El riego es una herramienta estratégica para aumentar la producción agrícola y su valor, así como mejorar la distribución y acceso al agua. Sus comienzos se remontan a 5000 años antes de Cristo. por los egipcios, pero en América los aztecas, los mayas y los incas hicieron enormes obras de infraestructura para la captación y distribución del agua.

En nuestro país, en cada ocasión de sequía prolongada como la ocurrida el año pasado, surge la inquietud sobre si los graves daños que produjo podrían haber sido evitados o, al menos, mitigados con métodos de riego. Las que más resuenan son las voces extremas, que de un lado dicen que esto ocurre porque quienes deberían hacerlo no quieren gastar “porque la ganan muy fácil” y del otro responden que los costos no cierran si se realizaran esas inversiones, porque son enormes. Como siempre, las respuestas simplistas no suelen ser las mejores.

“El riego artificial es añorado cuando hay sequía y olvidado cuando llueve”, define el ingeniero agrónomo Rubén Stamati, titular de una empresa con muchos años de trayectoria en Argentina en este tema. Afirma que, salvo grandes empresas, lo habitual es que el productor argentino muy difícilmente piense que el año siguiente puede haber sequía.

Al respecto, el licenciado Claudio Molina, director ejecutivo de la Asociación Argentina de Biocombustibles e Hidrógeno (AABH) opina que “podrían incorporarse a la producción agrícola, millones de hectáreas si se invirtiera adecuadamente en riego. Sin más, desviar agua dulce del Paraná que termina salinizándose en el Atlántico, para lograr usarla en el oeste a través de estaciones de bombeo, es un desafío que planteó el ingeniero Luis A. Huergo hace más de cien años”.

En medio de todo esto, un tema no menor es la necesidad de evitar derroches de agua, sobre todo en una actividad que según mediciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) utiliza aproximadamente el 70 por ciento del total mundial (cifra similar en Argentina) y que en las zonas áridas puede superar el 80 por ciento. El riego para la agricultura es el principal consumidor del agua de la Tierra.

¿Cómo se riega en Argentina?

Casi nadie discute que en Argentina la superficie regada es muy escasa. Según un informe de la FAO, alcanza apenas a 2,3 millones de hectáreas, que equivalen al 5 por ciento del área cultivada y a un 15 por ciento de la superficie potencialmente irrigable. Con el agravante de que la proporción del área cultivada tiende a la baja dado que, en los últimos treinta años, creció a mayor velocidad que las superficies regadas.

De esas áreas irrigadas, aproximadamente dos tercios provienen de fuentes superficiales (ríos, canales o estanques) y el tercio restante de fuentes subterráneas (la que habitualmente se extrae de pozos). El agua destinada a riego no es necesario que provenga de la red pública (la única excepción es el cultivo de las fresas) ya que no requiere ningún tipo de tratamiento salvo la desinfección, porque el agua contaminada puede causar problemas en los cultivos y en el ganado.

Aproximadamente un 70 por ciento es riego gravitacional, un 21 por ciento por aspersión y un 9 por ciento por goteo. Van de menor a mayor en eficiencia y  los costos se mueven en el mismo sentido.

Se calcula que el costo de implementación se ubica entre 1500 y 3000 dólares la hectárea. Es un proceso que demanda de seis meses a un año y no se puede iniciar en épocas de sequía. Se estima que en unos cinco años se recupera la inversión.

Con irrigación integral (característico de zonas áridas o semiáridas) se riega el 24 por ciento de los frutales, vides y olivos, el 14 por ciento de las hortalizas, y el 12 por ciento de industriales como la caña de azúcar, el algodón y el tabaco. Con irrigación suplementaria (típico de zonas húmedas, con lluvia) se riega el 26  por ciento de los cereales y oleaginosas y el 17  por ciento de forrajeras como avena, cebada y centeno. Como conceptos generales, se habla de riego complementario cuando la lluvia aporta naturalmente entre un 30 y un 60 por ciento del total del agua necesaria en un cultivo, de riego suplementario cuando las lluvias cubren la totalidad pero hay sequías intermitentes, e integral cuando la magnitud del déficit es muy significativa.

Según la Constitución Nacional, en Argentina es potestad exclusiva de las provincias la reglamentación para el aprovechamiento de los recursos hídricos, lo que no excluye la posibilidad de recibir colaboración del Estado Nacional. El acompañamiento ha sido siempre insuficiente y parece sumamente improbable que pueda mejorar en los tiempos que corren.

¿Qué hacen los demás países?

En América Latina, según un informe publicado en 2018 por la FAO la superficie regada es solo el 11 por ciento del área cultivada, la mitad de la media mundial (21 por ciento).

Argentina está aún más abajo, con el 5 por ciento de su área cultivada, ligeramente menor que Brasil (7 por ciento) y notablemente lejos de Perú (40 por ciento). Pasando a países con extensiones mucho menores de tierras cultivables, Ecuador tiene el 58 por ciento con riego y Chile el 64 por ciento.

Si el análisis se hace en función de la superficie potencialmente irrigable, en América Latina solo se hace en el 20,5 por ciento del área con potencial de riego, de los cuales el 32,3 por ciento son cereales. México tiene un muy alto porcentaje de riego (aproximadamente dos tercios), producto de una muy buena infraestructura montada con excelente tecnología. Brasil algo menos del 20 por ciento. Argentina, como se ha dicho, el 15 por ciento. Con extensiones menores, Ecuador y Chile tienen el 48 por ciento.

¿Qué ventajas y desventajas ofrece regar?

Estudios realizados en México calculan que la producción agrícola de zonas irrigadas produce casi dos veces y media más que las no regadas. Además, en épocas de sequía quienes utilizan sistemas de riego obtienen mejores rindes que quienes no lo aplican.

“La diferencia del valor de una hectárea en Venado Tuerto o el Chaco no es la calidad del suelo sino lo erráticos que son los rendimientos, por falta o exceso de agua. El suelo es un soporte de la parte. Por más humus espectacular que tenga una planta si no tiene agua no rinde. Es lo que le da precio a una hectárea”, según Stamati.

Molina discrepa parcialmente con esto: “La diferencia entre las tierras de Venado Tuerto, corazón de la zona núcleo de producción agrícola y Chaco, es mucho más importante que el aporte relativo que producen los distintos regímenes de agua. Hay que considerar la materia orgánica y las sales del suelo relativas, cómo los nutrientes se protegen en el tiempo, la intensidad de la radiación solar clave de la fotosíntesis, etc. No soslayo tampoco, el aporte relativo de conocimiento humano, que genera productividades diferenciales”.

Entre las desventajas, se remarca es que el agua de riego suele ser salina, porque levanta la sal del subsuelo. Cuando llueve se lava, pero cuando falta se produce una salinización del suelo, con la consecuente caída de la calidad y/o productividad del sembradío. Al respecto, Molina aporta que el avance de las obras en el Río Salado en la Provincia de Buenos Aires, si bien no implica riego, ayudará mucho para evitar la salinización (y las inundaciones) de muchas hectáreas aledañas, que en el futuro pueden ponerse en producción.

Además, otro problema muy importante es que el uso de riego puede ocasionar faltantes de agua en la zona donde se aplica, de acuerdo con el lugar de donde se extraiga.

De todo lo expresado surge muy claramente que el país debería disponer de una superficie regada mucho mayor que la actual, y que de esto tienen que encargarse los privados, pero tampoco quedan dudas de que el Estado tiene la ineludible obligación de acompañar estos procesos brindando asesoramiento, capacitación, líneas de crédito, etcétera; además de controlar que no haya derroche ni daño al medio ambiente.

Si bien ambas partes (productores y Estado) saldrían muy beneficiados si se avanzara es ese sentido, extrañamente no parece haber demasiado interés en que esto ocurra de ninguno de los dos lados.

* Docente UNLZ y UNQ. @RubenTelechea