Muchos se han preguntado si Milei es el emergente de una situación social o, por el contrario, es la causa del deterioro del tejido cultural. Aunque no se trata de alternativas que se excluyan entre sí, lo cierto es que es difícil evocar alguna época en la que hayamos estado más pendientes de la psicología de un presidente.

Recientemente dijo: “¿Ustedes se creen que la gente es tan idiota que no va a poder decidir? Va a llegar un momento que se va a morir de hambre, con lo cual, o sea, digamos, va a decidir de alguna manera para no morirse”.

Si Milei aludió a los idiotas, recordemos su significado histórico: idiota era aquel que solo pensaba en su mundo privado, aquel que no se interesaba por los asuntos públicos. Sin embargo, no hablamos solo de un sujeto que se dedica a cultivar su jardín, mientras se desinteresa de los demás. En efecto, ¿qué significa ser idiota en un contexto signado por la violencia, la irracionalidad y la indiferencia? En lo que sigue, veremos diferentes dimensiones de este problema, lo cual permitirá entender el alcance de la paradójica afirmación de Milei: de qué se trata decidir no morirse recién cuando uno se está muriendo de hambre.

“Yo vengo de un futuro apocalíptico”

Esta frase se la dijo Milei a una periodista, y no importa mucho por qué medios subjetivos él logró venir del futuro. La experiencia enseña que quien está convencido de la inminencia de un horizonte apocalíptico, no puede sino conducirse hacia ese destino. En El nombre de la rosa, de tanto anunciar el apocalipsis que traería la circulación del libro de Aristóteles sobre la risa, Jorge de Burgos lo ingirió y, envenenado, provocó el incendió que arrasó con la abadía. Cuando la conflagración ya había destrozado todo, “los monjes buscaban con los ojos al Abad para que les explicara y los tranquilizase, pero no lo encontraban”.

Negacionismo

El negacionismo no es solo la pieza retórica y propagandística que esconde una masacre. El negacionismo está inscripto en el seno mismo de aquellos crímenes, es su signo. En el acto mismo de abolir la vida ajena se cifra el negacionismo, es un modo de operar sobre la diversidad, sobre todo aquello que resulta ajeno.

La ultraderecha contiene el negacionismo en sus entrañas. Su argumentación y su política económica no logran existir en presencia del otro, no soportan rivalidad alguna. La dictadura cívico-militar lo expuso con la máxima crueldad; el lema “cárcel o bala” exhibe una decisión idéntica con todo aquel que cometa un delito, que parezca que lo cometió o que lo va a cometer (siempre y cuando no sean los delitos de ellos mismos). Cuando ganan elecciones, de inmediato revelan el destino que dan a los opositores: “no vuelven más”. Es tanto su negacionismo que la premisa teórica que los emboba es “la mano invisible del mercado”.

A confesión de parte

El discurso reúne capas de significación que se complementan y aun cuando entren en conflicto no se excluyen recíprocamente. Por ejemplo, cuando hay una elección presidencial suelo conversar con personas con las que me encuentro ocasionalmente: un taxista, un mozo, un kiosquero, un diarero. De rigor, el diálogo gira sobre quién ganará, etc. Casi siempre recibo la misma respuesta: “gane quien gane, mañana yo tengo que trabajar igual”. En el nivel más superficial, que podemos llamar realista, el sujeto sabe que una votación no modifica su lunes. Luego, hay un nivel de indiferencia/resignación, en el que al sujeto poco le importa una jornada electoral que no lo eximirá de trabajar. Finalmente, está el nivel de una fantasía deseo incumplida. Es decir, en la mente de quien dice eso hay una escena previa que consiste en una expectativa fantasiosa de que algún gobierno lo libere de la obligación laboral. Posiblemente, esta ilusión (por ponerle un nombre embellecedor) esté en la base del discurso de quienes se enfurecen con quienes reciben planes asistenciales.

Algo similar ocurre cuando se afirma “todos somos culpables”. En otras ocasiones ya cuestionamos una de las funciones de esta frase: se utiliza para diluir las culpas jurídicas individuales en una presunta responsabilidad moral colectiva. Sin embargo, ahora quiero enfocar otro aspecto, aun más encubridor. Por ejemplo, cuando una manada de rugbiers asesina a un joven o cuando algunos explican el triunfo de Milei, hay quienes dicen: “todos somos culpables”, “¿qué hicimos como sociedad?”, etc.

Me pregunto si esas expresiones, que asumen casi sacrificialmente una culpa ajena, ¿no resultan encubridoras de un deseo? Una buena demostración la tenemos si escuchamos lo que tantos dijeron luego del intento de asesinato a CFK. Freud expone nítidamente esta tesis cuando reflexiona sobre la redención de Cristo: “¿cómo uno que era inocente del asesinato podía tomar sobre sí la culpa de los asesinos por el hecho de hacerse matar él mismo?... Cada uno de los que integraban la liga de hermanos tenía sin duda el deseo de perpetrar la hazaña por sí solo y, de ese modo, procurarse una posición excepcional”.

De unidades y escisiones

La ultraderecha tiene un propósito que es, también, una condición para la adhesión de los idiotas: nada de diversidades, rivalidades, ni de historia. Por ello, procede a la supresión violenta de uno de los términos de cada antagonismo. Con un mismo método, Milei contrapuso los “derechos” a las “derechas”, sin alejarse mucho del lema de la dictadura: “los argentinos somos derechos y humanos”. Hace ya veinte años que Dejours advirtió que el neoliberalismo promueve que los sujetos sufran sin ligar su dolor con la dimensión de la injusticia, que perciban la desigualdad como si ni fuera una injusticia. Esto también es negacionismo.

Si para la ultraderecha, entonces, el riesgo es el retorno de lo escindido, nosotros tenemos otro riesgo: el retorno de la escisión. Por ejemplo, el “todos y todas”, por su heterogénea composición contiene en su interior la amenaza de la fragmentación. Si decimos “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, debemos saber que lo reunido no obedece a una fantasía matrimonial católica, no perdura hasta que la muerte los separe.

Freud señaló que si en el acontecer histórico se desune un colectivo muy posiblemente se deba a que anteriores divorcios salieron nuevamente a la luz. Es decir, toda unión de lo disperso debe afrontar un conflicto: que el producto de una soldadura se reencuentre con sus antiguas fragmentaciones. En suma, la unidad fraterna exige la renuncia pulsional de la agresividad y de la indiferencia, y ambas pueden retornar cuando las condiciones de su sofocación se modifiquen.

¿Hacia dónde vamos?

Carecemos de una teleología que anuncie el porvenir y, como el mismo Freud planteó ante el avance del nazismo, nadie puede prever el desenlace. Cuanto mucho, podemos asumir las exigencias de un presente en el que los índices de la destructividad y la deshumanización son cada día más evidentes.

De nuevo, la violencia, la irracionalidad y la indiferencia de la política y la economía de la derecha radicalizada hacen que el fantasma de la inteligencia artificial se presentifique como la cobertura que disfraza nuestra autoextinción.

Enajenarnos del mundo animal quizá haya sido una estrategia para desmentir la extinción como un destino que han seguido tantas especies. No obstante cabe un pregunta: renegar de una potencial extinción, ¿no nos conduce a una extinción autoproducida? Si ante el poder de la naturaleza nos sentimos vulnerables, al devenir en verdugos de aquélla, ¿no volvemos a ser víctimas, pero ya no de la naturaleza sino de nuestra propia agresión? Recordemos una sentencia freudiana: “el individuo perece por sus conflictos internos, y la especie en la lucha con el mundo exterior, al cual ya no se adapta”.

Imaginar un futuro

La destructividad de Milei no transforma a su gobierno en invencible, y objetar sus fantasías apocalípticas no significa desconocer el daño creciente que provoca, pero sí exige pensar, imaginar y preguntarnos por un futuro diferente.

Se suele decir que Milei no escucha a nadie que piense diferente, aunque su cerrazón es más extrema: Milei solo se escucha a sí mismo, por lo cual está expuesto al retorno inevitable, más tarde o más temprano, de todo aquello que desoye.

La ultraderecha ha decidido dar su batalla cultural. Y a toda hora, sus frases son cada vez más violentas. Sin embargo, y aunque de allí solo deriva dolor y daño, también se abre una puerta. En efecto, la ultraderecha no solo es cada vez más violenta, sino cada vez más explícita. Su discurso y su política siempre fueron de odio, aunque siempre se ocupó de disfrazarlo. Ahora, en cambio, ya no usa esos velos, quizá porque la coyuntura los habilita pero también, podemos pensar, se los impide. Ya no solo describe con las peores ofensas a los opositores, sino que tampoco oculta sus propias posiciones: sus reivindicaciones de la dictadura, su desprecio por la diversidad sexual, etc. ¿Es esto solo expresión de su impunidad, o es también una violencia que debieron explicitar porque había una resistencia social inadvertida? Considerar las dos razones nos permite no quedar paralizados atribuyéndoles una omnipotencia sin fisuras. En efecto, por alguna razón la realidad les exigió ser más brutales para poder ganar.

Para finalizar, retomemos la afirmación de Milei con la que iniciamos: no ser idiota, dijo el presidente, consiste en tomar decisiones para no morirse y, precisamente, el cuándo de esas decisiones es lo que está en juego.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.