Cuatro décadas antes de que Leopoldo Lugones intentara el vínculo del gaucho “civilizador de la campaña” con los antiguos griegos y su “linaje de Hércules”, Vicente Fidel López había lanzado su tesis. En 1868 López publicó en París y en francés, el libro Les races aryennes du Pérou, leur langue, leur religión, leur histoire, edición financiada por el general Justo José de Urquiza. En su tesis, López sostiene que los incas descendían de los arios, una raza que estaba muy arriba en el escalafón humano del siglo XIX y que mantuvo su prestigio hasta la Segunda Guerra Mundial.

Mucho mejor, la armonía del quechua, su sistema de declinaciones, la uniformidad de sus conjugaciones, lo vinculaban a la grandiosidad helénica y en particular a su antecedente, el pelasgo. Este último, “pelasgo”, era un término general para referirse a los pueblos primitivos que habitaron la Grecia continental y la isla de Creta.

Ya en la página 34, de un estudio de 440 páginas, López lanza su hipótesis: Pero si, después de haber estudiado las formas gramaticales, pasamos a estudiar las raíces que constituyen tanto las palabras como las formas mismas, pronto nos vemos obligados a reconocer que todas estas raíces se encuentran con el mismo significado, las mismas funciones y las mismas derivaciones como en las lenguas arias, y principalmente en la rama pelásguica.

López, no obstante, estaba preocupado por aunar a la Argentina con lo mejor de Europa. De modo que el historiador y filólogo no se preocupó tanto de que los incas tuvieran el epicentro de su imperio en Perú. Más bien señaló, en un curioso desplazamiento, que la provincia de Córdoba, especialmente la colina llamada Inti Huassi en Cosquín, era la Nueva Cuzco socavada solo por el desgraciado arribo de los españoles. Estos arruinaron con su presencia esa onda expansiva de civilización que el imperio inca tenía reservado para la Argentina. Poco importaba que López fuese un porteño irredento y que expresara su teoría de una descendencia incaica sobre un territorio donde los querandíes eran la población originaria. Un poder potencial irradiaba su luz imperial desde Inti Huassi hasta la Buenos Aires del autor. En su decisión selectiva estaba en juego el prestigio de una nación heredera de Grecia. Para López, la raza aria del Perú era la cepa originaria de la comunidad nacional, portadora del germen de la vida social, y los tres siglos de presencia española eran un agregado molesto a la jerarquía que López esperaba para la Argentina.

Luego de la publicación de Les races aryennes no faltaron en Perú los que se plegaron a la teoría de la descendencia aria y en México quien comparase las lenguas indoeuropeas con el nahuatl, no tanto porque puede existir una raíz común a todas las lenguas sino porque el ario era sinónimo de una diversidad biológica jerarquizada muy bien vista en Europa.

Una de las razones por las que la teoría de López no despegó del piso de sus páginas se debe a la influencia de su rival, Bartolomé Mitre. Este último, gran estructurador del pasado nacional, no encontraba muy halagüeño descender de los incas. Mitre prefería construir la nación con renovada —y garantida— sangre europea, más que recurrir a un oscuro origen ario perdido en el indigenismo del norte y diseminado entre los gauchos que, a la sazón, se había sacado de encima.

El Tempe Argentino, obra publicada en 1858 por Marcos Sastre, describe la flora, la fauna y las características de la zona de San Fernando, cabecera del partido homónimo. El libro nos pone en situación advirtiéndonos que nuestra localidad bonaerense es tan o más griega que un valle en Tesalia a pesar de que en el Tigre no se eleva el Olimpo y que San Isidro no es el monte Osa.

Sastre nos dice que “El valle del Tempe, tan celebrado de los antiguos por su amenidad, [es] un pequeño territorio muy fértil y de clima benigno…”. Son las analogías entre el gigante Paraná y el pequeño río Péneos, (“resaltantes analogías”  las declara Sastre) lo que llevó al autor a aplicarle el nombre de Tempe al pueblo de San Fernando, aunque Sastre reconoce que “el griego es una miniatura en parangón del argentino”.

La importancia de todo esto es que San Fernando se parece a Grecia, Sastre no extiende las analogías ni reclama nuestro parentesco pampeano con las estepas rusas o los desiertos de Mongolia, tampoco el norte de Argentina con el sur de Bolivia. El contento de Sastre es que, así como “la lira de los genios de la Grecia” consagró los más bellos colores y armonías para pintar la amenidad de su valle, ellos, la generación del 37, podían celebrar una Grecia aún más grande y prometedora de futuro en el Plata.

Se podría pensar que estos deseos “greco-platinos” fueron parte de un extravagante plan de autoestima en los inicios de nuestra joven nación. Así y todo, aún podemos encontrar remanentes actuales de aquellos atractivos.

En el diario El Día de La Plata del 18 de junio de 2017 aparece un artículo firmado por Marcelo Ortale llamado La llama de Grecia, que no deja de arder. El mismo relata la idea de una “vigencia” y “fusión cultural” de las localidades de La Plata, Berisso y Ensenada con el universo griego. Cómo aún hoy se sigue pensando que un griego contemporáneo es igual a un griego antiguo, la presencia de una colectividad griega en Berisso permite al cronista pensar que estamos ante una nueva Hélade. Para reforzar esta idea la edición digital aparece ilustrada con una imagen del Partenón.

“Los paralelismos y semejanzas, los acercamientos al helenismo nunca dejaron de existir en nuestra zona”, expresa Ortale. En el mismo artículo el poeta platense Rafael Oteriño declara que “Grecia está muy lejos de la Argentina, pero muy cerca del corazón de los platenses”. Oteriño nos asegura que las fachadas de Atenas, sus ventanas con postigos y zaguanes entreabiertos, adornados con malvones y Santa Ritas, “recuerdan la edificación doméstica platense de las primeras décadas del siglo XX” (que en ambos casos poco tienen que ver con los aqueos o el helenismo). Por supuesto, el Museo de Ciencias Naturales de la Plata sale a relucir por sus semejanzas con el estilo griego clásico, o si se quiere, neo-clásico. A partir de aquí se abre un diálogo de “aristotélica perennidad de las formas” platenses y atenienses. Oteriño continúa con la reseña del Colegio Nacional como “nuestro Partenón en pleno bosque”, cita a la réplica del conjunto escultórico Laooconte, a la Colectividad Helénica y Platón de Berisso, y a un almacén —hoy desaparecido— llamado “Salónica”, los que en conjunto hacen al resto de las afinidades entre la nueva y la antigua Atenas. “En la literatura platense —prosigue Oteriño— existen varias presencias griegas o fuertemente influenciadas por la cultura helénica. Acaso la más enigmática, la más exótica, también, fue la de un comerciante griego, Pericles Siafás”. La crónica finaliza con un recuerdo para el poeta Horacio Castillo, oriundo también de la Plata. El cronista Ortale da como ejemplo el poema de Castillo Anquises sobre los hombros: Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros. /Débiles aún, su peso nos impide la marcha, / pero luego se vuelve cada vez más liviano, / hasta que un día deja de sentirse/ y advertimos que ha muerto. / Entonces lo abandonamos para siempre/ en un recodo del camino/ y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

Hermoso poema. Si bien es cierto que Homero dedica unas líneas a Eneas en la Ilíada, la visión del héroe troyano llevando al padre proviene de La Eneida, del mantuano Virgilio, una epopeya comisionada por Augusto para recrear el mito fundacional de Roma. A la llama de Grecia se suma la llama de Troya-Roma, más otra platense, la que subraya y refuerza nuestra anhelada fusión.

Pericles Siafas, el escritor mencionado por Rafael Oteriño, publicó en 1963 La musa platense, Canto epinicio y loa a la ciudad de La Plata. El libro es curioso desde el comienzo: ¡Oh venerandas Musas!... ¡oh Hadas esplendentes del divino Helicón! He de cantar la gloria de mi ciudad […] Venid a mí ¡oh fúlgidas diosas! […] Mi canto será para la ciudad “Augusta”.

Siafas va descartando posibles ejemplos comparativos con su ciudad de preferencia, no piensa equipararla con la “pútrida Babilonia”, ni con la “obcecada Esparta”, ni con la Meca “sumergida en el tumulto de las religiones”, ni con la “entumecida Calcuta”. No, para el autor La Plata está predestinada a brillar, “confiada y serena hacia el confín del siglo, para alcanzar la grandeza que la aguarda”, La Plata es “la Nueva Atenas”.

A partir de aquí Siafas es visitado una noche de primavera por la Musa Platense atraída por el linaje griego del autor. La Musa le ofrece a Siafas ser parte de las “fúlgidas estrellas de los hombres preclaros de La Plata” que ornan su diadema. Así, Siafas, tiene la oportunidad de sumarse “a los ilustres númenes” de Ameghino, Almafuerte, Vucetich… Pero la Musa se desvanece. El poeta la ve transportarse hacia un alcázar divino instalado justo arriba de la ciudad y Siafas, entonces, convoca a los vientos para que presten auxilio y lo lleven donde la Musa. Con gran coherencia cultural —aunque poco geográfica— solicita al Boreas, al Céfiro, al Levante, dejando quizá para otro libro a la sudestada, al pampero y al zonda. Por alguna razón, quizá por distancia o exotismo, sus vientos transatlánticos se eximen de ayudarlo y el poeta los despacha con despecho. A vuelta de página, Siafas congrega a las aves, entre ellas al ruiseñor de Enrique Banchs, el de “trinos argentinos”, un águila de dos cabezas y un fénix fabuloso, unos cóndores, más unos pelícanos “abnegados” y toda una variedad de especies. Los pájaros, mancomunados, aceptan llevarlo a la morada de la Musa Platense.

El supuesto alcázar resulta ser toda una ciudad montada en nubes, con murallas medievales, fuentes, manantiales, jardines y “arroyuelos de infinita pureza”. La Musa Platense sale a recibir al recién llegado con una comitiva de notables presidida por Dardo Rocha, quien lo acoge con efusividad: “Ven a mis brazos, ¡oh hijo de la ilustre y veneranda Grecia!”. A partir de aquí Siafas comienza un paseo por la ilustre ciudad, una especie de campos elíseos donde el poeta se encuentra con figuras de renombre: Joaquín V. González, el botánico Carlos Spegazzini, el sociólogo Agustín Álvarez, el filósofo Alejandro Korn, el Perito Moreno, el policía Juan Vucetich, Benito Lynch, Amado Alonso, Ricardo Rojas, José Hernández, el gobernador Luis Monteverde, Eduardo Holmberg, el escultor Alberto Lagos y a “muchísimos otros predilectos que han merecido la benevolencia de la diosa Platense”.

El texto se interna en un largo laberinto de visitas a los palacios de cada uno de los próceres en un tono que recuerda la aburrida excelsitud del Paraíso de Dante, extrapolado a las “divinales calles Platenses”. Por cada personaje, y con cada diálogo, Siafas se deshace en adjetivos: eximio, distinguido, ilustre, augusto, sublime, preclaro, integérrimo, artífice incomparable, modelador divinal, numen protector, eminente, justiciero, delicioso poeta, sapiente naturalista, ilustrísimo, esclarecido, probo, virtuoso, egregio, insigne, glauco y sereno. Ya para la mitad del libro y agotada la larga lista de personalidades la Musa Platense lleva a nuestro poeta a la Luna, en un viaje turístico previo al alunizaje del Apolo 11. La aventura continúa hacia Venus, donde avenusan en una ciudad similar a La Plata. Sin duda —dice Siafas— “los habitantes de esta ciudad conocen a la nuestra, e imitaron la forma”. Los ciudadanos de Pirgos —así se llama esta interplanetaria ciudad gemela— “eran pulcros y educados”. Siafas les dio un cordial saludo por parte de todos los terráqueos, pero como los presentes no entendían el “lenguaje hispánico”, la Musa Platense se ocupó de las translaciones al venusino.