Los fanáticos que buscaron en Google la palabra “Bolaño” junto a “Blanes”, para formarse una idea antes de viajar, se habrán encontrado con una serie de fotos en blanco y negro, en un paisaje sobrio y melancólico, como aquella en la que el escritor aparece de pie, con las manos en los bolsillos, apoyado sobre una pared gris de la calle (Carrer) del Loro, donde se encontraba su estudio.
La postal representa un engaño involuntario. La villa de Blanes es un sitio vibrante de actividad social y de un paisaje rico y colorido, en el que posiblemente Bolaño se habría sentido acompañado, incluso si caminara solo y al margen de cualquier reconocimiento literario.
El recorrido por Blanes puede comenzar en el cruce del Pasaje de Dintre, donde se encuentra el Ayuntamiento, y el Carrer de la Muralla, que a unos cien metros de allí desemboca en el mar. En esa esquina, un vietnamita que recaló en Blanes dieciséis años atrás es el dueño de un bar irlandés, en el cual su principal actividad es atrincherarse detrás de un maltrecho tocadiscos para reproducir vinilos de grupos de los años ochenta como The Christians.
Avanzando unos pocos metros en dirección al Ayuntamiento, el pasaje está tomado por mesas repletas de verduras, frutas frescas y secas que forman parte del mercado. “Los coquitos (nueces) son la mayor fuente de energía, son de Brasil”, dice un vendedor marroquí con un acento español afectado. “Todas las mañana me guardo unos cuantos para empezar el día”, alardea para convencer los visitantes, mientras saca un puñado del bolsillo de su camisa.
El mercado de frutas y verduras constituye un atractivo de la ciudad. Los turistas, muchos de ellos franceses, italianos y de otros sitios de España, lo recorren mientras se detienen en un bar para comer unos mejillones, tomar una cerveza o escuchar el bandoneón de un artista callejero.
A unos metros del puesto del vendedor marroquí se encuentra L’Arcada Galería d’Art, una tienda que regenta una mujer de apariencia y acento eslavo, en la que se ofrecen reproducciones de Picasso, originales de Miró y obras de artistas catalanes que no bajan de 40 mil pesos.
La tríada que conforman en la misma cuadra el bar irlandés, la galería de arte y el mercado de frutas y verduras, con su particular identidad cada uno, son una muestra de lo cosmopolita que resulta Blanes.
SOCIAL Y VERANIEGA “En esencia, Blanes es una villa veraniega, con una población muy abierta, como todas las que están abiertas al Mediterráneo, y eso tiene un carisma”, dice Mireia Maeso Alemany, docente y bisnieta del escritor local Josep Alemany Bori. Mireia está al frente de una mesa de información a favor del referéndum de independencia de Cataluña, pero de vez en cuando, por el amor que guarda por la villa, enseña algunos de sus atractivos, como la ruta de Roberto Bolaño (http://www.bibgirona.cat/biblioteca/blanes/contents/12-ruta-roberto-bolano-catala), que creó el Ayuntamiento cuando se cumplió el décimo aniversario de su muerte.
“Creo que Bolaño eligió Blanes porque tiene mucha vida social y cultural, y además porque encontró un remanso de paz”, afirma Mireia. Para justificar su primer comentario, nos muestra su vivienda, ubicada en la calle Ample. “Se situó muy bien porque desde aquí, por la parte de atrás de la casa, se podía ver todo la vida social del pueblo, en la plaza del Ayuntamiento”.
En rigor de verdad, Bolaño se mudó a la casa de la calle Ample en 1998 tras el éxito de Los detectives salvajes. Antes y desde 1985, fecha en que llegó a Blanes para abrir una tienda de bisutería, residió en viviendas alejadas del casco antiguo.
Sin embargo, los sitios que frecuentaba, como la papelería Bitlloch, la librería Sant Jordi o la antigua pastelería Planells, junto a otros que se encuentran ahora (ópticas, zapaterías, perfumerías) están ubicados en una zona de gran movimiento que abastece la demanda turística, pero sobre todo a los 40 mil blandenses que residen todo el año.
Precisamente a unos pocos metros de la vivienda de Bolaño se encuentra una de las atracciones de la ciudad. Una fuente gótica que el escritor describió: “La joya de la villa, construida por la hija del conde de Prades, Violante de Cabrera, a finales del siglo XIV, de forma hexagonal, con seis surtidores de agua y seis gárgolas, y que es tan hermosa y tan humilde, allí, junto al viejo cine Marian, que uno se pregunta qué pasó por la cabeza de la hermosa Violante, de dónde salieron los maestros artesanos que la edificaron, cómo es posible que no pasemos delante de ella cada día y no nos pongamos a llorar”.
Alejándose del Ayuntamiento en la dirección del puerto, uno puede pasar por el citado Carrer del Loro, e ingresar al corazón medieval. Una suerte de rejilla, por el cruce de callejuelas, en donde se levantan viejos edificios de baja altura, entre los que se hayan joyas arquitectónicas de estilo neocolonial y mudéjar. En esta zona se aprecia el alma de un barrio, con el aroma al pan recién hecho, los ancianos conversando bajo un árbol en la pequeña Plaza España, o los ciudadanos yendo de un banco a otro para hacer trámites.
Cuando se llega al final del casco antiguo, se abren dos posibilidades: escalar una leve colina o bajar hacia el puerto. Si se dirige en la primera dirección, deberá seguir unas escalerillas irregulares para escalar la cima y conocer dos atracciones de la ciudad, la ermita Sant Joan Baptista o el jardín botánico. Desde aquella colina, Bolaño describió el panorama que se abría ante sí: “La vista es formidable: el puerto, el club de yates, el viejo casco urbano, el centro residencial, los campings, los hoteles de la primera línea de mar; con buen tiempo se pueden divisar algunos pueblos costeros y, encaramándose al esqueleto de la fortaleza, una telaraña de carreteras secundarias e infinidad de pueblitos y villorrios del interior”.
Descendiendo la colina pero en otra dirección, uno llega a la Cala de Sant Francesc. Una pequeña extensión de arena que no está cercada por acantilados escarpados, sino por lujosas viviendas de verano que parecen incrustadas en una colina arbolada. Desde el mar se observan las fachadas con ventanales imponentes, las terrazas de aspecto colonial con sus tumbonas abandonadas, a la espera de un cliente que pague un costoso alquiler.
La cala, sin embargo, no está reservada para los pudientes, sino para cualquier residente o turista. Un paisaje que corrobora una descripción que realizó Bolaño años atrás: “Blanes se parece a sus playas, en donde se tuestan cada verano todos los valientes de Europa, los de aquí y los del otro lado de los Pirineos, las gordas y los gordos, los feos, los esqueléticos, las chicas más guapas de Barcelona, los niños de todo pelaje, las viejas y los viejos, los enfermos terminales y los resacosos, todos semidesnundos, todos expuestos al sol del mediterráneo, y la mirada comprensiva de la torre de San Juan, y el olor que desprende de las playas”.
Otra cala pintoresca es Santa Cristina, a unos pocos kilómetros de allí, con un área más generosa de arena, menos viviendas de lujo y más vegetación, y una amplia y placentera vista del mar Mediterráneo.
ARENA DE BLANES De vuelta a la ciudad, se encuentra la playa más accesible de Blanes, enfrente al Paseo Marítimo y al casco céntrico. Una franja estrecha de arena frente a un peñasco en el que ondea la bandera catalana. Allí disfrutan los habitantes que encontraron un hueco en su rutina laboral para ir a tomar sol, leer un libro o jugar una partida de backgammon, o bien los turistas poco pretenciosos que no quieren escalar colinas para darse un baño de mar.
A un paso, sobre el Paseo Marítimo, los lunes se despliega un gran mercado que ofrece desde zapatos y carteras a perfumes, juguetes, camisetas de fútbol y prendas de vestir de todo tipo y clase, como por ejemplo la shayla y la hiyab que utiliza la comunidad musulmán de la zona.
En el mismo sitio conviven gran cantidad de restaurantes con sus terrazas al aire libre, donde se puede probar una amplia variedad de mariscos y pescados por precios económicos. O bien es posible cruzar la costanera y optar entre pequeños supermercados o una variedad de rotiserías y pizzerías.
Un paisaje que se repite, aunque con menor intensidad, hacia el centro, donde de a poco se pierde el aspecto antiguo y medieval, para entrar en las calles de tránsito más fluido y las zonas residenciales de rostro más modesto. En esencia, la fisonomía típica de un balneario de clase media con su carácter cosmopolita, su rica vida social y cultural, y un “talante democrático, el vivir y dejar vivir”, que atrapa desde un primer momento, como le sucedió al propio Bolaño. “Yo nunca sospeché que un día llegaría a Blanes y que ya nunca más desearía marcharme”.