“Esta es la ciudad: Los Ángeles, California. Aquí se hacen películas. Aquí vivo. A veces creo que eso me da derecho a criticar la manera en la cual las películas representan mi ciudad. Sé que no es fácil. La ciudad es grande. La pantalla es pequeña. Las películas son verticales. Al menos cuando se las proyecta en una pantalla. La ciudad es horizontal, excepto lo que llamamos ‘el centro’. Tal vez por eso las películas aman ‘el centro’ más que nosotros”. La voz del narrador, Encke King, recita las palabras escritas por el director, Thom Andersen, al comienzo de Los Angeles Plays Itself, cuyo título podría traducirse literalmente como “Los Ángeles se interpreta a sí misma”. La nave nodriza de todos los video-ensayos cinéfilos, el punto cero de las reflexiones cinematográficas atareadas en la descripción de cómo la gran pantalla ha registrado y descripto una gran ciudad. Desde su estreno en el Festival de Toronto en 2003, la obra magna de Andersen -cineasta, crítico, docente, historiador, nacido en Chicago en 1943 pero instalado en Los Ángeles desde la adolescencia- ha recorrido infinidad de festivales (incluido el Bafici, en su quinta edición) generando, con el correr de los años, un verdadero culto alrededor de sus abigarradas, alucinantes, exhaustivas dos horas y cincuenta minutos de metraje.

Conformada por apenas un puñado de planos filmados por el realizador y una incalculable cantidad de fragmentos de cientos de largometrajes producidos desde la fundación de Hollywood hasta el comienzo del nuevo milenio, Los Angeles Plays Itself desapareció tiempo después del radar público, en parte por la reticencia de Andersen a hacer circular su ensayo por fuera de las salas de cine y, en no menor medida, por las dificultades a la hora de que los derechohabientes de las imágenes y sonidos que conforman su núcleo accedieran a liberar el copyright correspondiente. Todo eso cambió hace algunos años, cuando la película finalmente tuvo una edición en formato hogareño, para alegría de los muchos estudiosos y adoradores alrededor del mundo. Ensayo sobre la ciudad, el cine y de cómo el cine refleja la ciudad -y, en algunos casos, de cómo la ciudad refleja al cine-, Los Angeles Plays Itself está disponible, por primera vez con subtítulos en español, en la plataforma MUBI, una oportunidad inestimable para reencontrarse con una auténtica obra maestra que recorre calles, autopistas, callejones, casas, edificios, represas y parques a través del prisma de la ficción cinematográfica.

“Suele decirse que Los Ángeles es la ciudad más fotografiada del mundo. Si podemos apreciar los documentales por sus cualidades dramáticas, tal vez podamos apreciar los films de ficción por sus revelaciones documentales”, continúa la voz en off al comienzo de la proyección, antes de agrupar en una serie de planos imágenes contemporáneas, tomadas por Andersen, de carteles y afiches en la vía pública que señalan hacia diversos rodajes que están teniendo lugar en la ciudad. “Los Ángeles es el lugar donde la relación entre la realidad y la representación se confunden”. Una stripper rubia corre semidesnuda por el centro de Los Ángeles en una escena de El kimono escarlata, el crudo policial dirigido por Sam Fuller en 1959. Las calles llenas de locales turbios y luces de neón lascivas pertenecen a ese downtown desaparecido, pero que ha quedado registrado en decenas de secuencias similares del cine hecho en Hollywood durante la posguerra. De inmediato, otras imágenes robadas a films olvidados como La casa n° 322 (1954, de Richard Quine), El ojo salvaje (1960), particular docu-ficción de los realizadores Ben Maddow, Sidney Meyers y Joseph Strick, o Lluvia de plomo (1986, de Richard Tuggle) describen visualmente avenidas, edificios y carteles promocionales que ya no forman parte del entramado urbano. Reflejos de eras extintas, pero disponibles al ojo del espectador en ese palimpsesto en constante mutación que es la historia del cine.

Según la precisa definición de Andersen, si le prestamos atención a la locación, no estaremos viendo realmente la película. Eso es precisamente lo que propone Los Angeles Plays Itself: dejar de prestarle atención, al menos por unas horas, a los personajes y sus avatares, concentrando en cambio la mirada en aquello que los envuelve. “Lo que siempre cuenta es lo que pasa adelante”, se afirma desde el off, mientras Takeshi Kitano, con unos anteojos de sol que ocultan una parte de su semblante, permanece en el centro del cuadro. Detrás, los rascacielos del nuevo centro de Los Ángeles, esa jungla de cemento y vidrio creada a imagen y semejanza de tantas otras urbes hiper pobladas. Unos minutos más tarde, la película se detendrá en la simplificación inevitable de Los Ángeles en la sigla L.A., ese lugar que -siempre según el realizador- solía ser en las películas de antaño siempre un destino, nunca un lugar en el cual se vive.

LOS ÁNGELES DOCUMENTAL

La filmografía de Thom Andersen incluye varios títulos dedicados obsesivamente al análisis de figuras, momentos o simplemente conceptos ligados al cinematógrafo. Eadweard Muybridge, Zoopraxographer, su ópera prima de 1975, rescata la figura del famoso fotógrafo británico que, instalado en los Estados Unidos hacia finales del siglo XIX, logró con su famosa invención dar los primeros pasos hacia el registro y reproducción de las imágenes en movimiento. En Red Hollywood (1996) el realizador camina tras los pasos de los cineastas “cancelados” durante la caza de brujas macartista, en los años más duros de la Guerra Fría, temática que reaparece en ciertas instancias de Los Angeles Plays Itself, en tanto que The Thoughts That Once We Had (2015) parte de dos conceptos teóricos de Gilles Deleuze, la imagen-tiempo y la imagen-movimiento, para armar su propio recorrido por la historia del cine. Poniendo en discusión la definición de muchas de sus películas, en una entrevista con la prestigiosa (y muy neoyorquina) revista Artforum, Andersen detalló que “la gente describe Los Angeles Plays Itself como un film ensayístico. Yo prefiero llamarlo un documental. Creo que cuando uno va a ver un documental debería aprender algo de él, y no me parece que esa sea una idea tan radical. Por supuesto, también podemos aprender de una buena película de ficción, aunque tal vez se trate de otra clase de verdad. Pienso que todas las películas deberían aspirar hacia la verdad, pero la gente malinterpreta esa idea cuando se habla de cine. Piensan en la verdad como sinónimo de exactitud, y eso es imposible de obtener por la propia naturaleza del cine, que es una selección de encuadres y edición. La verdad es simplemente una aspiración, como cualquier otra virtud clásica. Como la caridad, por ejemplo. A veces se le ofrece dinero a un mendigo, pero otras tantas uno sigue caminando”.

EL DIRECTOR THOM ANDERSEN

Respecto del origen de la película, Andersen recuerda que el concepto surgió desde un lugar lógico: su tarea como docente y conferenciante. “Fue un origen muy humilde, una idea que tuve sobre una charla acerca de Los Ángeles y las películas. Estaba trabajando en ello cuando me topé con algunas personas de San Francisco, quienes me sugirieron que sería interesante que la charla no fuera única, que pudiera repetirse en distintos lugares, no solamente en Los Ángeles. Al surgir la posibilidad pensé que, en lugar de buscar material para esa única conferencia, por qué mejor no preparar fragmentos de films para que estuvieran siempre disponibles. Lo cual, de alguna manera, fue como gestar y hacer una película. Así comencé a interesarme cada vez más por las posibilidades de montar diferentes escenas, yuxtaponer y reeditar, y así, en cierto momento, pensé que eso podía ser una película de verdad”.

De los cientos de secuencias de films elegidos para edificar el documental (o film-ensayo, más allá de la definición del autor), hay algunos títulos que Los Angeles Plays Itself utiliza como pilares fundamentales para construir sentido(s). Zabriskie Point, de Michelangelo Antonioni, Estudio de modelos, de Jacques Demy (dos ejemplos de “cineastas turistas de alto nivel”, según Andersen), Barrio chino, de Roman Polanski, y Blade Runner, de Ridley Scott, reaparecen en varias instancias a lo largo de las casi tres horas de proyección. Los dos primeros le sirven al realizador para demostrar cómo la mirada del extranjero logra muchas veces ser más certera, a la hora de describir el paisaje urbano, que la del habitante. El film del cineasta polaco es utilizado para separar el mito de la verdad histórica, al tiempo que ilustra la transformación de la vieja California en una nueva. En particular aquello que fue bautizado como Hollywood, ese no lugar, un poco como podría serlo un aeropuerto o un shopping, aunque poblado de “estrellas”. Finalmente, el largometraje de ciencia ficción basado en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? vuelve una y otra vez a la pantalla, ejemplo de pesadilla distópica contrapuesta sueño urbano de la muy real ciudad de Los Ángeles. Blade Runner también ejemplifica la utilización de una locación real en múltiples ficciones, esos sitios que pueden verse y reverse, una y otra vez, en decenas de películas. Uno de los segmentos más atractivos del film de Andersen.

Por ejemplo, Ennis House, una construcción erigida en 1924 en el estilo revisionista de la arquitectura maya. Desde su primera aparición en el cine en 1933, en el largometraje Hembra, de Michael Curtiz, pasando por Mansión siniestra, de William Castle, Como plaga de langosta, Karate Kid Parte III y Blade Runner, entre otra decenas de ejemplos (¡entre ellos un videoclip de Ricky Martin!), Andersen pasa revista a los diferentes usos de su fachada e interiores, vinculándola con otras casas y mansiones californianas de estilo modernista que siempre, más allá de alguna excepción que confirma la regla, han sido transformadas en guaridas de villanos, ladrones y empresarios sucios. Ergo, el cliché: para el cine de Hollywood, el estilo arquitectónico modernista es sinónimo de maldad o, al menos, de corrupción. Otro edificio cuyo interior ha sido aprovechado de manera recurrente en el cine estadounidense -de Infierno en la tierra (1942, de Henry Hathaway), a Lobo (1994, de Mike Nichols), pasando, desde luego, por Blade Runner- es el Edificio Bradbury, construido en 1893, al cual Los Angeles Plays Itself le dedica otro extenso capítulo.

LA CIUDAD QUE NO MIRAMOS

La historia de Los Ángeles ha quedado impregnada en la gran pantalla y algunas zonas otrora abigarradas y muy bulliciosas han sido reemplazadas por otras nuevas, pavimentadas, encorsetadas, gentrificadas. Andersen rescata el uso en el cine de la zona conocida tradicionalmente como Bunker Hill, con su particular funicular hoy transformado en atracción turística. En una conversación que tuvo lugar hace ya quince años en el Centro para el Arte Documental de Nueva York, el realizador recordaba que la historia de la ciudad de la costa este estadounidense en el cine “corre en paralelo con la de Los Ángeles, aunque en algunos casos en un sentido contrario. En el libro de James Sanders Celluloid Skyline, que es análogo a lo que intenté hacer en la película, el autor señala que, aunque la industria cinematográfica comenzó a concentrarse en Los Ángeles en la década de 1920, mucha de la gente que formó parte de ella eran expatriados neoyorquinos que plasmaron en el cine una imagen romántica de Nueva York, representándola como un ideal de ciudad. Un ideal al cual Los Ángeles nunca podría haber aspirado. Por lo tanto, Nueva York siempre fue esa suerte de ciudad mítica, desde el comienzo del cine. Para esos neoyorkinos, Los Ángeles era una ciudad casi hecha en broma. Curiosamente, Los Ángeles en los años 30 era una especie de paraíso, y un centro cultural importante, aunque esa cultura era bastante under, sólo conocida por unos pocos”.

 

Los Ángeles es la ciudad que más veces ha sido destruida en la historia del cine estadounidense, y la razón, para Thom Andersen, es sencilla: está cerca, bien a la mano de los cineastas y productores. El cine catástrofe y la fascinación por la destrucción -son varias las secuencias del célebre cartel de Hollywood incendiado o en descomposición- ocupan otro capítulo destacado de Los Angeles Plays Itself, que también dedica un espacio a sus viejos tranvías, a la policía de la ciudad y a la relación entre las producciones mainstream y su contraparte independiente. En ese sentido, el film adquiere su capa más política cuando recorre la ciudad a partir del prisma de films como El Norte (1983), de Gregory Nava, y, en particular, Los exiliados (1961), de Kent Mackenzie, “una película que podría describirse como neorrealista”, según sus palabras. “Un film que, por provenir de afuera de los grandes estudios, podría definirse como independiente, aunque no sea precisamente Pulp Fiction”. En ese segmento, cerca del final, se describe con atención al detalle la vida (y sus reflejos en el cine) de las minorías que siempre formaron parte de la ciudad. Es entonces cuando la idea de que no es posible moverse en Los Ángeles sin un automóvil cae por su propio peso. Dice Andersen: “Hay una grieta en el mundo de las apariencias. ¿Quién conoce la ciudad? Sólo los que caminan, sólo los que van en autobús. Olvídate de los cotorreos místicos de Joan Didion y compañía sobre el automóvil y las autopistas. Dicen que nadie camina. Quieren decir que ningún blanco rico como nosotros camina. Afirmaron que nadie toma el autobús, hasta que un día todos descubrimos que Los Ángeles tiene los autobuses más sobrecargados de los Estados Unidos”.