Escuché por primera vez su nombre a mis veinticinco años. Trabajaba en una pizzería donde la cajera me dijo que se había dado cuenta de que yo era lesbiana porque usaba una trenza finita que superaba el largo del corte carré. No entendí qué tenía que ver un arreglo en el pelo con la certeza de una seuxalidad, pero la cajera lo fundamentó: la noche anterior había visto en la tele a Ilse Fuskova, a quien yo no conocía, diciendo que las lesbianas nos reconocíamos entre nosotras por dar indicios a través de nuestro look, y la trencita era uno.
Me reí, sorprendida, y fue así que gracias a Ilse salí del closet en un laburo por primera vez. No pasó mucho tiempo sin ponerle un rostro a su nombre de extraña sonoridad, casi diría exótico para mí. Las apariciones en el programa de Mauro Viale y en la mesa de Mirta la volvieron de pronto un personaje público, insoslayable para el resto de los medios. Todavía, a veces, miro esos videos y me sigo admirando del temple con el que respondía a las agresiones de la audiencia y a la ignorancia de los conductores.
“¿Tienen complejos (las lesbianas)?”, le preguntó la Legrand, como si ella que suplantó el Rosa Martinez por un seudónimo tan ampuloso no los tuviera. “Fusková”, me contó en la entrevista del 2008, era su apellido materno porque el uso público del paterno le había sido prohibido por esa rama de la familia. Pero esto lo mencionó al pasar, Ilse no se compadecía de sí misma por el destierro genealógico ni por nada. No era su estilo.
La primera vez que tuvimos una charla periodística fue quince años después de la anécdota de la pizzería. Yo recién daba mis primeros pasos en el Soy y Liliana Viola me encargó el trabajo. Recuerdo que al terminar me fui del departamento inolvidablemente cálido de Ilse, con un ejemplar de Amor de mujeres bajo el brazo, firmado por ella. Me llevé aquél libro que había escrito junto a su novia Claudina, apretado contra mí como un tesoro.
Esa tarde yo había ido con la intención de indagar sobre su lesbianismo público y cosas del colectivo L, pero ella me terminó hablando de poesía y del derecho a envejecer. Durante los años que siguieron tuvimos esporádicas comunicaciones telefónicas, nos encontramos alguna vez a tomar un café y me invitó a un cumpleaños suyo dónde charlé casi toda la noche con Sergio Victor Palma, el campeón argentino de box devenido poeta. Por lo poco compartido, que en verdad es un montón, entendí que lo excepcional en Ilse era su imprevisibilidad, se animaba a cambiar fiel a su deseo y a su libertad en cualquier etapa de su vida, como lo había hecho a sus 56 años cuando se hizo lesbiana y activista y dejó atrás treinta años de matrimonio heterosexual.
Azafata, periodista, escritora, fotografa (y discípula de Grette Sterne y Horacio Coppola), traductora, editora junto a Adriana Carrasco de Cuadernos de existencia lesbiana, madre. Todas sus identidades fueron cayendo o modificándose, a condición de dejar fortalecido su propio e inalterable nombre. Siempre me llamó la atención su insistencia en no acomodarse a ningún privilegio, de desafiarlos a todos; ni siquiera en el privilegio de ser una lesbiana reconocida en el mundo de las lesbianas cuando a los ochenta y cuatro años se enamoró de Edgar De Santo, un hombre gay, décadas más joven. Gracias Ilse, donde sea que estés ahora transformándote como de costumbre, como no dejaste de hacerlo nunca.