El universo literario de Mariana Enriquez es esencialmente oscuro. En sus textos las sombras de los barrios parecen ser más largas y al horror sobrenatural acecha en el rabillo del ojo, justo ahí donde la mirada –cegada por terrores más mundanos- no alcanza. Recuperar esa sensación es el desafío de adaptar su obra al lenguaje de la historieta. Pero Lucas Nine sale airoso en Las cosas que perdimos en el fuego, donde recrea cuatro cuentos del libro homónimo de Enríquez.
Nine –hijo del célebre Carlos Nine- expande en estas páginas su propio estilo gráfico. Si en Borges, inspector de aves y en otros tempranos trabajos se lo podía leer como una versión aún más extrema de su padre, acá ese estilo se cruza con otras cosas, con trazos de collage y mancha de tinta que parecen más encolumnarse en la tradición del Viejo Breccia que en el surrealismo que le llegaba por herencia. Pero de esa mezcla surge una suerte de nueva verdad gráfica en la cual Nine realza la realidad, la subvierte y devuelve un retrato de los barrios porteños –especialmente los del sur- que tienen el inconfundible aroma del terror de Mariana Enríquez.
Aquí adapta “El chico sucio”, “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”, “El patio del vecino” y “Bajo el agua negra”. Cada uno más inquietante que el anterior en su constante sugerencia de que la Buenos Aires que el lector conoce (y que probablemente odie amar, o ame odiar) está podrida y sus habitantes a merced de fuerzas oscuras. El propio Lucas reconoce esta faceta de los relatos de Enríquez cuando, consultado por Página/12, afirma que eligió los cuentos que “mostraban mejor el eje común que es la reversión monstruosa de la ciudad de Buenos Aires”. El proyecto, cuenta, comenzó cuando años atrás la revista Orsai le propuso adaptar “Bajo el agua negra”. Por entonces aún no había leído el libro de Enríquez, pero al hacerlo se encontró con que “proponía imágenes muy potentes” y se metió de lleno.
“Veo a esta adaptación (y cualquier otra, en realidad) un poco como una traducción, donde hay cosas que aparecen y otras que se pierden”, reflexiona el historietista. La afición de Enríquez por el noveno arte es bien conocida y en sus relatos trabaja muy bien la imagen. Por eso, para Nine, “su paso al medio gráfico fue natural, sin esfuerzo”. De un autor a otra, Nine elogia: “Mariana es de la escuela de los constructores de arquetipos visuales, tipo Stevenson. La historieta agrega la potencia directa que tienen las imágenes y también esa ambigüedad (ya presente en los originales, que permiten lecturas muy distintas). Para mí este es justamente el atributo crucial de lo visual”. Y amplía: “estos cuentos dejan mucho abierto y de ahí deriva su potencia, así que traté de apoyarme en eso, de no explicar lo que el original no explicaba. Después, hay algunas cuestiones técnicas naturales en una adaptación de este tipo como sintetizar ciertos pasajes o volver directo un estilo que muchas veces es indirecto”. El estilo gráfico elegido promueve justamente esa ambigüedad, que Nine defiende. “Los museos actuales abunden en explicaciones y cartelitos, tratando de exorcizar aquello que se muestra, de forzar un sentido”, compara.
De toda la construcción que hace Nine, es central el modo en que convierte a la ciudad casi en un protagónico más del relato. “Para ubicar a los personajes en ‘El chico sucio’ sólo tenía que salir a dar una vuelta, porque así era mi barrio hasta hace unos meses”, comenta Nine. “Pero hay un pequeño detalle a tener en cuenta: la geografía de Enriquez es casi la nuestra, pero presenta ínfimas variaciones. Este tipo de cositas parecen mínimas pero no lo son. La ciudad de Enríquez es la que conocemos, pero al mismo tiempo es otra. Ahí está la gracia”.
El mecanismo que encuentra para construir buena parte del ambiente y ser fiel al espíritu de los cuentos de Enrìquez es centrarse en los personajes. Los protagonistas de los relatos aparecen definidos con bastante más claridad que la irrupción de lo terrorífico en el relato, que siempre es lábil, incluso “dudoso, abstracto”.
Nine tampoco era ajeno a los trabajos con cuotas de oscuridad. Su propia obra es intensa en ese sentido, aunque cruzar su trabajo con el de Enríquez levanta aún más el amperímetro. “Sus textos permiten ingresar temas y motivos, obligan a pensar nuevas soluciones, a meter más cartas en el juego; mi baraja ya viene un poco marcada, como la de cualquiera que haya publicado varios libros, por eso en este caso mi preocupación principal era conducir estos relatos hacia su explosión final, que no perdieran energía por el camino”.