Se ha escrito que el siglo XX fue el siglo en el que la política reemplazó al destino. El siglo XX hizo de la política tragedia, es cierto, pero también utopía, ligada a proyectos emancipatorios. Hoy esos deseos asumidos nos están haciendo falta. En estas mismas páginas, escribí que el feminismo es un viaje de iniciación de carácter emancipatorio y que estaba pendiente un viaje similar para los varones cis-hetero centralmente, de forma tal que eso que llamamos la “masculinidad” pudiera llegar a ser alguna otra cosa. Ese viaje de iniciación pendiente devino en retorno (¿será eterno el retorno?) al pasado, la corroboración de una masculinidad satisfecha de sí y reivindicatoria tanto como vengativa, porque la sigue guiando una sola brújula, la decisión de ratificar o recuperar la disputada primacía. Esa masculinidad machirula grotesca y exacerbada es la que Milei encarna, ni menos ni más que como representante de sus votantes. Marta Fernández Boccardo lo expuso recientemente en las jornadas organizadas por la Revista y Editorial Topía, en un trabajo llamado: “Mujeres en la mira del patriarcado neofascista”.

De cambalache a mamarracho, el siglo XXI en este país nos deparó un presente comandado por un presidente que encarna una versión de retorno a la tragedia. La política, ella liberada de cualquier vestigio de utopía, adopta la forma de destino “natural”, el que vuelve a poner las cosas en “su lugar”.

Lo cierto es que en cuanto a la crueldad, rasgo propio de nuestra especie, no tenemos ancestros. No es, tampoco, un rasgo inmodificable, no es una esencia. No nos condena a la fijeza ni nos cobija en la des-implicación de ahorrarnos el tener que resolver qué hacemos frente a ella. Incluso si se trata de naturaleza y del mundo animal. “Cuando las condiciones cambian, los instintos se modifican”, escribe Vinciane Despret en su libro “Cuando el lobo viva con el cordero”. Si algo reordena su exhaustivo trabajo es que lo históricamente atribuido a la naturaleza instintiva del mundo animal --incluso queriendo situar allí el origen y la eterna fijeza de nuestros supuestos roles y estereotipos de género, los nuestros-- le pertenece a nuestra humana y común y sesgada capacidad de concluir, más guiados por corroborar lo que ya sabíamos que por pensar (y por qué no crear) algo nuevo. Quiero decir que ni la evolución de las especies ni la historia humana testimonian que haya habido linealidad en cuanto a los “progresos”. Es más, puede que esos asombrosos progresos que le debemos a la razón, colonialista dicho sea de paso, conduzcan a la extinción. Es en nombre de la racionalidad humana que se despliegan las políticas más crueles y “salvajes”. En suma: no hay origen natural ni destino natural en cuanto a lo humano.

Despret lo señala: incluso en el mundo animal son muchos los modos posibles de habitar un común. Eso que vale para los animales vale también para nosotros.

Nadie nos prometió una historia lineal en la que triunfaría el “progreso” ni tampoco el amor. Es urgente despojarnos de la lectura polarizada en amor-odio como versión de los enfrentamientos en los que estamos. Quiero decir que el amor no vence al odio, y que amores y odios tenemos todos. Esa polarización es responsable de la creencia en que habitamos dos bandos, el del bien o el mal, definidos en términos de aquellos que amamos versus aquellos que odian. La grieta no es entre amor y odio, la grieta --creo yo-- más que señalar dos campos partidarios traza un borde que nos concierne a todos: la grieta es la ética. La ética no es un don ni un punto de partida, no se distribuye según el género ni la clase ni la raza. La ética es un permanente trabajo para quien decide abrazarla, y no se alcanza odiando menos y amando más, no se sostiene gracias a una redistribución cuantitativa de sentimientos.

Esa creencia, la del amor versus el odio, me parece un enorme error, el error de romantizar la condición humana que nos define a todos y a cada uno. Los odios que supimos conseguir a veces nos enorgullecen, otras nos avergüenzan, no nos hacen nobles ni espurios por sí mismos. Sí nos diferencia lo que hacemos con ellos.

En el discurso social, Milei para muchos es un loco odiador, Cristina era para otros muchos “crispada”, las versiones en clave sentimental o psicopatológica no solo empobrecen sino que además le quitan dignidad o decisión, responsabilidad de autor, a quienes deciden y llevan adelante determinadas políticas.

Las políticas de exterminio son gatilladas por leyes criminales, por indolencias instituidas, por la deshumanización del otro, de la alteridad misma, y su desconfiguración o vaciamiento de la condición de semejante, objetalizándolo y transformándolo en desecho o enemigo, o ambas cosas, según el caso. Es crueldad desatada pero atada a ideales patriarcales y fascistas, y no es materia de vidas privadas sino que es materia de los actos públicos y políticos que a veces se juegan --también-- en las vidas privadas y privando a otros de vida.

El otro, la alteridad misma, es exigencia de trabajo psíquico desde los orígenes, pero también sabemos que no es una premisa forzosamente compartida aquello a lo que se reconoce y nomina como semejante. El espacio de lo común que corresponde a la crueldad como forma de lazo social no está integrado por semejantes que se configuran alrededor de una común y universal condición: la de seres carnales que tienen una vida humana igual a la de cualquier otro. Judith Butler lo sintetiza en apenas una frase: hay vidas y cuerpos que importan, y vidas y cuerpos que no. Entonces, qué se reconoce como semejante es --parece-- algo infinitamente variable. Para muchos “semejante” no es una categoría que incluya a lesbianas, o a judíos, o a palestinos, o a personas trans, o a negros, o a pobres o a migrantes. La lista no acaba.

Son tiempos, éstos, de paradojas; por ejemplo, la que señala que lo común puede estar definido en términos de lo “privado”. La libertad, entonces, es un bien privatizado y privador, es privativa y está administrada y repartida según privilegios. Lo común pasó a ser no un territorio crecientemente inclusivo e igualitario sino el escenario en el que se define quiénes acceden y quienes no, y que instituye la ausencia de reparo para privar. Es el imperio de la crueldad, asumida y gozosa, que se naturaliza y legitima como digno orden y estado de cosas.

La crueldad es una forma de lazo social que nos disputa los modos de habitar, impone para lo común la lógica de la desigualación y la primacía. La política, si puede liberarse de lo trágico como destino, tendrá que volver a ser o empezar a ser un otro, nuevo, viaje de iniciación, uno que sea capaz de transformar nuestras existencias singulares y nuestra vida en común.

La condición humana traza puntos de partida, reparte algunas cartas. Los viajes de iniciación colectivos insisten en disputarle a la vida humana la religiosa entrega a las promesas o a la resignación. Esos viajes de iniciación son emancipatorios, y se ubican en las antípodas del conservadurismo y fascismo libertario.

Tal vez la ¿derrota? sea la que nos permita asumir que la historia nunca está escrita ni viene a garantizarnos finales felices; y que sin lucha, la política se convierte en destino.