Parece historia antigua, pero todavía tiene sus ecos en la actualidad. Hace 80 años, el jazz estaba completamente ausente en las salas de concierto (se lo escuchaba y bailaba en clubs nocturnos y en los salones de los grandes hoteles) y era muy infrecuente encontrar grupos integrados por músicos negros y blancos que tocaran a la par. Entre otras razones porque en muchos lugares el ingreso del público estaba restringido a unos u a otros, especialmente en el sur de los Estados Unidos, donde la discriminación racial todavía era ley. Y -si era necesario- el Ku Klux Klan se ocupaba de hacerla valer.

Todo eso empezó a cambiar drásticamente a partir del 2 de julio de 1944, con un concierto en el auditorio de la Filarmónica de Los Angeles, donde para una festiva jam session compartieron el escenario –entre otros- un pianista negro llamado Nat “King” Cole (que todavía no se había popularizado como cantante) y el guitarrista blanco Les Paul, el mismo que años después le daría su nombre a las guitarras Gibson que hicieron furor en el rock. En aquel momento, nadie pensó –ni siquiera el productor del concierto, un joven estadounidense de familia judío-moldava llamado Norman Granz- que aquella jornada sería histórica, por varios motivos.

Empezando por el hecho de que la mayoría de los más grandes músicos de jazz del momento y de las siguientes dos décadas, de distintas generaciones, estilos y color de piel –desde Louis Armstrong hasta Charlie Parker, pasando por Stan Getz, Ella Fitzgerald, Gene Krupa, Oscar Peterson y Anita O’Day, entre infinidad de famosos- pasarían a fomar parte del elenco de lo que se dio en llamar “Jazz at the Philharmonic”. JATP –como luego llegó a conocerse- se convirtió en una marca registrada que viajó por medio mundo, se convirtió en modelo de producción de conciertos y dio lugar a varios sellos discográficos, todos creados por el infatigable Granz, que siempre hizo de la lucha contra la segregación racial el eje de su cruzada musical.

Los comienzos

Corría la Segunda Guerra Mundial, Granz tenía 25 años y había sido asignado al cuerpo de Moral y Entretenimiento de la Fuerza Aérea, lo que le permitió acercarse a muchos de los músicos de jazz que ya venía escuchando en discos 78rpm desde su adolescencia. A comienzos de 1944, organizó una serie de jam sessions en un club de Los Angeles donde solamente los domingos le permitían subir juntos al escenario a músicos negros y blancos. Pero el éxito de esas reuniones consiguió que Granz extendiera el permiso al resto de la semana, lo que lo llevó a pensar en grande. ¿Y si conseguía el auditorio de la Filarmónica para hacer lo mismo que venía haciendo en el Trouville Club?

Para el alquiler, necesitaba 300 dólares –en esa época no era poca plata- que no tardó en obtener prestados. Granz siempre fue muy hábil para manejar dinero, al punto de que llegó a ser considerado “el primer millonario del jazz”. Pero eso nunca fue en detrimento de los músicos, a quienes siempre les aseguró la mejor paga posible, a blancos y negros por igual. “Siempre insistí en que mis músicos debían ser tratados con el mismo respeto que Leonard Bernstein o Jascha Heifetz, porque eran tan buenos como ellos, como personas y músicos”, recordaría orgulloso años más tarde.

Norman Granz, circa 1947.

Aquel primer concierto fue todo un éxito. La convocatoria de Granz –un pionero de la publicidad y el marketing- logró colmar casi la totalidad de las 2.800 butacas del auditorio, que se pusieron a la venta a un precio accesible y con el anuncio de que el grueso de la recaudación sería a beneficio de las víctimas de los llamados “zoot suit riots”, chicanos y afroamericanos que poco tiempo antes habían sido brutalmente agredidos por turbas de soldados blancos que los discriminaban no sólo por el color de su piel sino también por su vestimenta llamativa.

La leva militar había hecho escalar las tensiones raciales, pero aquella tarde de verano el público disfrutó de las improvisaciones colectivas del Nat “King” Cole Trio (en el que Les Paul sustituyó al guitarrista habitual del pianista), al que se sumaron músicos de la talla del trombonista J.J.Johnson, el saxofonista Illinois Jacquet y el contrabajista Red Callender, entre otros. El entusiasmo quedó registrado en un disco que –como el concierto mismo- también hizo historia, porque sentó las bases de lo que por entonces era inédito y después sería moneda frecuente en la historia del jazz: las grabaciones de conciertos en vivo, de las que Granz también fue un precursor.

Portada de un disco de Jazz at the Philharmonic, ilustrada por David Stone Martin.


Carácter fuerte

Primero los sellos Clef y Norgran, y luego el más famoso Verve, irían dando cuenta en el transcurso de los años de las giras nacionales e internacionales de JATP, que no tardó en dejar el auditorio de la Philharmonic (sus propietarios no querían gente bailando y aullando en pasillos y butacas) para ampliar sus fronteras. Y también sus elencos: Granz no solo quería grupos racialmente integrados sino que -en un gesto de audacia que no siempre rendía sus frutos- pretendía unir tradición con modernidad. Hacía subir al escenario a músicos provenientes de la era del swing con las estrellas en ascenso del be bop. Fue así como el 28 de enero de 1946 un joven Charlie Parker pudo compartir el escenario con su admirado Lester Young, pero no por eso se plegó a su estilo. “Bird transformó a ‘Lady Be Good’ en un blues y su solo hizo envejecer de pronto a todos los otros músicos que estaban a su lado”, señaló el pianista y compositor John Lewis, fundador del Modern Jazz Quartet. O como decía el alter ego de Bird en el cuento “El perseguidor”, de Julio Cortázar: “Esto lo estoy tocando mañana”.

Como productor, a Granz le gustaba mezclar a sus músicos como si fueran un mazo de cartas y generalmente los dejaba en libertad para que improvisaran. Pero les imponía repertorios de “standards” y promovía las llamadas “batallas” entre instrumentistas, particularmente entre los trompetistas, que luchaban en el cielo con sus sobreagudos, como era frecuente entre Roy Eldridge y Dizzy Gillespie. “Me gusta que mis músicos sean buenos amigos abajo del escenario, pero cuando están arriba quiero sangre”, solía decir Granz, que sabía que eso encendía el entusiasmo del público.

Con lo que Granz –famoso por su carácter fuerte y sus “cejas intimidantes”, como las definió el crítico Whitney Balliett- no hacía concesiones era sobre su política de integración racial. En la sociedad desigual que era Estados Unidos durante los años 40 y 50, exigió y obtuvo igualdad salarial y de alojamiento para sus artistas blancos y negros. Promovió los primeros conciertos y bailes interraciales en el llamado "Deep South" y canceló un concierto en Nueva Orleans donde se habían vendido todas las entradas cuando se enteró de que los asientos del teatro estaban segregados. Según le contó a la revista Down Beat, en 1947 llegó a perder cien mil dólares al rechazar reservas en salas de conciertos segregadas. “Te sentás donde yo te siento y si no querés sentarte al lado de un negro te devuelvo la plata y te vas”, se le escuchó decir más de una vez ante las quejas del público blanco.

Discriminaciones

Si los dueños de las salas no querían hacerlo, muchas veces él personalmente sacaba los carteles que decían “Baños para blancos” y “Baño para negros”. Y también tenía sus choques con la policía, como sucedió una noche de 1955 en Texas, cuando en una batida arrestaron a Ella Fitzgerald, Dizzy Gillespie y al saxofonista Illinois Jacquet por estar jugando a los dados en los camarines del Music Hall de Houston. Inmediatamente, Granz salió en defensa del grupo y fue acusado de organizar él mismo el juego, presumiblemente por plata. Un testigo del hecho luego recordó que Granz pudo haberse librado pagando una pequeña multa, pero decidió en cambio presentar cargos contra la policía local, para limpiar su nombre y el de sus músicos, lo que le costó dos mil dólares, una cantidad importante para la época.

Esa obstinación también se veía reflejada en su faceta de productor artístico. Fanático de las grabaciones en vivo, que no siempre tenían una calidad ideal de sonido, nunca se quiso plegar a la incipiente moda del llamado Hi-Fi, los discos de alta fidelidad grabados en estudio, de los que se burlaba en las tapas de sus propios LPs (diseñadas, dicho sea de paso, por el exquisito ilustrador David Stone Martin). “Recorded in Muenster Dummel Hi-Fi”, llegó a poner en las portadas, un sistema por supuesto inexistente: Jack Dummel era el ingeniero de grabación habitual de Granz y el Muenster era su queso favorito.

También era insistente con combinar músicos que no siempre congeniaban sobre el escenario. En 1949, después de haber logrado volver a reunir al ya entonces célebre quinteto bop de Charlie Parker, que nunca terminaba de desengancharse de su adicción a la heroína, Granz se empecinó en sumar al grupo al trombonista Tommy Turk, que se había hecho popular entre el público de JATP por sus demagógicos solos. “Era como añadirle una tuba a un cuarteto de Beethoven”, se quejó Ross Russell, el biógrafo de Parker.

Pero Granz también aprendía de sus errores. Algunas de las mejores grabaciones de sus sellos son aquellas donde presenta a su estrella rodeada apenas de sus músicos de mayor confianza, como es el caso de la extraordinaria recopilación Billie Holliday at Jazz at the Philharmonic, que entre sus muchas joyas incluye la que quizás sea la versión más dolida de “Strange Fruit”, la canción de Abel Meeropol que ella hizo suya y que describe a los hombres negros linchados en el sur profundo como esa “extraña fruta” que cuelga de los árboles y es alimento de los cuervos. Otra cumbre de su catálogo es Stan Getz at The Shrine, una grabación en vivo del quinteto habitual de Getz con el que hacia 1955 Granz amplió su paleta hacia el cool jazz.

Al año siguiente, el productor disolvió sus sellos discográficos anteriores y fundó Verve, donde a la par de las reediciones de las infinitas sesiones de JATP se dedicó a producir nueva música. Su primer lanzamiento fue Ella Fitzgerald Sings the Cole Porter Song Book, un álbum doble grabado en estudio que fue todo un éxito de ventas y el primero de los ocho “song books” que Fitzgerald (por entonces artista exclusiva de Granz) dedicó a los grandes compositores del cancionero popular estadounidense. Con el mismo concepto, desarrolló también la carrera del pianista Oscar Peterson, otro puntal de Verve, que llegó a convertirse en uno de los dos sellos más prolíficos de la historia del jazz, junto con Blue Note.

Después de vender Verve a la corporación MGM, Granz fundó en 1973 Pablo Records, en homenaje a su amigo Pablo Picasso, de quien tenía varias obras. Allí siguió fiel a Fitzgerald y a Peterson, a los que sumó los nombres de Joe Pass, Count Basie, Dizzy Gillespie, Sarah Vaughan y John Coltrane, grabados en concierto, o en sesiones de estudio pero registradas en vivo. También reeditó buena parte de la obra del pianista Art Tatum y lanzó una serie dedicada al Festival de Jazz de Montreux, en Suiza, donde Granz vivió hasta su muerte, en 2001, a los 83 años. Para entonces, ya habían pasado casi cuatro décadas desde que en los Estados Unidos se habían ganado las mayores batallas por los derechos civiles –algo en lo que JATP tuvo mucho que ver- pero eso no impidió que el racismo siguiera acumulando muertes, desde Martin Luther King hasta George Floyd.

“Jammin' the Blues”

En 1944, Norman Granz no se contentó solamente con lanzar el primero de sus incontables conciertos de “Jazz at the Philharmonic”. También fue el impulsor y productor musical de un cortometraje hoy legendario titulado Jammin' the Blues, que es único en su tipo por el increíble ambiente –tan auténtico como estilizado- con el que recrea una jam session de la época. Y también por la calidad de los músicos involucrados, empezando por el extraordinario saxofonista tenor Lester Young. Sus solos en "Midnight Symphony" y "On the Sunny Side of the Street" son tan suaves y melancólicos que por momentos pareciera que se va a evanescer y en su silla va a quedar solamente su arquetípico sombrero, tan identitario como su sonido.

Filmado en un bellísimo blanco y negro muy contrastado, cortesía del fotógrafo Robert Burks (que luego sería un colaborador esencial de Alfred Hitchcock en doce títulos, desde Extraños en un tren hasta Marnie), el corto contó con la dirección de un amigo personal de Granz, el inmigrante albanés Gjon Mili, que se hizo un nombre como fotógrafo de la revista Life. En su puesta en escena, los músicos aparecen en un set completamente despojado, con una pantalla blanca de fondo que refuerza el juego de luces y sombras. Y allí se mueven sigilosos como gatos los saxofonistas Lester Young e Illinois Jacquet, el trompetista Harry “Sweets” Edison, el pianista Marlowe Morris, los contrabajistas Red Callender y John Simmons, los bateristas Sid Catlett y Jo Jones, y la cantante Marie Bryant, que también baila junto a Archie Savage, un pionero de la danza contemporánea afroamericana.

La lista estaría incompleta si no se mencionara al guitarrista Barney Kessel, el único músico blanco del grupo, a quien la productora Warner Bros quería eliminar del conjunto para evitar eventuales conflictos raciales con el público. Fiel a sus convicciones, Granz se negó e incluso le asignó un solo, pero en el montaje quedaron apenas sus dedos punteando la guitarra y su silueta vista desde atrás, diluida por el humo de los cigarrillos.