Imaginate por un momento que tu mujer se va de viaje. Diez días, ponele. A visitar a tu hijo que está laburando en otro país. OK. Entonces, check in; nervios; valijas; horarios; y bla. Cargás todo en el auto y zarpan rumbo al aeropuerto. Nueve de la noche. Imaginate que ella baja en la puerta de la plataforma y vos vas a estacionar. La playa de Ezeiza... ¿cómo te explico? Atestada de coches. Entonces das vueltas. Otra vuelta. Más vueltas. Ella te está esperando para despedirte, así que dejás el auto donde podés, lejos, en una punta de ese predio gigantesco. Y le metés pata para poder decirle: chau, mi amor. Y llegás. Ella está despachando el equipaje. Qué bueno. Quiere subir y ya. Y a vos te parece muy bien. Claro. Zona de embarque. Que empiece el viaje y vos a tu casa. Diez y media de la noche. Besos. Besos. OK.
Imagínate entonces que salís del edificio de la plataforma y querés llegar al hogar. Ese refugio. Ese amparo que te devuelve el cuerpo. Es invierno. Frío. Mucho frío. Viento, mucho viento. Llegar al auto y ya. La playa de Ezeiza no tiene carpas, no tiene mar. Solo autos, cientos, miles de autos. Y vos vas a buscar el tuyo. Y no saliste abrigado, porque los nervios; porque el check in; porque las valijas y bla. Rápido al auto, ¿no? A casita. Pero no. No lo encontrás. En realidad, no sabés dónde lo dejaste. No lo podés creer, pero sí. Te preguntás ¿dónde mierda lo dejé?
Con esfuerzo recordás que había una torre y en el otro extremo los edificios. Pero pasa que en el medio hay un territorio entero, enorme, atestado de autos grises como el tuyo y que la noche hace más grises y más iguales al tuyo. Y entonces a caminar. No tenés vista de lince así que te acercás para ver las chapas. Elegís un sector. Una fila. Otra fila. Vas, venís. Mucho viento, mucho frío. Estás buscando tu auto a las once de la noche en un descampado y con un ventarrón que te pega mal en la cara. Feo. Muy. Como el que todos los días sufren millones de argentinos excluidos por la política inhumana que nos gobierna. Imaginate que ya van treinta minutos y estás buscando tu auto como si fuera tu hogar, tu mujer y tu hijo. Pero no. No aparece. Y pensás: ¿lo robaron? ¿a quién le puede importar mi autito? Ridículo. Te preguntás ¿quién me puede ayudar? ¿Ayudar? ¡Perdón!: ¿te estás mandando un lapsus fenomenal y querés que alguien venga a decirte qué carajo construiste en tu cabecita para armarte semejante bardo? No, nene. No va por ahí. Esto es tuyo. Hacete cargo. Entonces, mientras arrancás de nuevo a revisar uno de los tantos sectores de estacionamiento, pensás: ¿esto es por mi mujer que se va de viaje? me encanta estar con ella, todo bien, decís. Pero, también estaba re feliz porque ella iba a visitar a nuestro pibe. ¿Es eso? y si fuera ¿es solo eso?
Ya va una hora de yirar. Decidís ir cerca de la entrada para ubicarte y empezar de vuelta. Y entonces ahí: la percepción del desamparo. Pero de un desamparo que te sorprende. Porque de última lo del auto no era para tanto, te vas y al otro día lo buscás, qué se yo. Pero no. Se trata de Otra cosa. De un frío que es peor que el frío. Es Otro invierno. Otra intemperie. Esa hiel que se te mete en los huesos viene por otro lado. Y seguís caminando, mirando chapas. Recorriendo zonas que ya recorriste. Autos que ya miraste. Y de pronto te preguntás: ¿Qué hago en el aeropuerto de Ezeiza buscando cómo volver? Ahaaaa.
Y entonces. Aterrizás. Dejás de hacerte el boludo y ponés los pies en la tierra. En esta tierra. Caes. Porque aquí, en tu país, hace días que te sentís desamparado, con un invierno en el corazón que te lacera las entrañas. Y no querías enterarte. Con una traición que te enerva tanto que no encontrás ni una, ni una sola palabra que acierte a expresar lo que te pasa. En mi país --decís-- estoy como desalojado, expulsado, rechazado, amenazado, enmudecido, solo. Las instituciones no trabajan para los ciudadanos. Hace días te estacionaron junto con millones en una noche más oscura que la noche. Un horizonte frío y cerrado. Mirar lo que están haciendo y que no se pueda encontrar la manera de impedir un saqueo escandaloso. Que estamos todos y todas, muchos y muchas, dando vueltas en un descampado frío, buscando cómo volver. Cómo encontrarnos para decir basta. Y entonces ahí, cuando acertaste esas cuatro o cinco frases. Ahí, digo, cuando el dolor se te hizo palabras, levantás la vista y sí... Ahí estaba. A un par de metros. Tu autito. Tu hogar. Quizás pasaste diez veces al lado. Pero así es el inconsciente. No lo podés creer. ¿Cómo puede ser? Es increíble, decís. Pero sí. Es así. Y mientras arrancás el auto y te secás las lágrimas pensás: Volver tiene un costo. Solo a partir del dolor, de reconocer, de admitir lo que perdimos, podemos construir algo nuevo. Para volver. Para que este país sea un hogar. Un hogar para todos y todas.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.