“Yo parece que lo llevaba en la sangre”. Esa pasión que aún no tenía nombre, el comunismo anárquico, acaso la versión más radicalizada que las izquierdas tuvieron en su historia, tuvo una voz descollante que desde una pequeña ciudad de la costa bonaerense hizo vibrar a las mujeres del mundo.

Juana Rouco Buela tenía once años cuando llegó desde Madrid a una Buenos Aires convulsionada en la que el movimiento obrero hacía sus primeras grandes huelgas desafiando a los cosacos. Menudita, oyendo aquel mandato de sus venas, se paraba en un cajón de frutas para que la vieran. Pero una vez que abría la boca su verba flamígera, con acento español, encendía pasiones en medio de la tempestad como nunca se había visto.

A los quince ya era considerada un “agente peligroso”. Durante la represión del mitín del 1 de mayo de 1904 tuvo su bautismo de sangre: junto a otras compañeras cargó el cuerpo inerte de un anarquista abatido por la policía hasta la sede de la FORA. La escena no tardó en repetirse. Tras participar de la huelga de inquilinos, aquella en la que las mujeres echaban a la policía con baldazos de agua hirviendo como en las invasiones inglesas, encabezó una procesión llevando a pulso hasta la Chacarita a un manifestante muerto. La acompañaban Virginia Bolten, María Collazo y Teresa Caporaletti, con quienes fundara el primer Centro Femenino Anárquico.

Hubo prisiones, desalojos, deportaciones, pero ganaron. Juana estuvo entra las deportadas. Marchó a su Madrid natal, pero la militancia la condujo a Marsella y a Génova mientras denunciaba la represión en Argentina. En Europa se sustentaba con su oficio de planchadora; en un momento surgió la oportunidad de retornar a América. Se instaló en Montevideo, donde animó el periódico La Nueva Senda. Allí tuvo un rol protagónico en la manifestación contra el fusilamiento de Francisco Ferrer, el gran pedagogo anarquista. En sus memorias publicadas con el título Historia de un ideal vivido por una mujer, dice: “Yo no había sido designada para hablar en ese acto, pero voces surgidas de la multitud lo pidieron”. Un testigo recuerda: “Sus palabras eran tajantes y en el mayor frenesí, cuando había enloquecido a todos los cerebros, esta revolucionaria lanzó el mágico conjuro. 'Si no me acompañáis a saltar y destruir la legación española, sois unos cobardes'”. Hubo tiroteos, heridos, detenciones. Tras varios días de acecho policial escapó de la persecución disfrazada de varón y cruzó en el vapor de la Carrera hacia Buenos Aires, vestida de riguroso luto con un crespón en la cara y un bebé -un sobrino- en brazos.

Al año siguiente, el del Centenario, la FORA saboteó los festejos con una huelga general. Comprometida en los sucesos, Juana fue capturada y extraditada a Uruguay, donde cumplió diez meses de cárcel. A poco de salir, resolvió marcharse a París. Viajó como polizonte en barco, pero al ser descubierta la bajaron en Rio de Janeiro. Estuvo cuatro años allí, los de la Pimera Guerra Mundial. Su actividad como conferencista la hizo famosa. Un diario la describe: “Delgada, de ojos tristes, pero revelando cierta energía, pálida, muy pálida, pero denotando fortaleza, Juana Buela se desliza como una sombra por las calles de Rio. Es una de las personas más populares de la metrópoli. Ella pasa y los choferes dicen: Allí va una mujer que vale más que muchos hombres”.

Cuando le dieron la ciudadanía argentina regresó y no tardó en involucrarse en los combates del momento. Participó de la insurgencia de la Semana Trágica, tras lo cual vivió clandestina un tiempo y acabó por establecerse en Rosario, donde animó una librería en la que cantaba la niña Libertad Lamarque. Pero el año 21 será crucial para ella. Emprendió, enviada por la FORA, una gira por la provincia de Buenos Aires con el objetivo de constituir la Federación Obrera provincial. Diseminó su oratoria en ciudades como Olavarría, Suárez, Bahía Blanca y Tres Arroyos, sin obviar poblaciones pequeñas como San Agustín, Copetonas y Orense, donde llenaba plazas y ateneos. Picapedreros de Tandil, paperos de Balcarce y portuarios de Quequén acudían a los actos donde arengaba a la lucha con unción. Pero en Necochea tuvo una revelación. “Allí encontré un plantel de mujeres con conocimientos y capacidad ideológica poco común”. El sueño del periódico propio cobraba forma.

Para entonces había formado pareja con José Cardella, tipógrafo. Era el año de las matanzas de la Patagonia y de Sacco y Vanzetti. Juana viajó por todo el país con su prédica, corriendo grandes riesgos, como durante la huelga de los frigoríficos en Zárate encabezada por mujeres, de la que tuvo que huir perseguida por la policía. Pero Necochea estaba en su destino. Se estableció allí, fundó el Centro de Estudios Sociales Argentinos para la Mujer y creó Nuestra Tribuna, “hojita del sentir anárquico femenino”.

El que llama “Único periódico internacional anárquico que hasta hoy se haya conocido, escrito y dirigido por mujeres”, “será un quincenario anarquista de elevación mental de la mujer y el hombre”. Con un equipo de redacción formado por Fidela Cuñado, Teresa Fernández y María Fernández, alcanzó los cuarenta números con una tirada de 4000 ejemplares, siendo distribuida en todo el país y enviada por barco a EEUU y Europa. Un grupo de mujeres autodidactas, obreras, anarquistas y provincianas rompían la hegemonía de todos los discursos políticos y periodísticos aceptables. “Indómitas, sin cascabeleo ni noción de literatura huera, empuñamos nuestra antorcha y nuestra pluma para romper las cadenas que oprimen los tobillos de la mujer y del hombre. Es hora, pues, mujeres, que empuñéis la antorcha de la luz y la piqueta demoledora del libro para haceros fuertes de inteligencia y demoler de una vez la estructura de esta sociedad históricamente injusta”.

En sus páginas, que acogen colaboraciones de todo el país y no pocas del extranjero -como Federica Montseny, futura Ministra de Instrucción Pública de la República Española- defienden la educación sexual, el amor libre y la maternidad programada, en tanto toman distancia del feminismo al que critican su naturaleza de clase, por lo cual rechazan la lucha por el voto femenino y la ley de jubilaciones, que consideran una exacción inútil del salario. Con invocación a las “hermanitas”, recorren todos los temas usuales del anarquismo, en particular la crítica a la enseñanza clerical pero también a la estatal por “rutinaria, patriótica, militarista y por impedir la espontaneidad”.

En sus artículos Juana aboga por “Educación y no instrucción”. “Hay quienes han pasado por la universidad y carecen de la nobleza de sentimiento”. No se priva de fustigar el “servilismo imbécil” de quienes celebran la política burguesa y extiende su crítica al carnaval, el boxeo y el futbol, “juego inventado por la aristocracia”: “Football: ¿Cuándo dejarás de nublar la conciencia del obrero?” Su ataque militante a las pasiones populares había tenido un antecedente increíble. Justamente en Rio de Janeiro había publicado en A Epoca un texto contra el Carnaval: “hipócritas máscaras pretenden cubrir el rostro de sus miserias. El carnaval no es signo de civilización, está condenado a desaparecer”. “Carnaval es la fiesta de la locura. Es en estos días de carnestolendas que la imbecilidad popular despierta sus instintos bárbaros y echa a andar a todo galope el potro de sus desenfrenos que ha estado sujetando todo el año haciendo triquiñuelas de cultura. En estos días los esclavos modernos remachan su esclavitud”.

Sus batallas y las de sus compañeras apuntaban a un igualitarismo radical que desafiaba, como sostiene Laura Fernández Cordero, todas las convenciones patriarcales. “Pensamos que el periódico es un arma, y la esgrimimos. Ardua tarea empuñar la pluma, para nosotras, que nunca pisamos ni cruzamos el aula de ninguna universidad y que somos solamente proletarias, hijas del hambre y la miseria”. Era demasiado.

Necochea hervía. Con el grupo militante animaban cuadros filodramáticos, realizaban actos, e incluso, ante el asesinato en la cárcel de Kurt Wilckens, el anarquista que había ajusticiado al coronel Varela, lanzaron un paro general. Fue el comienzo del fin: el comisario resultó ser hermano de Varela, el ejecutor de las matanzas de la Patagonia trágica, y no cejó su persecución hasta que Juana tuvo que irse de la ciudad. Habiendo nacido su hija, Poema, se radicó en Tandil. Pero nada fue igual. “No se constituyó en Tandil un grupo editor que fuese tal y no de nombre, por no haber compañeras, entiéndase bien, compañeras, y no hembras, esclavas y sirvientas de pretendidos anarquistas”. Ciertamente, la oposición a Nuestra Tribuna, que dejó de aparecer en el 25, fue brutal por parte de los propios anarquistas. La Protesta calificó a Rouco de “personalista” y al resto del grupo editor de “incapaces de escribir nada de su puño y letra”; condenaban el atrevimiento de estas mujeres “con ínfulas de periodistas”. Esas voces eran lo intolerable.

Ese había sido su momento más fructífero. La vida de Juana, con sucesivos hogares en Córdoba y Buenos Aires, fue derivando hacia la soledad. Separada de su esposo debido a su adscripción al radicalismo, con dos hijos a cuestas, siguió escribiendo en periódicos de la causa, resistiendo “la dictadura de Perón”, formando comités de ayuda a emigrados españoles y demás rutinas militantes, con la desazón de quien ve que “nuestro movimiento permanece entre cuatro paredes”. El 17 de agosto del 1969 murió atropellada por un camión en la avenida 9 de julio: iba a buscar kerosén para el calentador Primus.

En 2005 la Universidad Nacional del Sur publicó el facsimilar de Nuestra Tribuna -que iba a llamarse Acracia- con un prólogo de Elsa Calzetta. Recorrer sus páginas hoy es más que un gesto melancólico: anima interrogaciones sobre las herencias militantes a recoger. Como señala Fernández Cordero, “Desacatadas, las mil lenguas de la enunciación feminista no caben en ninguna revolución, la desbordan”. “Lo intolerable es la lengua feroz”.