Cada mañana comienzo el día con la intención de escribir. Hago pequeños planes la noche anterior sobre la hora en la que voy a levantarme. Quizás, si pongo el despertador más temprano pueda escribir. Miro la agenda: veo espacios entre pacientes; quizás ahí sí pueda.
Así, entre planes y esperanza, cada mañana me levanto con la intención de escribir. Muchas veces sucede que esa intención queda en una especie de promesa, cosa interrumpida. Y aunque aparezca así, un poco insuficiente, demasiado prematura para considerarse algo, no la abandono, porque creo que al menos tengo eso.
Mi amigo Andrés me dijo ayer que me entendía, pero que él ya no se levantaba con la intención de escribir, si no con la energía. Y que a lo largo del día esa energía se le iba disipando, hasta no tener si quiera la suficiente para terminar la idea que se le vino mientras escuchaba el último mensaje de audio que le envié. Es algo de la época, dijo. Algo que está pasando ahora: ya nadie tiene tiempo de nada, fijate, alguien se muere y no sé, ni siquiera un entierro, nada, lo creman y ya está, y parece que hay que seguir rápido a la siguiente cosa que, por lo general, es trabajo, cuentas, fechas de vencimiento de algún crédito o quizás la tarjeta. Y trámites, y horarios con los que cumplir, la escuela de los chicos, las actividades y los grupos de WhatsApp y los cumpleaños, no olvidar los cumpleaños.
Andrés no tiene hijos, pero tiene dos trabajos. En uno es escritor fantasma (creo que esa profesión no le está haciendo bien en este tiempo que se ha vuelto tan espectral, pero él dice que compensa eso de ser fantasma con clases de yoga). Me la paso estudiando cosas que no me interesan – me dice - y tengo que creerme mucho eso en lo que voy a escribir, que en realidad me convence muy poco, en el fondo toda una pelotudez de criptomonedas y cosas así, pero lo tengo que hacer porque no dan los números, y yo me había prometido dejarlo este año, es que ya ni tengo ganas de escribir ficción, o sí, pera la energía, como te dije, se me va en el transcurso del día.
Mientras me baño, cuando lavo los platos o pico cebolla, busco mi intención, algún rastro desde donde seguir algo. ¿En qué estás pensando mamá? En una cosa que quiero escribir. Me detengo en una palabra, una sensación, una escena. Cosas fragmentarias que todavía no son nada, ni si quiera saben cuál es su lugar en la naturaleza de las cosas. Muchas veces repaso las conexiones, hilos, como un camino que uno memoriza para no perderse. En algún momento voy a volver y lo voy a escribir.
¿Hace cuánto que apareció en WhatsApp la opción de acelerar los audios? -pregunta Andrés, en ese intercambio de mensajes en los que fuimos pensando la sensación de velocidad que sentimos sobre los días. La gente no soporta el tiempo de una conversación, las pausas, los modos del decir, sus recovecos, los giros para llegar a una idea. La gente soporta cada vez menos las marcas del otro. No quiero conversar con gente que no esté dispuesta a encontrarse conmigo, dijo, mientras íbamos pensando cuánto de esta posibilidad de acelerar y sacarse de encima al otro está alterando nuestra percepción del tiempo.
Sin embargo, creo que la velocidad del tiempo es solo una las caras de eso que ataca cada día mi intención de escribir, mi necesidad de detenerme. La otra es esta crueldad que se ha instalado en el mundo, que no da respiro, que expande sus posibilidades de hacer daño. Y me paralizo, difícil leer, difícil la contemplación y esa sensación, horrible, que formulo como una pregunta: ¿qué sentido tiene escribir?
Solo escribiendo estas líneas, las que construí con la forma de un salvavidas, pude reconocer que eso no solo estaba atacando mi escritura si no mi ingreso al terreno de la imaginación y la fantasía. Pensé: la crueldad no es solo la guerra, ni los haters en las redes, ni un tarado con motosierra, hay otra forma, que parece ser más eficaz: esa que opera simplificando vidas, reduciendo cuerpos, como un crematorio, volviendo planos a los seres de varias dimensiones. Y las amigas de mi hija cuando sean grandes quieren ser youtubers o tiktokers.
Por eso, en los próximos días, no me voy a deshacer de esa pregunta, no. Con esa pregunta voy a hacer cosas: flor naranja para picaflores, cristal a través del cual mirar la cala que está floreciendo nuevamente. Le voy a dar voz de árbol para preguntarle al cerezo porqué este año dio almendras. Pero también me voy a quedar un rato más en un texto, como si fuera una casa, una choza o una cueva. Voy a buscar el próximo libro como si fuera un destino. Y principalmente voy a demorarme: en una conversación, en la sesión con un paciente, en el vestuario del club después de la clase de natación, y en la librería, aunque esté apurada y la familia me espere ansiosa con el auto en marcha. Y voy a perderme entre lo que buscaba y los títulos apilados en el mostrador del Juguete Rabioso. Y le voy a dar tiempo a cada sensación, a cada imagen, hasta que tengan ganas de manifestarse, en sonido, palabra, trazo. Y voy a quedarme un rato más mirando por la ventana, poniendo mi atención en el benteveo y el hornero, o en el camino que hicieron los perros para ir del comedero a la cucha; en esos detalles, que parecen, no sirven para nada.