El pasaje de anoche a esta mañana fue insomnio. No hubo lectura ni fármaco que pudiera anestesiar la memoria. Es que hoy hace tres años que te fuiste. Intenté buscar uno de sus libros, escuchar tu voz. Estoy convencido que la recuerdo, me digo. O es una impresión falsa debida a la melancolía, esta atmósfera que, acá en el bosque, antes que amanezca, es niebla densa. Habrá que esperar a la media mañana a que despeje. Entonces el verde se hará mas nítido, hay plantas de hojas rojas y hojas amarillas, también colchones de hojas muertas mojadas por el rocío nocturno que también perla el follaje.
Soy conciente que me repito. Que esto lo escribí antes. No es ahora mi intención bocetar una estampa impresionista, pero el invierno tiene un encanto glacial envolvente. Vos, seguro, dirías evanescente, un adjetivo tan vos. Sin embargo, te lo rebatiría. Para mí ese atractivo refiere un aire leve, delicado y efímero, que no es lo mismo aunque Windows lo atribuya como sinónimo. Discutiríamos, sí. Tal era una de las formas de la amistad. Borges celebra el diálogo, remitiéndose los griegos. Si no se produjera el diálogo, que puede ser controversia, disenso, no surgirían grandes ideas. Como íbamos cada tanto a la ciudad, nuestros viajes, cada veinte días, alternados, eran expediciones libreras. Nos juntábamos después y nos recomendábamos los hallazgos recíprocos. No estábamos nunca del todo convencidos de los argumentos del otro. Pero después, en soledad, nos revisábamos.
Te interesaban narraciones que refierieran travesías. Por ejemplo el “Caminar sobre hielo” de Herzog o “Siberia” de Colin Thubron. Ni hablar de su devoción por Bruce Chatwin, todo Chatwin. En el medio, alternabas literatura anglo con centroeuropea. Te internaste en el Este. El efecto se podía rastrear en tus libros de contratapas, pequeñas biografías imaginarias a lo Marcel Schwobb. Tu interés principal estaba en el héroe y su aventura. Es decir, la épica. En cambio yo andaba por otra parte: Rusia, la línea que va de Turguenev a Shalamov pasando por los clásicos. Cuántas veces leímos “Anna Karenina”. Y lloramos. Lloramos su pérdida y también la angustia de Levin imaginando que perdió su familia bajo una tormenta arrasadora, pero no. Bueno, no nos habíamos visto llorar. Pero confesábamos haber llorado bajo la tormenta en que Levin creía haber perdido su familia. A nuestra manera, cada uno a la suya, interpretábamos el bosque como una réplica de un paisaje tolstoiano. Una vez empezamos a conversar de Chejov y los abedules. Discutimos si los había en el bosque y allí fuimos. No dimos con niguno. En eso andábamos, así éramos. Uno cautivado por Danilo Kiss y el otro por Vassili Grossman que, merced al fanatismo respectivo, pasaban de una biblioteca a la otra. Y cuando no leíamos, escribíamos. Pero no siempre escribíamos. El mecanismo se trababa. A veces nos dábamos consejos a ver si podíamos sacar un relato que parecía encajado en la arena como el auto de un turista desprevenido que se frustra en subir un médano y bajar a la playa. Pero había un recurso. Nos lo había transmitido un pantano: Cuando se tiene un problema hay que bajar a la playa y caminar. Si había un viento fuerte, caminarle en contra. Si amenazaba tormenta, no ceder. Y después, cuando no se daba más, volver. Y al volver, el problema estaba resuelto. Solíamos probarlo. Cuando se te trababa una contrapa bajabas a la playa, cuando yo no encontraba la vuelta para un relato, también bajaba a la playa. A veces, nos veíamos venir de lejos. Y nos reíamos de nuestra receta contra el bloqueo. Pero daba resultado nomás. Hablando de recetas: es cierto, estábamos enfermos de literatura, pero nuestros cuerpos no creían en la ficción y exigían otros tratamientos.
Pero lo que nos daban mucho resultado era nuestra salud. Cuando uno no estaba jodido del páncreas el otro tenía una meningitis o una cirugía de columna. Previsible, obvio: los dos habíamos leído unas cuentas veces “La montaña mágica”, ese monumental novelón que deviene tratado sobre la cura del cuerpo y del alma.
Hay una anécdota que no me canso de repetir como un mantra. Me encontraba una camilla de una clínica porteña conectado a un suero. Aburrido, te llamé a ver en qué andabas. Nos pusimos a hablar de Tanizaki, el cuento de Fumiko, la chica hermosa que seduce hasta la posesión a un joven pintor. Te pregunté también dónde estabas. También estabas conectado a un suero, pero en una clínica de Mar del Plata.
Entre escritores se dice que las historias le pasan a quien puede escribirlas. Ignoro si este es el caso. Yo sigo escribiendo esta. Cero justificación. La anécdota viene al caso porque tiene eso que debe tener un buen cuento. Quien partiera segundo, habíamos pactado, sería quien escribiera esta historia. Por edad, se suponía que vos serías el narrador. Pero no. Seguro la habrías contado mejor. Seguro también más evanescente.