Quería ser librera y no encontró mejor vernissage que estudiar lingüística y filología antes de abrir las puertas de su negocio en París. La vendedora de libros inauguró en 1924 la Librería Droz, usando el apellido de su madre y el suyo por elección. Se llamaba Laure Zahn, su papá, Frédéric Zahn, era editor en La Chaux-de-Fonds, una ciudad suiza del Cantón de Neuchâtel donde la familia vivía y donde Eugénie (era su segundo nombre), se recibió de maestra. Eugénie, que no tenía recuerdos de haber sido alguna vez Laure, daba clases de francés y estudiaba alemán cuando en la Facultad de Artes conoció al viejo archivista y profesor Arthur Piaget (el padre de Jean) y descubrió la literatura medieval; un descubrimiento que se convirtió en amor eterno y en el hacedor de sus estudios y publicaciones. La lista de ensayos es tan larga como cuando las decenas no alcanzan y se los encuentra en algunas bibliotecas europeas (no hay que buscarlos en los estantes de la letra D sino en los que tienen el cartelito de “libros raros”).
La librería Droz estaba en el 34 de la rue Serpente y un año después se mudó al 25 de la rue de Tournon, su dirección definitiva hasta que abandonó la París de la Segunda Guerra –con sombras por el estilo indulgente de su dueña durante la ocupación que alimentaban los rumores de desamor por su padre judío– para transformarse en la editorial ginebrina que Eugénie dirigió hasta los años sesenta.
La librería, una cátedra revisionista del siglo XVI con mostrador de negocio y poco elenco contemporáneo, fue el nido desde donde nacieron su revista “Humanism and Renaissance” y sus primeras colecciones como editora de teoría literaria (una serie de textos que anticipaban en diseño y en idea a los libros de bolsillo). Admiradora de los sabios impresores del siglo XVI vivía en el XX ofreciéndoles a historiadorxs y bibliógrafxs el néctar de lo inhallable. Condición -virtud- de librera como tenían en los años setenta las mujeres negras que atendían la Toronto Womens Bookstore, aquella librería feminista canadiense, espacio colectivo de auto defensa y sin rictus comercial, donde las mujeres promovían la poesía de otras mujeres. Labor esencial de las chicas de Ontario hecho filosofía de la expresión deseada, un sueño bucal que pronostica saliva con gusto a manjar en la vigilia.
En la aventura de estar despierta o dormida, o viceversa, Eugénie escribió el prólogo de Las añoranzas (con tinte de remordimientos) de Joachim du Bellay, sonetos alejandrinos que el poeta de Anjou escribió extrañando patria mientras estuvo en Roma entre 1553 y 1557. La academia asegura sin alzar la voz humana y sin cambiar el ritmo cadencioso de su paso que no se leen los lamentos de du Bellay sin pasar antes por el prólogo de Eugénie, la reina a estas horas del arte del vernissage.
«Todo está por hacer y por rehacer», decía la docta intrigante (la intriga duerme mientras se cuenta sin contar que su vida amorosa fue “turbulenta, vivía devastada por la infidelidad y por el abandono repentino”) cuando daba consejos (con carisma y sin cortesía) sobre el universo de la edición.
Con tesón renacentista Eugénie pudo revolotear sobre Emily Mortimer mientras filmaba The Bookshop, la película basada en una novela de Penelope Fitzgerald. Si lo hizo, fue sin invitación; arrorró fantasma de librera erudita.