"...pero no consigo sacarme el disfraz/ que me pusieron los últimos años". Un año sentimental, Santiago Venturini

Todos los días termino acá. Con los pies que casi tocan el agua del río. A la intemperie, miro las estrellas y la luna. Su luz dibuja un canal que une la costa y las islas. Imagino que puedo remontarlo, subirme a los espinillos, trepar por un haz de luz, encaramarme en ella y, desde allí, ser el observador privilegiado de la tierra.

Qué loco, mirá las cosas que imagino. ¿Qué dirías, Felipe? Te reirías, mostrando tus pocos dientes, y dirías: ¿Te hacé el poeta, ahora?

Hoy la calle estuvo dura, conseguí para unos puchos. Apenas unos pesos en la esquina de Mitre y San Lorenzo donde paro, apoyado contra una pared, con la mano extendida del lado del dorso y la cabeza agachada. A la espera. Pasé por ese restaurante del centro al que íbamos juntos, y me dieron una bandejita con lo que les sobró del mediodía. ¿Te acordás, Felipe? Si habremos ido.

La gente me tiene miedo. ¿Por qué? Después me miro en las vidrieras la facha, la barba crecida, la ropa sucia. Y los entiendo. Las zapatillas, por suerte, todavía tiran. Me las dieron en el albergue de Rondeau, donde dormíamos en el invierno, ¿te acordás, Felipe? El que quedaba en la esquina con Washington. Ahora, lo cerraron porque se fue el frío.

¡Qué épocas! Caminábamos desde el centro hasta zona norte. Primero, la peatonal, la calles céntricas, donde había más gente para pedir. Descansábamos en alguna plaza, bajo la mirada de los que pasaban, como si no pudiéramos usar los bancos. ¿Te acordás? Enfilábamos hacia la costa, para caminar al lado del río marrón oscuro, marrón más claro, según el clima. Y por la noche, durante el invierno, al albergue, a comer y a dormir calentitos; o, a los camiones de los combatientes, en la Terminal de Ómnibus, que siempre tenían un guiso para entibiar la panza.

Te extraño, amigo.

A pesar de lo poco que consigo y de esta soledad que me cala los huesos, busco otras esquinas. El centro ya es peligroso. No te imaginás. El otro día, vi a uno de ellos. ¿A quiénes? A esos que me fueron corriendo de a poco, hasta echarme de la Aseguradora. Al que encontré, es al que te había contado, el que más me perseguía. Ese gerencito con postgrado. Martín Inzúa, el que me quebró en dos cuando anunció el recorte de personal. ¿Te acordás? Me hice una bola para que no me viera. Qué me iba a reconocer con la pinta que llevaba. Mirá que le rogué, eh. ¿Dónde voy a conseguir trabajo a mi edad? Tengo esposa, casa que mantener. Con los años que llevo acá.

Nada.

El odio y la bronca me desorientaron. No sabía si era de mañana o de tarde ni dónde estaba. Se me revolvió el estómago. Los malos recuerdos se me vinieron en tropel. Se me empezaron a encarajinar las ideas.

Ya no puedo juntar ni para comer. Se me apareció Laura en sueños. Se reía como cuando todo estaba bien y al mismo tiempo se le retorcía la cara como si tuviera una convulsión, ¿viste? Planchaba mi camisa, el pantalón del traje azul hasta que la plancha se le escapaba de las manos y caía encima de la raya del pantalón de trabajo. Salía humo. Ella se reía, pero, no como cuando estábamos bien. El saco del trabajo se salvaba de la quemazón. Decí que me desperté, tenía la boca seca y el cuerpo dolorido. Después, pensé, menos mal que se salvó el saco. Fin de la pesadilla.

Todavía lo uso. Gastado, medio roto, pero anda.

No puedo dejar de darle vuelta a las cosas. Cómo la tengo todavía en la cabeza, si me dejó. Fueron muchos años juntos. Lástima que no tuvimos pibes. Ella quería ser ama de casa. Yo la tenía bien, eh... en una buena casa, ropa, peluquería, viajes. Era linda. La quise. Estuvo el tiempo que pudo, Felipe. Si no fuera por... Escucho a lo lejos sus reproches: Es tu culpa, es tu culpa. Ahora yo podría tener un trabajo. ¿Y? Decime, ¿cómo vamos a hacer?

¿Cómo íbamos a hacer, Felipe?

Búsqueda en los diarios, las páginas web. Curriculum. Puertas cerradas. Casa vacía. Remate. Separación de Laura.

De la sirena de la ambulancia tampoco me puedo olvidar. Me despierta, a veces. La tengo en la cabeza. Las patadas que di y me dieron cuando rompí los ventanales de la empresa. Todo se volvió rojo y, a la vez, blanco hasta quedar ciego.

Me acuerdo de tus palabras: Hospital y cárcel. No te privaste de nada, hermanito. Y te reías, como siempre.

Decí que te encontré a vos. Extraño nuestras conversaciones durante las caminatas.

Los recuerdos me atropellan.

La casa en Saladillo. Unas manos que me acarician y preparan la comida. Mamá. La abuela Cata. No hubo papá ni hermanos. Hay una calesita y un hombre que me sube al caballito. Con la calesita aparece un patio de escuela primaria, chicos jugando. Facultad, también. Un aula inmensa, muchos alumnos. Yo, resolviendo unos asientos contables en una hoja con varias columnas. La sala de lecturas de la Biblioteca Argentina. Cómo me gustaba leer. Mirá lo que me viene a la memoria, Felipe. El cuento, creo que de un norteamericano, me parece. El personaje caminaba, como yo, pero por calles desiertas, de noche. Estaba prohibido, por eso se lo llevaba la policía a un centro psiquiátrico. Tengo una imagen: al auto no lo manejaba nadie, era una computadora.

Pero los recuerdos ya no me alcanzan para acompañarme. Vos, te ahogaste en alcohol. Yo, en soledad.

Quizás, Felipe, sea por eso que me quedo acá, debajo del puente Rosario-Victoria, miro su estructura de hormigón y sus tirantes de hierro iluminados. Me entretengo con sus luces, tirado en la arena, comiendo migajas. Admiro la quietud del agua que me moja los pies hinchados. La noche me apacigua, deshace el tropel de imágenes del pasado. Mi mente queda en blanco. Imagino que me voy, que soy un pez que remonta el Paraná, o que puedo trepar por un haz de luna proyectado en el río para elevarme.

Sí, ya sé, Felipe, de nuevo me hago el poeta. Escucho tu risa.