A la vuelta de la esquina, un rectángulo de tierra, un auto viejo, el duraznero, la perrada que se refugiaba de los tormentos del hambre y de los cascotazos. Un alambrado y una puertita pintada de blanco que desentonaba porque estaba bien lustrosa. Adentro, como salidos de la casilla del fondo, los muchachones que siempre andaban por ahí. Una pelota de cuero marrón con costuras. Sin gritos, mudos, como en un ensueño practicaban, corrían y saltaban eludiendo a unos ladrillos que les servían de adversarios y de islotes en pilas para ser esquivados. Un viejo con gorra de beisbolista les hablaba pero no podía oír su voz. Era como en otra dimensión lo que ocurría allí. 

Una noche los soñé y al otro día, un domingo, se aparecieron en el baldío. Nunca supe si mi sueño los había materializado o como nunca había pasado por ese lugar, eran ellos los que me habían soñado a mí y fue como una revelación aquello: uno sueña, el cielo dispone y todo se hace de ida y vuelta, giratorio, con nauseas a veces de tanto dar vueltas por un universo repleto de cosas fantasmales, filmaciones superpuestas, postales que se mueve solas. 

Exactamente -ahora lo percibo bien- era como esos cositos de cartón, caleidoscopios creo se llaman, que uno los gira y se forman figuras perfectas y demenciales de hermosura. Era cuestión de girar, supuse. Empecé a dar vueltas, pero el mareo me vino de pronto y crucé la calle. En un árbol de venenitos vomité. “¿Comiste marrano o algo que Dios no quiere que comas?”. Era la pregunta del Gigante Lisandro que se me apareció de la nada. Era uno del barrio al que les teníamos miedo. Me empujó la espalda y me ayudó a terminar de expulsar un líquido amarillo. “Te va a hacer bien. Esta vida y lo que uno ve no es para todos. Dale, tomá, limpiate” -y me extendió un pañuelo todo bordado. “No, no”, dije yo con vergüenza. Pero él me limpió la boca y después se lo guardó en el bolsillo trasero. “Soy de Dios pero a él ya no le importo: importo yo y yo mismo. Vos, pibe, no tenés que comer marrano, ya te dije y a veces lo que ves sucede en varios lados”, señaló hacia los puntos cardinales. 

No comprendí nada de eso, me estaba asustando su presencia, todo vestido de negro, ayudándome. Pero se sonreía como la hacía mi abuelo. Tenía puntitos blancos en su barba corta. Me señaló un libro negro que llevaba bajo la axila. “Ah, no tengas miedo, ya esto algún día lo recordarás. Largaste la inmundicia por suerte. Viajar hacia adelante hace que uno escupa lo feo que te da el presente. Tranquilo que no soy un monstruo. Esto es una Biblia escrita por mí. Pero atenti, soy anarquista. Mirá, mirá: están los apellidos de los santos reales: Saccardi, Rocchia, Neto, Arregui, Cúper, Márcico… Ja, son los del baldío, ahora mismo están practicando tiros libres. Son los ángeles verdes, los campeones del 82 y del 83, los salvadores de todo. Pegan eso sí, pero juegan y hacen jugar. Ellos, ellos vinieron hoy porque es el aniversario en que resucitaron toda la hermosura del mundo, todo lo que han hecho lo muestran de nuevo, pero les da vergüenza el olor a podrido del fóbal de ahora… por eso se esconden en el baldío… No importa, no importa que no entiendas… Andá, levántate...”. Y me da un abrazo del que no puedo escapar. Me parece que mide como seis metros y puede tocar las nubes con su cabeza. “Tomá, llevate el pañuelo, lavalo y colgalo cuando sea la próxima luna llena, eso para ayudar: tu vómito, amigo mío, es un maná sagrado para que puedan regresar”.

Está llorando el gigantón. Como lo veo así en vez de escapar me quedo bajo su sombra. Es el mediodía y hoy no trabajo. Es el año equis y él me habló de otros años que no conozco. “Acordate, acordate y escribilo algún día. No me nombres. Nombrá a Griguol el cordobés, es lo único que te pido... Ya voy, ya voy, Padre”, murmura y se cruza en dirección al baldío. Lo vi alejarse pero en un momento desapareció de mi vista como tragado por el aire. Un carro pasó con su estruendo y sus chispas que largaba al percherón con sus herraduras. Me apoyé en el buzón para calmarme. La puntita asomaba por su boca y la tironeé hasta que tuve la carta entre mis dedos. No estaba escrita y al abrirla solo encontré un retazo de tela verde. “No se roba la encomienda, hijo, es pecado”, dijo elocuente una viejita que pasaba. Llevaba un gato gris entre los brazos y sacudía la cabeza en señal de desaprobación. Introduje la carta en el hueco y se sonrió. “Así se hace, no se desafía al destino ni tampoco se espía a los demás. Ahora vaya y haga lo que tenga que hacer”, concluyó satisfecha.

No sé en qué momento se hizo de noche y el estado de mareo persistió hasta encontrarme delante de una taza de café con leche, en la cocina con padre sentado mezclando unas cartas: “¿Por dónde anduviste? Estás sucio de transpiración como si hubieses estado corriendo en otro planeta. Andá a bañarte después del tazón este. Y agarrá este sobre que te dejaron para vos. Es de un tal Timoteo, que te escribe agradeciendo en nombre del Verde. ¿En qué culto raro andás vos? El color del escudito está muy lindo, es un verde auténtico, como el paño del casín, parece hecho con savia de los árboles, propiamente. Hay cosas raras en el mundo. Dale, bañate que olés bastante fiero. Y prendé la radio que está por empezar el partido. Hoy jugamos contra Ferrocarril Oeste”.

 

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