La vida del coronel Manuel Baigorria en las tolderías ranqueles es un capítulo novelesco en la historia argentina. Se tuvo que exiliar durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas tras la revolución unitaria de Luis Videla en 1830. El coronel participó en la batalla de Oncativo del 25 de febrero de 1830 cuando unitarios y federales se enfrentaron en la región pampeana, esa donde fue vencido el caudillo federal Juan Facundo Quiroga.

El gobierno de Rosas perseguía ferozmente a sus adversarios y en 1831 el coronel decidió tomar el camino de la rastrillada para salvar el pellejo. Tierra adentro lo recibió Yanquetrúz, un longko de la Nación Ranquel cuyo dominio abarcaba las provincias de La Pampa, Córdoba y San Luis. Allí Baigorria pudo rehacer su vida sin perderse nada de lo que ocurría en el gobierno. Mantenía comunicación con su familia por medio de un tal Anselmo Rodríguez, hombre de confianza quien lo proveía de ropa y noticias.

El coronel pudo enterarse por ejemplo de que de los candidatos que rondaban a su hermana Tomasa, uno en particular había sido fletado por razones meramente políticas. En un baile en San Luis, habían concurrido las hermanas del coronel junto con su madre cuando un oficial federal invitó amablemente a Tomasa a bailar un gato con relación. Los dos, con los brazos en alto en posición de baile, después de la vuelta entera y el zapateo, el candidato le había dicho un versito que no rimaba, pero era cierto: “si sos federal, te quiero, pero si sos unitaria no…”

Tomasa manteniendo su elegancia contestó: “Dicen que soy unitaria, no niego mi condición, prefiero ser unitaria y no federal ladrón”. Tomasa dio media vuelta y allí mismo se terminó el bailongo para las Baigorria.

El coronel disfrutaba saber sobre las andanzas de su hermanita. En otra oportunidad, las tres mujeres habían visitado a los prisioneros amigos y parientes en la cárcel de San Luis. El gobernador, obsecuente, para congraciarse mas aun con el gobierno que acababa de imponer el cintillo federal para los hombres, dispuso que en la provincia lo usaran también las mujeres y los niños.

Las Baigorria traspasaron las puertas de la prisión con la frente en alto y el sargento que las aguardaba, después de mirarlas atentamente de arriba abajo, les preguntó dónde llevaban la cinta federal. ¡Aquí lo llevo! contestó Tomasa muy simpática y se recogió el reboso que deliberadamente había colocado largo. Así le mostró al impactado sargento la cintita. que estaba en la punta de la trenza, justo donde termina la columna vertebral.

Entre las mujeres que pasaron por la vida de Manuel Baigorria había una hermosa novia que el coronel tuvo que abandonar para salvar su vida. La barbarie fue su refugio y su contención. Del otro lado de la frontera, la ferocidad de la civilización lo buscaba hasta debajo de las piedras.

Una vez instalado en la toldería, adoptó las costumbres de los ranqueles. Se acostumbró a la carne de potro, aprendió las estrategias de supervivencia en la llanura, las correrías y también como no podía faltar. se enamoró de varias mujeres de la tribu. Según cuenta en sus memorias, tres eran de esta nación y una cristiana.

Luego de algunos años instalado allí, durante una de las tantas ceremonias. los ancianos de la tribu le entregaron como ofrenda un nombre indígena, para que se sintiera parte de la familia. Lo llamaron Lautramán. Cabe aclarar que los nombres originarios aún en la actualidad se siguen poniendo según características del portador. Por su valentía, su accionar como un gran guerrero y su capacidad de ver y analizar la situación política de esos tiempos desde lugares inhóspitos, al coronel lo llamaron “Cóndor petizo”.

Le guardaban tanto afecto que el mismo longko Yanquetrúz le pidió que apadrinara a su hijo Pichún, a quien le pusieron su nombre y fue conocido años más tarde como “Baigorrita”.

Mientras estaba en pleno auge la pelea entre unitarios y federales, Baigorria tenía su propio toldo. Con los años tuvo un hijo, su propia caballada, la confianza de los caciques y un levante formidable.

En la toldería, varias mujeres estaban perdidamente enamoradas del wingka. La profunda cicatriz en la cara que le había quedado de la batalla de Cochicó (agua dulce), al parecer lo hacía muy atractivo. Baigorria, que no se cansaba de admirarlas, se esforzaba para mantener a su amplia familia saliendo de cacería y maloneando con los guerreros para obtener ganado. Posiblemente lo sobrepasara el hecho de tener cuatro mujeres para él solo.

Quién sabe qué sucedió aquella vez que lo convidaron con alguna hierba de palwen. La tradición oral de las Primeras Naciones mantiene de boca en boca la farmacopea indígena y se sabe que en la naturaleza hay remedios para todo. En particular, esta hierba era muy utilizada para aumentar la fogosidad masculina. Al parecer, el coronel, luego de algunas infusiones, quedó sin poder mover las piernas, tieso de la cintura para abajo por cuatro meses.

Solamente podía mover los brazos y la cabeza, estaba lúcido por completo, pero no podía salir con los demás hombres a cazar y las diligencias con el gran cacique Yanquetruz y Pichún su hijo se vieron interrumpidas. El coronel estuvo cuatro meses quietito, recostado sobre los cueros, recibiendo las atenciones de Yanquetruz y el cuidado de sus mujeres.

Baigorria agradecía la visita de tantas damas, pero pasado el tiempo ya se le daba por invocar a un santo llamado San Antonio de las Baigorrias, que según le habían contado sacaban en procesión en San Luis en el siglo XVIII. Pero de tantas veces que le había salvado la vida, esta vez el santo parece que miraba para otro lado.

Yanquetrúz, sabiendo que de todas las enfermedades de la llanura algunas eran atribuidas, es decir intencionalmente generadas, una tarde llamó a las mujeres aparte y tuvo una conversación muy seria. Lanza en mano y despidiéndose porque debía ausentarse un tiempo, les dijo con aire amenazador, “que vuelva yo y lo halle enfermo, sabré lo que he de hacer”. El longko, hombre de experiencia, sabía que una cosa es la parálisis y otra es la impotencia. Se había dado cuenta, de por qué las chinas querían a Baigorria en casa.

Bastaron estas pocas palabras para generar temor. Lo vieron alejarse mientras conversaban con las ancianas sobre cómo tratar la parálisis de las piernas ocasionada al pobre hombre. Estaban asustadas, no por lo que habían hecho, sino por el tono del cacique. La pronta recuperación del guapo coronel Baigorria era su absoluta responsabilidad.

Salieron al campo presurosas a juntar hierbas que hicieran el efecto contrario. Unas se fueron de cabeza a juntar el kachulawen entre la maleza, otras con los brazos estirados y en puntitas de pie recolectaban de los árboles, algunas buscaron cortezas. Cuando juntaron toda la medicina, comenzó el ritual.

Un grupito se encargó de mantener el gran fuego sagrado encendido en el centro del toldo. Cuando el bau estuvo listo y la olla estaba colorada le echaron las hierbas, envolvieron al enfermo en un makún tejido por ellas, un poncho fuerte que tomaron entre cuatro de las mujeres más fuertes. Fueron al centro del toldo y lo sostuvieron en el aire sobre la gran olla.

Estuvo por largo rato el coronel Baigorria al vapor, sudando en abundancia, sostenido por brazos femeninos que se iban turnando para curarlo mediante el arofun, la sudación. Podrá parecer una locura, pero lo cierto es que ejercieron este ritual por unos días hasta que las piernas de Baigorria comenzaron a responder. Cuando volvió Yanquetrúz lo encontró de pie y sonriente al lado del toldo, aunque con un bastón. Pasó un tiempo hasta que pudo restablecer sus fuerzas por completo.

En 1834 las fuerzas rosistas de San Luis y Buenos Aires al mando de Pantaleón Argañaraz derrotaron al longko Yanquetrúz en Pampa del Molle. Le llevaron a toda su familia cautiva, inclusive las mujeres de Baigorriam y dieron muerte a su hijo Pichún.

Los rosistas cumplían las palabras de su líder, quien en su discurso dijo: “Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y rigurosa que sirva de terror y espanto”.

La vida ranquelina y a la vez militar de Baigorria tuvo muchos sinsabores. Mantuvo fidelidad con sus amigos indígenas y se opuso incluso a ciertos intereses políticos de los que hubiera sacado ventaja por tener amistad con ellos. Siempre que volvió tierra adentro fue bien recibido. Protegió después en 1868 la frontera sur de Córdoba como jefe del Regimiento 7 de caballería. Su vida entre Ranqueles quedó plagada de buenos recuerdos y sobre todo de Yanquetrúz y las mujeres que lo cuidaron celosamente, según dejó escrito en sus memorias.

El recuerdo de aquel tiempo en que los hombres de la tribu se sentían a gusto con que el wingka estuviera con ellos y además tuviera tal poder de seducción entre las mujeres. Lejos de envidiarlo, lo admiraban por sus cuatro esposas. El mismo escribió que “cada vez que pasaban por fuera de su toldo lo alentaban diciéndole: ¡Coronel Baigorria, toro!”