A salvo de todo intruso visible o invisible, en su templo mágico subterráneo, echado sobre su estera, Elégarr se despereza bajo la manta. La bilocación funcionó, piensa contento mientras afloja la concentración. Una copia etérica de su cuerpo físico, con su mejor y única campera, más el simulacro de una botella de vino espumante de primera marca y su correspondiente copa de cristal, mantuvieron por unos instantes la ilusión de que estaba presente en el recital debut de la nueva banda del Celta. Le costó un esfuerzo psíquico casi sobrehumano sostener la concentración en la imagen de sus tatuajes visibles con nombres de dragones. El anillo con el sello de Salomón fue otra proeza. Como en pintura, como en música, la letra siempre es lo más difícil.

Ya que está, después de descansar un rato, Elégarr sale de nuevo en su doble etérico. Esta vez pasa por la sala de terapia intensiva donde está internado el único hermano vivo del baterista de su banda. Ya no le guarda rencor por haberlo prepoteado; tampoco es que quiera ayudarlo a sanarse. Es un gesto de marcar la cancha, de hacerse ver por el equipo médico, o de enfermería, o la madre, o quien sea que pueda percibirlo. Para que hablen, para que después digan que no lo vieron ni salir ni entrar, y se pregunten si era un sueño, y lleguen a la conclusión incómoda de que no, y sientan vacilar su forma convencional de ver el mundo. Es una demostración de poder, de superioridad; un capricho de brujo. Sin embargo, se conmueve al ver que ese cuerpo lleno de tubos y de cables es tan parecido, casi idéntico, al de su amigo, la Rocka. Siente que el tiempo vuelve atrás. Quiere creer que esa cosa que todavía respira no es este, sino el otro. Como un clon. Como una segunda oportunidad, si es que hubo una primera. Los dobles no lloran, y sin embargo se le pianta un lagrimón. Desea lo mejor para ese ser.

Ahora ya está. Ya puede soltar la tensión del doble esfuerzo: hacerse visible y ver. Porque a través de su doble mágico pudo ver lo que pasaba en el recital. Se felicita por haberse disuelto justo antes de que su hijastra, la Yesi, llegara a tocarlo. Si al combo le sumaba la telestesia, la capacidad de sentir y hacer sentir contacto físico a distancia, el desastre del truco estaba asegurado. Se deshizo justo cuando ella se distrajo. Menos mal que la conoce, que lee sus gestos, que supo exactamente cuándo desaparecer.

Y menos mal que se fue de ahí. Porque no le gustó nada lo que estaba viendo. Estas pibas de Baron Samedi juegan con fuego. Hay que ponerle Baron Samedi a una banda, Celta. Con esas cosas vos sabés que no se juega. Y esos graves a tierra, ese lento bum bum bum de las cuerdas de tu bajo, el low rock que tanto te enorgullece, Celta. Lo mismo que antes odiabas. Muy lindo el vudú haitiano, la estética sensual de la mujer de piel oscura con el vestido rojo y el gallito blanco, Celta, hablando de ave convengamos en que la negra está más buena que comer pollo con la mano, pero aunque el sacrificio sea de utilería y no se hayan maltratado animales, Celta, igual usaste sangre, igual hiciste el ritual, igual abriste el portal y ahora quién los para.

¿Quién los para? A ellos, los Primordiales, los que habitan en el interior de Gaia, en sus entrañas que los magos conocen bajo el nombre de Agartha; a ellos que desde hace miles de años confunden a los aedas diciéndoles que son los espíritus insepultos de los caídos en batalla, habitantes del país de los muertos. No hay tal país, Celta. Vos lo sabés, nosotros lo sabemos. Nosotros descendimos en visiones a Erks, la patria bajo los cerros que esconde los secretos inconfesables del planeta que habitamos. Ellos nos mienten desde hace siglos y siglos. Han dicho ser duendes, elfos, hadas, almas, dioses, demonios, ángeles, alienígenas, sabios inmortales o señores de las montañas: elige tu propia aventura, tu propia versión sobre su identidad. Son los primordiales. La tierra les pertenece. Viven de la sangre y de la devoción que les ofrendamos a cambio de míseros espejitos de colores: un mantra, un dibujito lindo, el dato de un yuyo sanador. La gilada, la boludez humana hace que sus grandes sacerdotes caigan de rodillas y de paso toda la tribu se doblegue con ellos. Comen nuestras lágrimas, comen nuestras lágrimas. No son eternos, sino vampiros. Elégarr sabe tratar con dos o tres de ellos. O creía saber, hasta el accidente. Y vos, Celta, te curaste, te reconstruyeron como al hombre nuclear, y con tu estoicismo astuto y tu zurda emparchada de titanio no tenés mejor idea que ponerle a tu nueva banda el nombre haitiano del jefe de estos tipos. Son la gran mafia astral, Celta, la mafia del bajo astral, vos lo sabés. Se les aparecen a los pibes como si fueran un pogo de almas en pena emergiendo del purgatorio en una danza macabra; no son humanos, Celta, y vos lo sabés. Alta macana te mandaste; ahora arreglala si sos guapo, amigo. Dejaste un portal abierto y por él entran hordas de primordiales a nuestra dimensión.

Los primordiales escuchan y sonríen. Añoran un tiempo en que el planeta Tierra era solo de ellos. Después se pobló de humanos. Llegó a haber nueve mil especies de humanos. De ocho mil quinientas no quedan ni cenizas. De quinientas más, solo unos huesos. Fue una larga batalla. Las bajas enemigas iban alimentando a los victoriosos primordiales. Resta vencer nada más que al testarudo sapiens. Testarudo y arrogante: llama homínidos a las otras razas, y llama humanoides a los descendientes de esas otras razas. Los cree venidos del espacio. No ve que su palidez verdosa y su flacura son producto del encierro obligado en las entrañas del planeta, donde habitan desde hace generaciones y generaciones para esconderse de las armas del sapiens. ¡Sapiens! ¡Oh, ironía! No sabe nada. No sabe convivir. Instigado por Yah Weh, o por su propia cuenta, ha masacrado duendes, hadas, silfos, animales y humanos, en especial a los amigos de los primordiales. Por eso les gusta el mago: los conoce y respeta. Y se hace respetar.

Elégarr espera que el mensaje telepático haya llegado a destino. Ahora sí, a descansar. A subir las escaleras de regreso a la casa taller, al terreno en la villa, a su vida normal. Pero antes tiene que cerrar y sellar bien todo lo que ha tenido que abrir, no sin antes aún agradecer y despedir a los entes “familiares”, sus aliados, sus asistentes mágicos. Con la mafia astral hay que tener una cortesía extraordinaria. No son humanos, son primordiales y Elégarr sabe lo que eso significa. Ya se ha quitado y ha guardado su túnica negra con capucha; ya se ha vestido con su ropa de entrecasa y está enrollando la estera, cuando oye pasos que descienden hacia él. Lo agarran de sorpresa, aprovechan que está agotado. El invasor es claramente humano, por el peso que resuena en unas suelas de goma y el ritmo, el aliento que lo acompaña. Pasos leves, suaves, de alguien que no quiere ser percibido. O percibida. Ya no le dan los dones mentales para vislumbrar quién puede ser. ¡Imposible, si el secreto de la cripta se mantenía inviolado!

“Alguien me traicionó”, alcanza a decirse, y enseguida toma sus armas mágicas.