Un domingo a la tarde del año 2011 en plena separación agarré mi computadora, me senté en el escritorio, apagué todas las luces y me puse a ver Biutiful. Casi como un ritual de despedida, me aferré a mi última soledad de esa casa del barrio de Flores. Soy fanática de Iñárritu, pero más de Javier Bardem, y por alguna razón intuía que tenía que ver esa película, ese día y en ese estado de dolor aullando.
Ni bien empezó la película me entregué a ese susurro y a esos ojos de familia deshecha en esa cama, ahí en ese recoveco de tiempo, historia y espacio. Dije: acá me quiero quedar, con ellos. Compartir un tiempo como un pedido de auxilio vital. Lloré durante toda la película, de manera bestial, animal; la corté en varias partes para aumentar el tiempo del ojo en el cuerpo. Era mamá hace pocos meses, apenas la boca pronunciaba la separación, con mucha inestabilidad deseante en la profesión artística, tenía la temperatura rota, porque la maternidad había llegado a mi vida para expulsarme de todos los lugares débiles y equivocados. Me llevó a una intemperie demoledoramente viva. Fui madre, comencé a vivir y luego a desear. Un orden de vida veloz y crudo como un disparo.
Cuando vi esa película lloré por mí, por las tormentas que aún no podía nombrar, por síntomas físicos inexplicables, y me entregué a los ojos de Bardem como una hambrienta desesperada de futuro. Los tiempos del amanecer de esa película, los de la noche y el pensamiento, los de la noche y el caminar, los de la noche y el abrir los ojos de los vivos, los de la noche y los búhos, me hicieron entender el tiempo del color que existe entre los vivos y los muertos. Ese día me prometí aprender a mirar, a dejar de ocultarme; me prometí mirar mostrando toda la vida, una vida desnuda, porque en ese mostrarse entera, aparece el gesto más valioso de la poética que es el de contagiar a alguien la fuerza, la fuerza de querer tener una vida mejor. Ahí entendí que quería hacer obras de teatro que pusieran al dolor como órgano de todo, dolor y mirada, mirada y dolor.
Me la pasé estudiando de manera obsesiva esa película, la tomé de referencia para todo, la cirugía del tiempo, del silencio, el ojo y la palabra. Intenté ser una cirujana de lagrimales, o la mejor alumna, mejor dicho. ¿Cuántos centímetros hay que dejar para que la imagen estalle en un ojo? El tratamiento de imagen entre todos los tiempos posibles, para que una película sea una vida, para que una obra sea una vida. Estudié el color, la noche, el vértigo y la enfermedad. Me dediqué por años a escuchar a personas que lo perdieron todo para entender desde dónde sale la fuerza, desde dónde, desde qué lugar el cuerpo se levanta un día y se permite decir: sigo. Rezar y seguir. Invocar y seguir. Gritar y seguir. Cantar y seguir. Seguir.
Cada vez que hago una obra tengo esa película en el cuerpo, porque es la vivencia más conmovedora que tuve de vida y muerte. Me resulta enloquecedor ese tema, ese pasaje, esa penumbra, la vida material y la inmaterial, los muertos y los vivos, quiénes se quedan y dónde se quedan, dónde se van los que se van, esas preguntas: dónde y quiénes. Y la gran incógnita de nuestra tarea: vivir y morir. Cuándo empezamos a vivir, con qué vivimos y con qué morimos.
Hoy, a trece años de haber visto esa película, me encuentro haciendo una obra sobre maternidad, profesión, vida y muerte. La obra está dividida en miradas. Las actrices miran, su actuación está hecha por la mirada y el silencio. Esta obra se la dediqué a mi hija Amanda, es un agradecimiento a ella, por haberme conducido a la fuerza y al deseo. Ella nació y me llenó de deseo. Y esta línea de tiempo y orden de lo salvaje, es lo que me conmueve. ¿Quién hace vivir a quién? ¿Dónde comienzan los hijos y dónde comienzan los padres? La obra se llama Estoy acá sin fin, como la caminata de Bardem con el cielo atrás, como sus manos sosteniendo la pared de los baños, como la insistencia de sus pantalones, como sus palabras en aquella cena en la que había que inventarlo todo, porque de alguna manera un padre, una madre a sus hijos quiere inventarle todo.
Biutiful fue entender una caminata, la que muchas veces el teatro hace con las emociones, el tiempo y las personas. Y la que muchas veces hacen los hijos con sus padres y el tiempo.
Leticia Coronel es dramaturga, directora escénica, docente, actriz y productora. Es docente de entrenamiento en actuación y escritura en Abasto Social Club y el Centro Cultural Ricardo Rojas. Se especializa en talleres de escritura para mujeres de más de 50 años, y coordina desde hace seis años los talleres de escritura en primera persona Adentrarse. Recibió el premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia, entre otras distinciones. Se encuentra trabajando como actriz en Diario inconsciente, de Santiago Loza, dirigida por Lisandro Rodríguez. Su último trabajo como dramaturga, actriz y directora general fue Hacer vivir un corazón, en Abasto Social Club. Actualmente dirige Estoy acá sin fin, que se presenta los domingos a las 19 en estudio Los Vidrios, Donado 2348.