“Lo más extraño de la muerte es que uno no ve más a la persona”, escribió Bioy Casares. ¿Acaso no es eso lo que quisiéramos ignorar cuando recibimos de improvisto la noticia de una de esas muertes que nos dejan huérfanos de palabras? Una noticia que degenera en idea hasta que finalmente sucede lo irremediable, el momento en que se materializa la ausencia, ese lugar complejo y contradictorio donde se dialoga con uno mismo hasta el hartazgo sobre lo incomprensible. Y es en torno a esta temática que surge El ilusionista, novela del escritor Gabriel Bellomo a partir de la muerte de una hija. “La sola idea de convertirse en Mister Fix, esa mera chance, le producía una mezcla de entusiasmo y desasosiego; era como si se estuviera cristalizando en su interior la secreta y quizá ingenua fantasía de que la transformación era posible. Si él, el arquitecto Juan Treml, o una parte de él, conseguía convertirse en la improvisada criatura que acababa de idear; si depositaba su fe en la magia, quizá pudiera acercarse -¿De qué modo extraordinario?- a Celina, o a una forma todavía latente de Celina. ¿A su alma? ¿A una Celina incorpórea? ¿Sería eso posible? ¿Estaría dispuesto a intentarlo, a dar ese salto, a empezar de nuevo? Ya que, sin dudas, requeriría sino de otra vida, al menos de una vida doble. ¿Era capaz de sustituir, en un sentido, a Juan Treml por Mister Fix?” Otro nombre, otro aspecto, una vida alternativa.

Hay en El ilusionista la proyección de un sombrío pensamiento de Walter Benjamin: “La primera experiencia que el niño tiene del mundo, no es que los adultos son más fuertes, sino su incapacidad para hacer magia”. En este sentido, la convicción aparece en la novela como una sentencia inexorable: vivimos en un mundo de imágenes ¿Cómo sobrevivir al sufrimiento? El protagonista, Juan Treml, elige sustituirse a sí mismo, eclipsarse, desaparecer bajo un artilugio, primero la duplicidad, luego la destrucción de la matriz como si no hubiera sido más que una fallida versión de sí mismo, una imperfecto y frágil esbozo que sorteará para ya no mirar atrás. Lo que ni Dios, de existir, podría: abolir el pasado. Es lo que parece comprender Treml entre los escombros de sí mismo, de los que toma nota en una especie de bitácora del derrumbe. La muerte de su pequeña hija lo consume, el sinsentido de días que corren en una sucesión trastornada, aunque lúcida, a través del color ambarino de vasos de whisky nunca hasta el borde, nunca vacíos. Las tres últimas frases son las inconscientes consignas de esta historia, el significado y -diría Jacques Ranciere- los bordes de la ficción alucinada en que se sumerge el protagonista cuando ve, sin asombro ni pena que su mujer acaba de marcharse. Un grito silenciado. “Es la primera vez que propongo este juego”, anunció Míster Fix -los ojos fijos en la baraja, intentando superar ese lapso en el que indefectiblemente su voz se tornaría insegura y el discurso vacilaría hasta acertar con la siguiente frase-. ‘Es algo más que un juego’, agregó. Se trata de un juego de ilusión. Temo que pueda parecerles inocente, hasta ingenuo. Aunque espero que el resultado no lo sea”. La luz se atenuó. El Dowson quedó sumido en una penumbra azul; un azul que a Míster Fix le deparó sosiego. “Vamos a trabajar con la memoria. A buscar en nuestra memoria a una persona que está en el pasado, que fatalmente seguirá estando en el pasado. Una persona, un instante con ella. La consigna será entonces concentrarse en esa persona, en ese instante”.

NO FUE MAGIA

“El escritor se enfrenta a la página en blanco con una idea”, dice Gabriel Bellomo, autor de libros de relatos como Formas transitorias con el que obtuvo el Premio Fondo Nacional de las Artes (2005) y de varias novelas entre las que se destaca El médano, Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires. "En mi caso recurrentemente lábil, y de no serlo, producto de una imagen, de una fotografía personal o extraña, de un recuerdo, de una película o una conversación escuchada en la calle, en la playa, en el subte, en un bar, de la lectura de un libro. Escribimos sobre libros, sostenía Borges. Y sobre experiencias personales. El único recaudo personal es que la escritura no se encuentra sometida a la emoción o el impacto inmediato, sino que se decante en ese archivo personal que es la memoria”. 

No hay desacierto en afirmar que a la realidad le perdonamos cuanto sucede, simplemente porque sucede. Con acierto nombra Philippe Ariѐs la muerte como “instrumento absurdo de un azar disfrazado a veces como cólera de Dios”. Por lo que en el intrincado metabolismo de un cuerpo perturbado por la desolación, habita no ya el hombre que se disipa, sino su simulacro, el espectro y la sombra de quien puesto ante el abismo brutal de una contienda consigo mismo, ese espejismo que repentinamente es, deflagra a Treml para, desde las propias cenizas, dar el hálito de vida que signará la existencia de Míster Fix.

Con una prosa refinada y poética, las diferentes tramas que propone Bellomo en El Ilusionista se van hilando lentamente a partir de un dominio asombroso de la tercera persona, su capacidad para focalizar en los personajes para luego alejarse, sin despojarlos de sus secretas intenciones. “La amamantó y un día la vio morir a metros de donde ella estaba y no pudo evitarlo (pensó Juan en este momento). Ella quería olvidar. Lo había dicho centenares de veces. ¿Olvidar a Celina, a él y a Celina o al horror de su muerte? Tal vez pudieran abrazarse al despedirse. Como fuera, deseó que no hubiera palabras. Había ferocidad, desgarramiento y sangre tanto en el nacimiento como en la muerte, recapacitó, y en muchas oportunidades después del accidente, él abrazaba a Laura y trataba (sin voluntad, sin convicción) de consolarla, y ella respondía a ese movimiento con la misma distancia afectiva y con una explicación, una especie de testimonio de la tragedia que él no estaba inquiriendo, que prefería no escuchar”.

Sobre el origen de El ilusionista, Gabriel Bellomo refiere que, más allá del género sobre el que esté trabajando, siempre escribe basado en obsesiones y miedos personales. “Supongo que intenté, ya que tengo para mí que toda escritura es autorreferencial, explorar la conducta conjetural de quien pierde a un hijo, entendido esto como el máximo dolor que puede experimentarse, y luego, sin pretensión alguna de concebir una respuesta universal, indagar sobre esa instancia que enfrenta a la postulación de Albert Camus respecto de si la vida vale la pena o no ser vivida. Por lo que ese hecho, repito, hipotético y no personal, me concitó para seguir a mi personaje Juan Treml en el derrotero de su desesperación sin tener un plan, una estrategia de escritura, conciencia cabal de qué sucedería. Escribo un relato o una novela para saber cómo deriva la historia. Tal vez si lo estructurara en mi mente antes de hacerlo, jamás escribiría. La arquitectura, y más que ello, la caja de mis herramientas literarias, son siempre pocas y rudimentarias. La pasión y la dicha de la literatura está, para mí, en ignorar el decurso de mis textos. Si no fuera así, me conformaría con pensarlos y jamás transformarlos en lo que luego son. Desde ya no todo se resuelve con la mera escritura. Escribir es reescribir, y muchas veces en buscar en páginas subsiguientes la frase inicial del relato o la novela, y esta no ha sido la excepción. Hay una indigencia insalvable para mí como escritor: no saber, ni prefigurar, ni especular, no ser jamás el titiritero de esas criaturas que inevitablemente se me parecen, y es por lo que eximo de contar con un plan, puesto que este se esa especie de arena seca de palabras, sustantivos y adjetivos, diálogos y climas que no son más que arena seca que como el agua puede escurrirse muy pronto de entre mis manos. Toda narración me incita y me perturba”.

En El ilusionista no está jamás presente la idea del “doble”, recurso que ha trasegado la literatura, sino más bien la de la “transformación”. Treml no convive ni altera su existencia con la de Míster Fix. Míster Fix implica, en cierto sentido, la abolición de Juan Treml, su aniquilación. La distancia por la que opta el protagonista y el abandono de su existencia anterior es, por otra parte, más elegante y misteriosa. Por tanto, si debiera realizarse una comparación desde la tradición literaria, la transmutación de Juan Treml en Míster Fix es semejante a la que sufre Gregor Samsa en el relato de Kafka que, en modo alguno es un accidente, sino una premeditada sustitución. “Escribí esta novela, y escribo cuanto escribo” concluye Gabriel Bellomo, “por el ansia de comprender la naturaleza humana y mi propia naturaleza, y, sin dudas, es una búsqueda serena. Siguiendo a Isadora Duncan, intento escribir sin esperanzas y sin desesperación, pero sin descuidar ese templo que es, para mí, la literatura".

De la extrañeza, a la ilusión y la magia, la memoria en esta notable novela de Gabriel Bellomo, nos recuerda que nunca lloramos lo suficiente a los seres que nos han dado todo y esa es la última deuda que nuestros muertos saldan por nosotros.