La ventaja con la que cuentan niñas y niños en la asignatura “Comprensión General del Mundo” es no haber sido nunca adultos. Se sabe que en toda casa de familia, desde las que se encuentran en el paraje más alejado hasta las que están en la ciudad con más rascacielos del mundo, sin excepción, hay uno. Por supuesto, tal rincón no forma parte de la oferta publicitaria de las inmobiliarias porque a las inmobiliarias las manejan los grandes. ¿Se venderían o alquilarían más casas si además de parrilleros o amenities tuvieran descubierto su rincón mágico? Después se verá cómo se soluciona eso de que el rincón mágico está para cada niña o niño en cada lugar, en cada momento que se necesite porque es evidente que en eso consiste parte de su magia. Tal cuestión, sin embargo, animó a algunos a sostener que “rincón mágico” era una convención fruto de la pereza, una especie de comodidad literaria, que en realidad lo mágico son los instantes y las palabras que construyen frases que en un determinado momento cambian el mundo para siempre. Una advertencia: que el adjetivo mágico sea sinónimo de maravilloso y agradable es un triunfo contundente del Sindicato General de Magas, Brujos, Nigromantes, Pitonisas, Adivinadores y afines.
Hay que decir que en el caso de Alicia la casualidad hizo lo suyo. Pero cuando se busca que algo pase, ¿hay casualidad? ¡Cuántas veces te dije que no toqués eso que es una mugre!, gritaba su abuela. Y Alicia se iba haciendo puchero, diciendo abueeela y estirando las e. Unas “e” flaquitas como aplastadas por las cejas. Lo bueno es que la señora dormía la siesta. Era el momento. Corriendo los cajones de soda de atrás de la heladera SIAM oxidada y pesadísima, descubrió una pared mohosa, descascarada, vieja, una pared común y corriente, salvo por un agujerito minúsculo, irregular, como hecho de un martillazo (o con la punta de un sifón) más o menos a la altura de sus rodillas. Decir que limpió y barrió antes de agacharse sería una exageración. En realidad, pasó un trapo así nomás, que revoleó a los dos segundos. Se arrepintió de haberse dejado poner esos cancán blancos caladitos tan lindos que para su abuela debían ser el outfit oficial de su edad independientemente de la actividad del día. Abueeeela, me vestís de muñeca, le recriminaba Alicia, otra vez aplastando las e.
En posición de perrito y ojeando para confirmar que la siesta seguía se dispuso a mirar por el agujero. Hizo telescopio con su mano derecha, cerró los dedos índice y pulgar de manera que formaran una especie de tubo regulable, el resto de los dedos daba profundidad. No vio nada. Al segundo intento abrió las palmas de ambas manos alrededor del agujero haciendo tope para apoyar la frente y acercar lo más posible el ojo pero sin tocar la pared. Oscuridad total. No vio nada, pero sintió un vientito. Eso la envalentonó. Sentada en el piso, tomó aire varias veces para darse fuerza y metió lo más que pudo el ojo en el hueco. Entre que se le acostumbraba la vista a la oscuridad y el vientito tuvo que pestañear varias veces. Pestañear es un sólo verbo que se compone de dos acciones bien diferenciadas: una consiste en cerrar el ojo y la inmediata posterior, en abrirlo. Alicia pensó entonces que la diferencia entre pestañear y dormir es la cantidad de tiempo que el ojo permanece cerrado. O sea que dormir, a los efectos oculares, es pestañear en cámara lenta y morirse es pestañear a medias. Se rió de la ocurrencia, pero sabía que a su abuela no le iba a gustar, así que no pensaba decírselo.
A poco de mirar, la envolvió un destello de luz de muchos colores o de un color que nunca había visto, una claridad tan brillante como hipnótica que, contrariamente a lo que pasa cuando miramos al sol, no podía dejar de ver. Entre el fulgor constante y creciente, Alicia distinguió infinitos árboles con infinitas ramas que a su vez eran troncos de otros árboles portadores de otras ramas. No se piense que esos eran árboles como los de los bosques. No, estos árboles estaban hechos de vida, de trozos de vida, de sueños, de miedos, de fantasías, de expectativas, de potencialidades, de futuros cercanos, lejanos, más o menos posibles. Este resplandor contenía el infinito catálogo del libre albedrío, la eterna concatenación de la causalidad, con sus inagotables derivaciones y variaciones.
Comprendió Alicia que una acción suya tenía impacto en su mundo y en otros mundos. Que cada “gracias” que decía sonriendo era, quizás, una persona menos que moría. Vio todos sus destinos posibles, los que eran, por supuesto, inabarcables. Cuadro por cuadro quiso ir hacia atrás desde un destino feliz a la sucesión de decisiones anteriores, para memorizarlas, temerosa de que la luz termine. Vio todas las épocas del mundo, todas las guerras, sus causas y efectos. Vio todos los próceres, todos los héroes y todas las héroas, vio a todos los villanos llorando, a todos los tibios y a los temerosos, con sus decisiones tomadas por otros. Cuando sus porvenires la inundaban, se quiso convencer de que no existían las acciones malas o buenas, ni personas malas o buenas, solo esquinas y callejones oscuros donde se decide doblar o seguir. Que siempre se puede volver a doblar, que el destino es indiferente a las venganzas y que el kharma es en realidad un error de cálculo por información parcial. Se vio a ella misma niña corriendo cajones de soda y se vio de adulta siendo escritora. Se vio, feliz, con su novia y se vio también soltera. Se vio con hijos sin padre, y se vio chapando con un pibito en el portón de la escuela. Vio viva a su madre y muriendo a su abuela. Vio a la heladera SIAM en la basura y vio la pared revocada y pintada. Se vio en un cumpleaños desde afuera, mirando fijo el alboroto de la piñata y también se vio desde adentro dándole un codazo al de al lado y haciendo bolsita con la remera para agarrar más caramelos.
En el éxtasis de la luz y sin pestañear ni una vez se imaginó a sí misma como Eva mordisqueando la manzana que la hizo sabia, la vio cubriéndose el cuerpo porque ahora sabía. Por un momento pudo detener el presente y descubrió que el adjetivo “inocuo” no se aplica a los hechos y que en realidad el destino es el conjunto de decisiones y resultados, causas y efectos entrecruzados. Vio de pasada a Babel y la entendió. Se vio ella misma en ese exacto momento de revelación y se desesperó por adelantarse a verse triste, más tarde, en una de las ramas, consolándose con una frase en cursiva en una libreta abierta al azar: La tristeza es hija y es madre de la sabiduría. Se vio en otra rama, ahora dichosa, comprendió que una mínima porción del mundo depende de su voluntad y que si decidía ser feliz quizás podía serlo. Que la vara de la felicidad dependerá de su propia escala de valores, y no de un certificado externo. Ahí nomás pensó que era útil armarse una escala de valores que se le acomode, mientras sintió que el viento se hacía más fuerte, y la luz se iba apagando. No quiso pestañear pero lo hizo, tenía el ojo seco y le empezaba a doler. La luz desapareció y ella recuperó sus sentidos. Tenía el traste adormecido, los brazos acalambrados y seguía con el ojo en el hueco. Se incorporó de a poco. Se sacudió la tierra de las rodillas, todo lo que pudo, y volvió a acomodar los cajones de soda uno por uno. La escena quedó intacta, y ella, después de abrocharse las hebillitas, también.
Salió a la vereda aunque su abuela no la dejaba salir. Tomó aire fresco, contempló el mundo, su casa, las de sus vecinas, su calle y los postes, los autos y el cielo. Volvió al comedor y esperó tranquila a que su abuela se levantara.
Abuela, te puedo preguntar algo.
Sí, hijita, lo que quieras.
¿Vos te acordás cuando empezaste a ser feliz acá conmigo? Porque yo soy muy feliz con vos.
Qué preguntas que hacés, ¿eh?. ¿Qué tenés en las rodillas? A ver, vení para acá.
*participante del taller literario abrirlacasa coordinado por Dahiana Belfiori