros dos libros al tema. Veinte años después, John Lynch, historiador inglés, autor de biografías de San Martín, Bolívar, Rosas y de historias globales sobres las guerras de independencia en el continente, publicó su Masacre en las pampas, donde repasa el tema, aunque deteniéndose en especial en los entredichos diplomáticos con Inglaterra. Y además hay memorias de participantes, sobre todo las de un pastor protestante, un tal Fugl y luego la prensa de la época. Todo ello lo investigué con la idea vaga de escribir quizás algún texto histórico. Hasta que, hojeando un tratado de psiquiatría forense, quizás para documentarme sobre algún otro hecho criminal, encontré unas fotografías de los gauchos presos que luego serían fusilados. Estas imágenes me perturbaron y cambiaron mi perspectiva, porque me probaban que en el lugar había un fotógrafo.

--La aparición del fotógrafo, Javier López, como personaje de su libro abre otra ventana narrativa: la historia de la fotografía en el Río de la Plata...

--Claro. Cuando encontré al fotógrafo, supe que la tragedia debía ser contada por él. Pasé entonces a documentarme sobre la fotografía de guerra, y a investigar sobre ese fotógrafo. Esto fue mucho más difícil porque hay muy buenos historiadores de la fotografía, pero se concentran en lo gráfico, y nadie escribe biografías de aquellos pioneros. Pero confirmé que existía. Decidido a convertir todo lo que sabía en una ficción, dejé de lado la documentación (la olvidé, aunque por supuesto, esto es imposible) y me dediqué a narrar de la mejor manera que pude. Todo el tiempo bajo una frase de Faulkner: “el pasado es algo que aún no ocurrió”. Hubiera podido decorar el relato con alguna fórmula narrativa al uso, del tipo “encontré un manuscrito perdido” o con alguna introducción donde me autorretrato en un café de Boedo o de la Recoleta, escribiendo en un cuaderno Gloria. En Capilla ardiente narro sin florituras, sin agradecimientos, sin paratextos, sin explicación de fuentes, al hueso.

--En ese sentido vuelve la pregunta que solía hacer Oesterheld: “¿Está el pasado tan muerto como creemos?”

--Un gran interrogante, por cierto. El tema es que, cuando se escribe sobre el pasado, hay una trampa que se debe eludir y es pensar el pasado con las categorías y la mentalidad del presente. Por eso, mi esfuerzo en este trabajo fue dar voz a todos los agonistas, gauchos, chacareros, militares, testigos. Asesinos y víctimas. Todos ellos vistos a través de un narrador o protagonista que intenta retratar lo que sucede. Ese fotógrafo venía de retratar la guerra del Paraguay. A veces, esta tarea es peligrosa. Las esquirlas te pueden alcanzar. Salvado ese principio, ¿una novela sobre 1872 puede decir cosas sobre el presente? Encontré esta definición de mesianismo en un texto sobre lo sucedido en Tandil: “mesiánico es aquel personaje que se atribuye el poder de satisfacer, por la fuerza de su genio, los sueños de felicidad o gloria latentes en el seno de una sociedad, en un momento desdichado de su historia”. Los mesianismos suelen terminar en tragedia. Aplicable a Tata Dios en 1872. Cualquier parecido con la realidad de 2024 no es mera coincidencia.

--¿Cómo se inscriben esos crímenes de Tandil en la historia de otros episodios de matanzas argentinas?

--Durante sesenta años, digamos entre 1820 y 1880, los argentinos nos matamos sin pausa. Varones de 15 a 65 años estaban sujetos a la leva, salvo los que zafaban por algún privilegio. Todos los jefes, unitarios, federales, porteños, provincianos, todos, incluyendo al superculto general Paz, sereno narrador de la historia, todos fusilaban a los soldados prisioneros del bando perdedor. No había aún tratados de Ginebra. En esa saga se incluye lo de Tandil, como un botón rojo, como Dies irae (Día de la ira) título que alguna vez pensé ponerle a mi novela.

--¿Por qué esa matanza estuvo tanto tiempo oculta y por qué se dio en ese lugar?

--En su momento, lo sucedido fue resonante, en la medida de la época, en la que la prensa era muy distinta a la actual. Opinaron Sarmiento, Alberdi y hasta el Rosas desterrado en Southampton, quien clamó contra los asesinos. Gobiernos extranjeros protestaron por lo sucedido a sus súbditos, y Sarmiento contestó. Sin embargo, buena parte de la historiografía pasa de largo lo sucedido en Tandil, que quedó relegado a un rubro desvalorizado: la historia criminal, pasto ayer de pasquines y hoy de la mismísima red. Hay que reconocer que los sucesos de Tandil no son edificantes. No son aptos para conmemoraciones escolares. No hay héroes impolutos. La vicepresidenta, por ejemplo, no podría hacer como en Salta, donde cabalga disfrazada de gaucho de Güemes. En Tandil todos quedan manchados. Todos son sospechosos. Los gauchos, obnubilados o no por un mesías, eran asesinos. Los terratenientes más ricos de Tandil quizás fueron los instigadores de la masacre, ya que se resistían a la modernización agraria que traían los inmigrantes. Solané tenía su campamento, al que acudía la gente para curarse, en la estancia de un terrateniente y atendía a la mujer de éste. El proceso judicial dejó mucho sin aclarar. El asesinato de Solané, con complicidad oficial, impidió su testimonio. El poder acalla la verdad, los intereses en juego siempre aman el silencio. Tandil se anticipó un siglo a lo sucedido en Dallas en 1963, cuando el asesino de Kennedy, fue a su vez ultimado en un tribunal, frente a la televisión del mundo.

--Hay una obsesión en su trabajo que es la documentación y la escritura a partir de una investigación profunda ¿Cree que ese valor choca contra un mundo como el de hoy donde cada vez menos importa si lo que se cuenta tiene algo de verdad?

--A la hora de concluir mi manuscrito y entregarlo, en esa hora crucial para todo escritor, cuando te domina el terror porque allí se define todo, me entregué a una lectura casi ritual. Releí, por enésima vez, A sangre fría de Truman Capote. Tratando de olvidar todas mis lecturas anteriores, fui de los primeros en zambullirme en la primera edición, que aún conservo, con el sello de Noguer, y la portada en rojo y negro. Lo leí tratando de olvidar todos los biopics y testimonios posteriores al libro, que convierten a Capote en un clisé. Pues bien, A sangre fría no contiene referencia alguna al autor. Capote no aparece nunca. Y luego, en un texto autobiográfico, reconoció que mantenerse ajeno al texto fue para él un verdadero calvario durante la escritura. Salvando todas las distancias entre esta obra maestra y mi modesto trabajo, fue mi caso. En una de mis novelas anteriores, Restos humanos, que de alguna manera es antecedente de este nuevo libro, me involucraba a través de un personaje infantil que me representaba en la trama. En Capilla ardiente, no hay referencialidad alguna. Si la austeridad convierte mi novela en anacrónica, sólo me queda aferrarme a Murena: “En épocas de cambios constantes, sólo es moderno aquel que consigue ser anacrónico”.

--Hablando de verdad, ¿cuál es el límite que impone la ficción?

--Creo en la literatura como fuente de la historia. La literatura puede explorar espacios donde la historia no entra. Operación Masacre de Rodolfo Walsh ilumina un pozo negro de la historia argentina, el libro Jauría de David Viñas lo hace en relación al asesinato de Urquiza, Agosto de Rubem Fonseca lo hace sobre el suicidio de Getulio Vargas. Puede decirse lo mismo de textos biográficos, que también son narrativos, como Última frontera de Hugo Chumbita, sobre el bandido Bairoletto, La vida breve de Dardo Cabo de Vicente Palermo, Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, o el Soy Roca de Félix Luna. La literatura es una de las formas de la historia. Esta frase levanta roncha en varias trincheras. Sobre todo, en aquellos que consideran a la historia (Historia) una ciencia que no debe contaminarse con fronteras móviles. Es cierto que la literatura es el reino de la fantasía y la imaginación, pero también es una forma de exposición y tratamiento de la realidad incluso de los acontecimientos tanto de los poderosos como del popolo minuto.