“No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. La canción de Sumo se publicó en After Chabón allá por 1987, pero bien puede definir la cultura del consumo audiovisual actual. La búsqueda de la satisfacción inmediata que impuso la tecnología modificó no solo la actitud de los consumidores audiovisuales sino también la producción y circulación de los mismos contenidos. En la era de la fragmentación y el acceso (casi) ilimitado a series, películas y videos de todas partes y estilos, el consumo rápido condicionó a la industria audiovisual, construyendo usuarios más ansiosos que la propia protagonista del último éxito cinematográfico de Disney. Un escenario que está creando una nueva tendencia, a la que muchos definen como “contenido snack”: formatos cortos, fácilmente digeribles y variados.
Si en gastronomía se considera “snack” al bocadito de consumo rápido, no muy saludable pero que satisface inmediatamente la necesidad de placer, en el mundo audiovisual el contenido bajo esa premisa no resulta muy diferente. Se trata de la producción de formatos audiovisuales que hagan las veces de papas fritas, de veloz ingesta, que logren impactar en poco tiempo en el usuario voraz e impaciente formado bajo la lógica de las redes sociales. Un contenido que le permita a los consumidores “picar” un poco de todo lo que ofrece el ecosistema audiovisual: videos, información, entretenimiento, fotos, mensajes y otras tantas posibilidades. Un espectador que fue fagocitado por el consumidor, que se alimenta permanentemente de picadas y comida rápida, dejando el contenido a fuego lento para momentos excepcionales de la vida cotidiana.
Sin tiempo para regalar, estimulado por una cada vez más voluminosa oferta de expresiones artísticas y redes sociales al alcance de la mano, el usuario hiperconectado necesita entretenimiento variado y constante, de captación inmediata y de corta duración. El reinado audiovisual en esa lógica es de TikTok, con sus videos de corta duración, fáciles de pasar y con un algoritmo diseñado a partir de temas de interés del usuario más que del seguimiento de amigos o cuentas como lo hacen otras redes. Un esquema visual que Instagram replica en sus stories (cuyos videos tienen duración limitada) y reels, y que la otrora Twitter también entendió de entrada con la limitación de caracteres para sus mensajes (aunque X ahora permita mensajes largos para cuentas consolidadas). Un estilo de formato corto y navegación sencilla que favorece la alienación de los usuarios, y retroalimenta la producción de contenidos breves y diversos.
Ese círculo vicioso de las redes sociales terminó por formar a un usuario al que se lo podría definir como de “mecha corta”. Y esa transformación empieza a condicionar a las producciones de, incluso, las plataformas de streaming. Basta ver cómo los formatos “clásicos” empiezan a ver reducida la cantidad de capítulos y también la duración de los mismos para darse cuenta que algo está cambiando en la industria. Más allá de la incidencia de cuestiones presupuestarias, no es casualidad que cada vez se producen menos series de 13 episodios por temporada, como era habitual no hace mucho tiempo atrás. Lanzamientos de series de 6, 8 y no más de 10 capítulos se volvieron una tendencia consolidada, en búsqueda de satisfacer al nuevo perfil de consumidor.
No resulta sorprendente, entonces, que el formato de miniserie se haya impuesto también en el streaming. Pocos episodios y alta calidad parecieran ser los dos elementos que rigen el visionado audiovisual de esta época. Algo similar sucede con la proliferación de documentales y docuseries de 3 o 4 capítulos, que por temáticas pero también por formato tienen muy buena receptividad de los suscritores de las plataformas. La satisfacción inmediata y de corta duración pareciera ser el plato ideal para el picoteo audiovisual, que es fragmentado y múltiple.
El fenómeno de sinopsis no solo se percibe en las series. Incluso, hasta un formato tradicional de la pantalla chica como lo es el de la telenovela tuvo que adaptarse a la nueva era. Así, por ejemplo, mientras la colombiana Café con aroma de mujer tuvo 317 capítulos allá por 1994/95 en la TV abierta, en un éxito que la llevó a ser emitida en todo el mundo, la versión de 2021 (que se puede ver en Netflix) alcanzó los 92 episodios. Lo mismo ocurrió con La usurpadora, cuya versión de 1998 tuvo 120 episodios y a la de 2019 (disponible en Prime Video) le bastaron 25. Lo mismo sucede con las telenovelas del género surgidas en este tiempo: las dos temporadas de La reina del flow, por ejemplo, no superan los 90 episodios.
Uno de los condicionamientos para este nuevo paradigma es, sin dudas, el extendido uso del teléfono móvil para ver contenido. Su pequeña pantalla, su practicidad para llevarlo en cualquier bolsillo y la adicción que genera hizo que se puedan ver videos en el escaso tiempo libre que se tenga, llevando a que los formatos cortos se impongan para “matar” los tiempos muertos. Esa accesibilidad formó a un consumidor al que, sino se lo atrapa en los primeros segundos del video, va en busca de otro sin pensarlo. Así como TikTok hizo que Instagram tuviera que sumar los “reels” a su plataforma, también YouTube -que no es una red social- se vio obligada a agregar la función “shorts”, exclusiva para videos de hasta 60 segundos. Y mal no le fue: la sección ya supera los 70 mil millones de visualizaciones diarias.
El auge de videos cortos de las redes sociales -fáciles de ver, de compartir y de recordar- está condicionando a la industria audiovisual. El homo videns del siglo XXI quiere entretenimiento (o información) y variedad en el menor tiempo posible. Ni las series ni las telenovelas duran lo que antes. La gratificación, parece, debe ser inmediata y los servicios de streaming se adaptan a este nuevo paradigma.