Como uno de los directores de la revista La Mano, cuando se murió Hunter Thompson se me ocurrió que quien lo tenía que despedir era el que había estado más cerca de ser nuestro Hunter. Así que salí en busca de Enrique Symns, para invitarlo a escribir en nuestras páginas.
Por entonces, Enrique estaba recién llegado de Chile y no había vuelto a trabajar en la prensa argentina. No tenía ni siquiera una computadora, pero se sentó un par de veces en un cyber y me mandó la nota en dos mails. Salió en un ejemplar que es uno de mis preferidos de la revista, el primero en tener a Andrés Calamaro en tapa –hablando del escándalo del porrito–, y que también incluyó una despedida especial a Pappo.
Si cuando murió Tom Wolfe aún hubiese existido La Mano, no se quién lo hubiese despedido. Pettinato, tal vez. Pero sin dudas hubiese habido un lugar importante para él, otro de los nuestros, que al mismo tiempo era uno de ellos, un conservador nacido para devorar a los de arriba, algo a lo que se abocó cuando decidió hacer el perfil que lo hizo famoso entre la prensa neoyorkina, el del director de The New Yorker, que específicamente se había negado a ser perfilado.
Como muchos de los nuestros, ahora ya son de todos. O al menos todos corren para apropiárselos, para quedarse con una tajada, para dejar en claro que siempre pensaron en ellos. Pero sabemos que no fue así, que hubo un tiempo que ninguno de ellos leía a Ballard, a Hunter, a Wolfe, a Levrero y puedo seguir. O al menos no los leían en serio.
Cuando digo ellos, me estoy refiriendo a los dueños de la cultura con mayúscula, los que tenían las llaves de esa bendita C. Siempre fueron menos que nosotros (pienso en El lugar de Levrero publicado en El Péndulo, un ejemplar colgado en todos los kioskos que seguramente vendió más que casi todos los libros editados ahora con el aval de esa C mayuscula), pero siempre se creyeron más.
Al día de su muerte, Wolfe fue despedido en la prensa internacional como uno de los que golpearon a la puerta hasta romperla en sus propios términos. El New York Times recordó en una enorme necrológica –foto y mención en tapa, doble página sábana en el interior solo para él– que tipos como Mailer, Updike o Irving se negaron a aceptarlo entre los suyos, le recordaron siempre (especialmente Mailer, cuándo no) que era un periodista, no un novelista, a pesar de sus novelas devenidas en best seller (o especialmente por ellas). Pero Wolfe no los necesita, es padre de su propio género, ese viejo nuevo periodismo –como bien tituló El País de España– que fue el primero en antologar, a comienzos de los ’70. Y que el Nobel alcanzó a hacer entrar por esa C mayúscula de la que supo ser el gran custodio, al menos hasta que descubrieron que no podían ni siquiera vigilar a los suyos.
Se murió Tom Wolfe, pero su nuevo periodismo sigue vivo. No es poco. Creo que es el momento para leer uno de los libros de mi biblioteca que jamás he leído y siempre buscaba un momento para hacerlo. Lo que hay que tener, ahí voy.
Saludos Tom, el rocanrol color caramelo de ron es hoy la banda de sonido que marca el ritmo para quienes remamos debajo de cubierta. Y lo que antes era rebelión hoy es marcar tarjeta. Supongo que lo sospechaste antes que nadie, pero nadie quiere escuchar que sus rebeliones no lo son tanto. O peor aún, que aún triunfando no cambian el estado de las cosas. Los que eran nuestros hoy son de todos. Pero vamos hacia una nueva Bastilla. Y eso si tenemos suerte.
Esta columna escrita en 2018 en ocasión de la muerte de Tom Wolfe ahora forma parte del libro Quiero verte otra vez (Mansalva), de Martín Pérez, una antología que acaba de ser publicada y cuyo subtítulo resume el contenido reunido: Retratos, recuerdos, despedidas.