“Ahora hay que volver a la realidad”. Lo decía un acampante que estuvo en Glastonbury desde el primer día, mientras subía la colina de Muddy Lane, hacía la salida del festival y esa frase resumía el pensamiento de miles de personas. Fueron tres días de música hermosa y variada,desde ya, pero Glastonbury 2024 fue mucho más. Era la medianoche del domingo y en los rostros de la gente, en este éxodo masivo se leía un inconfundible signo de calma felicidad. No importaba el cansancio, el peso de las mochilas, bolsos y carpas enfundadas: algo había sucedido en la Worthy Farm, la granja que albergó a más de 150.000 personas, que no podía explicarse con la mera enumeración de los protagonistas de esta gesta musical. Tal vez quien mejor lo puso en palabras fue Chris Martin, frontman de Coldplay, cuando el sábado por la noche dijo: “Es muy emocionante para mí comprobar que más de 100.000 personas pueden reunirse pacíficamente durante tres días y disfrutar de la música, la camaradería y el amor, sin conflictos de ningún tipo. Esa es la magia de Glastonbury que hay que transmitirle a un mundo conflictuado y amenazante, y nos emociona mucho participar de esta fiesta, a la que conocimos por primera vez hace veinticinco años.”

Hace un cuarto de siglo, Coldplay era una banda en vías de consagración, a punto de editar su primer álbum, Parachutes, y Martin les tenía tanta fe que cuando estaba por interpretar uno de los grandes hits de aquel álbum, “Yellow”, se acercó al micrófono y le dijo al público que al año siguiente se iban a saber ese tema de memoria. Y no tuvo que esperar tanto… El Coldplay modelo 2024 montó un espectáculo fenomenal en el escenario de la Pyramid Stage, el legendario escenario principal de Glastonbury. Los hits y los clásicos de la banda fueron acompañados por un espectacular juego de luces, proyecciones, fuegos artificiales, y las ya típicas pulseras de cambiantes colores que fueron repartidas entre el público que copó el predio principal del festival y que no paró un segundo de corear letra tras letra. Al festejo colectivo de un repertorio elegido con sapiencia y sensibilidad (“Adventure of a Lifetime”, “Hymn for the Weekend”, “A Sky Full of Stars”, “The Jumbotron Song”, “Feel Like I’m Falling in Love” y el propio “Yellow”), se agregó un coro multitudinario de góspel y también la presencia de la banda de Femi Kuti, hijo del legendario innovador del Afrobeat, el nigeriano Fela Anikulapo Kuti, para sumar un toque de exotismo al recital. Coldplay cerró a pura ovación la noche del sábado, el sitio estelar por excelencia de Glastonbury, luego de casi tres horas de show.

El viernes Dua Lipa había anticipado que sería un Glastonbury de celebración masiva. Esbelta, glamorosa e incansable en su dominio del escenario, con la voz en muy buena forma, Lipa captó el clima general de ansias de festejo y cautivó al público con gracia y astucia. 

Dua Lipa cautivó al público con gracia y astucia. 

Pero si el Pyramid Stage exhibe el aspecto más glamoroso de Glastonbury, el de las súper estrellas, sus obras y sus pompas, para sacarle todo el jugo posible a este festival hay que aventurarse a explorarlo hasta las últimas consecuencias; hay que caminar y caminar, por ejemplo, trepando la colina del sur hasta The Park, escenario que invariablemente alberga el aspecto más jugado y experimental del rock y que en los últimos años ha sumado un eclecticismo de estilos que le viene de maravillas. El repertorio de este año incluyó los sonidos orientales de la paquistaní Arooj Aftab, combinados con un toque de dream pop y una colorida variedad instrumental. Esa fusión de estilos y corrientes fue también el componente del show de Mdou Moctar, protagonista ya estelar del llamado "blues del desierto". Nacido en Niger, Moctar es un virtuoso de la guitarra eléctrica que dispara solos adrenalínicos. Su música fusiona las cadencias tuareg con un furibundo rock con más de un guiño a la escuela de Jimi Hendrix y de un adelantado del jazz experimental como James Blood Ulmer. The Park también recibió el peculiar viaje musical y poético de Baxter Dury, quien lleva en su ADN el sentido del humor y la perspicacia para describir tics, anhelos y padecimientos de personajes comunes y cotidianos que tan bien supo retratar su padre, Ian Dury, aquel de “Sex & Drugs & Rock and Roll” y “Wake Up!".

The Park fue, asimismo, testigo del retorno de The Breeders, con la pólvora intacta de ese rock intenso y descarnado que impulsó álbumes como Pod y Last Splash. Por supuesto que no faltaron clásicos como “Cannonball”, “I Just Wanna Get Along” y “No Aloha”. Y para delicia de los fans más devotos, la banda de Kim y Kelley Deal rubricó su show con una fervorosa versión de “Gigantic” que recordó los días de Kim en Pixies.

Otra característica saliente de Glastonbury es el constante cruce de generaciones musicales. Como eco de un crecimiento en la conciencia popular sobre cuestiones que asolan el planeta, sean guerras, crisis ambientales o desaguisados de los políticos, hay una “generación intermedia” que ha pasado al frente en el campo del rock en la última década con un fuerte impacto en la audiencia. Idles, Fat White Family y los irlandeses Fontaines D.C. reunieron multitudes fervorosas en sus respectivos sets.

Yendo hacia atrás en el tiempo, el festival siempre tiene un espacio para celebrar a las leyendas que fueron y son importantes en esta cadena musical cuyos eslabones se extienden más de seis décadas en el tiempo. Además de la presentación de la estrella del country Shania Twain en el Pyramid Stage, dos escenarios que siempre traen un valioso contenido son Avalon y The Acoustic Stage. Este último proscenio recibió a una Judy Collins de voz maravillosamente conservada, a sus 85 años. Judy recorrió clásicos como “Suzanne”, de Leonard Cohen, “Norwegian Wood”, de los Beatles y “Mr. Tambourine Man”, de Bob Dylan, salpicados, entre tema y tema, por jugosas y divertidas anécdotas sobre la vida y correrías de los músicos en los años ’60.

Por allí pasó también The Manfreds, con Paul Jones, el histórico cantante de la Manfred Mann, quien derramó un desfile de hits de aquella histórica banda, como “5,4,3,2,1”, “Pretty Flamingo” , “Ha! Ha! Said the Clown”, “Do Wah Diddy Diddy” y, por supuesto, aquel clásico de Bob Dylan que fue hit en todo el mundo, “The Mighty Quinn”. Un deleite extra fue la presencia, en teclados, del compositor Mike D’Abo, responsable por uno de los primeros hits de Rod Stewart (luego vuelto a popularizar por The Stereophonics) “Handbags & Gladrags”, quien también escribió “Build Me Up Buttercup”, que The Foundations llevaron al tope del chart. El público del Acoustic Stage es rigurosamente fiel y las palmas se volvieron a enrojecer para aplaudir al guitarrista Albert Lee, al héroe del folk inglés Ralph McTell y, en un quizás inesperado eco de público que desbordó la carpa y se extendió a todo el campo vecino, a los mismísimos Gypsy Kings.

Por su parte, el escenario Avalon albergó al dúo Toyah & Robert. Lo que empezó como una travesura de los tiempos de pandemia, con videos que sorprendieron por la cantidad de visitas, ahora se ha transformado en una banda hecha y derecha. Toyah Wilcox, cantante que tuvo su momento de mayor popularidad en los ’80, y Robert Fripp, el célebre guitarrista y motor de King Crimson, son pareja desde hace más de veinte años y la banda que formaron se especializa en covers que, a los devotos del rock progresivo ortodoxo, pueden resultar insólitas, como “Paranoid” de Black Sabbath, “Sweet Child O’ Mine”, de Guns N’ Roses, o “Enter Sandman”, de Metallica (además del obvio “Heroes”, de David Bowie), pero el despliegue escénico de Toyah, la clase de Fripp en su instrumento y lo compacto de toda la banda les ganaron otra de las grandes ovaciones del fin de semana glastonburiano. Por Avalon pasó la cantante escocesa Lulu, aquella de la canción principal del film “To Sir, with Love”, quien cerró su set con el inefable hit de los ’60 que la puso en carrera, “Shout!”, y también una de las figuras salientes del blues y el rhythm & blues inglés actual, la cantante y compositora Elles Bailey, muy bien recibida.

De hecho, en los campos de Avalon comienza el “otro” Glastonbury. El que alberga espectáculos de circo, teatro, poesía y comedia y el que también abre la llave de los campos temáticos. Shangri-la es una disco gigantesca que funciona hasta las seis de la mañana, en un entorno edilicio que muestra las posibles vertientes de un futuro apocalíptico. Al igual que la pesadillezca Block 9, con sus edificios deformes, es un tributo a las distopías Orwellianas hechas realidad. En el mismo tono viene The Unfairground, una feria de atracciones endemoniada. Cercano a ese lado oscuro de Glastonbury está Glasto Latino, la chance de degustar un mojito al son de varios músicos sudamericanos y caribeños que han hecho sentir su música y su presencia en el hemisferio norte, y son ya un clásico del festival.

Imagen: AFP

Tantas emociones musicales, tantos estímulos llegando de todas partes, necesitan, en algún punto, una pausa, bajar un cambio. Y a pasitos de allí están los Green Fields. Estos campos verdes tienen rincones de pequeños cafés donde tocan bandas y solistas locales, en general de muy buen nivel pero de perfil bajo. Los bares en sí son memorables: el Solar Stage está alimentado íntegramente por paneles solares y el Mandala Stage comenzó a pedal, literalmente: los dueños del local y el público se turnaban para pedalear dos bicicletas fijas que brindaban la energía necesaria para la música, las luces y demás. Todo esto forma parte de los Healing Fields, los campos curativos, donde en pequeñas carpas se ofrecen masajes y terapias de todo tipo. No muy lejos están también los puestos de Greenpeace, Oxfam y Water-Aid, las tres organizaciones que son destinatarias de una porción de las utilidades del festival para destinar a diferentes fines benéficos, como ser campañas para instalar agua potable y baños en lugares apartados del mundo, y diversas medidas de protección del medio ambiente.

Subiendo por una colina se llega al lugar de máxima paz de Glastonbury. The Sacred Circle. El círculo sagrado de piedras, ubicado en la zona más elevada de la Worthy Farm y desde donde se puede contemplar una vista maravillosa: todo Glastonbury. O sea, la multitud de carpas multicolores del público, las cúpulas de las carpas musicales, los escenarios y el mar de gente que allá bajo sigue meta marcha, meta música. Entre las piedras hay tiempo para meditar un rato sobre este curioso paseo que el ser humano hace por un tiempo sobre la Tierra y ponderar las inevitables preguntas de siempre, las que Incredible String Band resumió muy bien en el estribillo de su tema “The Half-Remarkable Question”: ¿Qué somos? ¿De qué formamos parte?

Poniendo la brújula hacia el Este desde la Pyramid Stage empieza otra aventura. Es hora de comer y los caminos de Glastonbury desbordan de propuestas gastronómicas de todo tipo. Desde la inevitable junk-food hasta sofisticados platos de comida thai, variedades de cocina de la India con el dulce aroma de sus curris, paella española, sushi, pasta y demás delicias. Hay muchos bares, desde ya, y la cerveza es omnipresente, pero el público de Glastonbury tiene una tradición de saber llevar lo que tiene puesto: no hay agresiones ni mala onda. Si alguien se pasa de revoluciones, los amigos le hacen el aguante hasta que se le pase. Hay sí, canticos grupales, baile colectivo en los montones de discos al aire libre que pululan por el predio y –otra característica del festival- la variedad de disfraces: hombres y mujeres ataviados como en la Edad de Piedra; vestidos de novia, de Campanita, de bichos de la suerte. Y mucha purpurina. Disfrazarse parece ser una pasión nacional y Glastonbury la estimula.

Pero tarde o temprano, el imán de la música retorna con todo su poderío. Y así como en las caminatas entre uno y otro escenario se puede descubrir un insólito caminante sobre la cuerda floja o una ilusionista, una pasada rauda por el escenario West Holst puede cautivar con sonidos de lugares recónditos, como el caso de la banda de Ghana, Alogte Oho & His Sounds of Joy, con su ingeniosa fusión de música folklórica de su tierra y ritmos de reggae. Y hablando de reggae por aquí pasó otro gigante del género, Steel Pulse, y una banda fundacional de su afluente ska, The Skatalites. Por otra parte, la West Holst Stage fue anfitriona de Brittany Howard, la excantante de The Alabama Shakes, con un grupo poderoso que incluyó teclados, vientos y un notable coro, para exponer los sonidos de su flamante álbum What Now. La nueva música de Howard tiene un mayor componente soul que se puede asociar, en el tiempo, con la música de Curtis Mayfield y con el sonido elegante del soul de Philadelphia. Curiosamente, The Black Pumas, que también tocaron en ese escenario, tienen asimismo vasos comunicantes con el soul, con un toque latino como condimento.

PJ Harvey dio un show inmenso en el Pyramid Stage. Imagen: AFP

Cuando llega el domingo a Glastonbury, se percibe una sensación ambigua. La satisfacción por todo lo visto, escuchado y compartido y la melancolía por el fin de fiesta. Es inevitable repasar momentos e epifanía vividos en estos tres días: por ejemplo, el inmenso recital de PJ Harvey en el Pyramid Stage, anticipado por una intervención de una artista de performance, la serbia Marina Abramovic, quien pidió a la audiencia siete minutos de silencio para abogar por la paz en el mundo, formando ella misma el símbolo de la paz con su indumentaria y su cuerpo. Los Bombay Bicycle Club y su rock de cámara en la tarde soleada del viernes, instilando un efecto balsámico sobre el público de The Other Stage. Y la sorpresiva presentación de Lambrini Girls, un power trío de nu punk de increíble energía eléctrica, con ardientes letras que exponen temas sociales actuales como las reivindicaciones de género.

Después de las explosivas recepciones brindadas a Coldplay y a Dua Lipa, extrañó un poco el cierre del domingo en la Pyramid con poco público rodeando a SZA. Sus fans incondicionales celebraron el repertorio y el ingenioso despliegue visual de su show, pero puede decirse que gran parte del público asistente al festival está lejos de comprender el porqué de la devoción que su figura despierta en las redes y el impacto que su último álbum, SOS, ha tenido en Estados Unidos. A pocos metros de allí, en The Other Stage, sin embargo, la llama de Glastonbury seguía encendida a pleno con una gran actuación de The National. Una poderosa comunión musical y espiritual envolvió a banda y público, en un show que tuvo por momentos semblanza de ritual.  

Volviendo a Coldplay y a un momento especial de su recital, cuando las cámaras enfocaron a Michael Eavis, el alma mater de Glastonbury, con sus 88 años cumplidos, Chris Martin lo llamó “un hermoso ser humano” y le agradeció con emoción el que haya concebido, allá por 1970, la idea de semejante evento, un acontecimiento que año tras año trae música increíble, pero más allá de eso, trae también la esperanza de que otro tipo de visión de la vida, más humana, más empática, aún es posible.

Colaboración especial: Norma Giménez