La Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos fue fundada en 1940 con un criterio que hoy resulta entre conservador y soñado. La Argentina de hace 77 años consideraba nuevo su patrimonio francés, Art Noveau, italianizante, era escasa en edificios altos y consideraba el hormigón una novedad técnica sin mayores peligros culturales. Lo único que se consideraba en peligro y realmente estaba en peligro era su patrimonio hispánico, demolido con un entusiasmo civilizatorio, sarmientino, y alguna que otra cosa indígena, como de muestra porque ese patrimonio no se estimaba en particular. El radar, sin embargo, se fijó en una colección de edificios históricos que ya habían sido víctimas o de la especulación o del entusiasmo municipal por ser modernos. El mismo Cabildo porteño, que todavía aloja a la Comisión en su encantadora casita atrás del patio, había sido reconstruido luego de una demolición sin madre ni abuela. El Estado, por así decirlo, se había pasado de toda raya y era necesario reparar lo dañado y contener la tendencia. Si no fuera por este movimiento, que se expresó en la Comisión pero lo trascendió, no quedaría ni un cabildo en estas tierras.
Con lo que no extraña que la figura protagónica de este primer período fuera el Monumento Histórico Nacional, definido como un inmueble material, “construido o edificado”, donde ocurrió algo de importancia histórica real, o como una pieza destacada que hace a la cultura o la arquitectura argentina. No hace falta aclara que se habla de una pieza individual que se ve como una pieza única, lo que explica la larga lista de Postas de Yatasto, casas natales de prócer o iglesias, por no hablar de una sorprendente cantidad de sepulcros. Desde el arranque, la categoría quedó estrecha, con lo que se le agregó la de Lugares Históricos, dedicada a ámbitos más amplios, como un campo de batalla, pero en varias ocasiones entendida como un grado “menor” de protección.
Con estas dos herramientas principales, la Comisión pasó muchos años haciendo lo que se podía desde una entidad que ya debería ser un ente autónomo, una Autoridad Nacional, pero que no lo es. Entre otros problemas, estaba que el sistema conceptual y legal se caía de viejo frente a los nuevos conceptos de patrimonio, de su manejo y su preservación. Era posible declarar Monumento o Lugar las ruinas arqueológicas de un poblado indígena, pero no un poblado actual. Era posible preservar y proteger una catedral, pero no el casco histórico donde se inserta, ni hablar de frenar al que le construye una torre justo al lado. Todo esto cambió hace unos años con la ley 27.103, lograda en el gobierno anterior en la gestión de Jaime Sorin, que puso al día las categorías legales. Y ahora, en la gestión de Teresa de Anchorena, se están empezando a usar estas herramientas nuevas. Los resultados ya son novedosos y prometen ser formidables.
La actual Comisión acaba de proteger un conjunto de pueblos históricos y un casco histórico urbano, el de Goya, con criterios que muestran la nueva tendencia. Anchorena destaca con fuerza la ausencia de próceres y de obras maestras en estas declaratorias de la comisión que preside. Apenas Goya puede señalar asociaciones históricas individuales y piezas muy destacadas, como su teatro y su catedral, y algunas casas de la primera mitad del siglo 19 de las que ya quedan pocas. Pero pueblos como Concepción de Yaguareté-Corá, Guanacache o Camarones fueron declarados patrimonio nacional porque expresan una manera de ser y de hacer de los argentinos. Son conjuntos de arquitectura popular, esencial, cargados de identidad. Son lugares que sólo por acá, sólo entre nosotros.
Esta idea es llana, cuerda y potente. Si uno considera patrimonio el Gran Patrimonio, una vacación en Europa te hace volver resignado a demoler todo. ¿Qué tenemos por acá comparable al Duomo de Florencia, al Foro, a Notre Dame, a Westminster? Nada, tal vez. Pero lo que tenemos es lo que hicimos y lo que nos hizo y nos hace, cosas de argentinos. Esto lo que hay que preservar y tener a futuro, digan lo que digan los zonzos de la modernidad y los interesados en abrir terrenos.
Con lo que Anchorena está usando con entusiasmo la flamante categoría de Poblado Histórico Nacional. La elección de pueblos para ser así declarados pasa por algunos conceptos como que su arquitectura refleje su identidad hoy y en concreto: no vale proponer pueblos que “fueron” pero no son más. Esta arquitectura, este conjunto, explica Anchorena, “debe reflejar la especificidad de su historia y de su geografía” y su relación con el ámbito natural. Para Anchorena, Camarones refleja perfectamente su nacimiento patagónico, entre el mar y la estepa, como Alfarcito refleja su hispanidad en el altiplano.
Otro parámetro de enorme importancia para lograr una declaratoria es el cuidado de lugar. Esto no se refiere en absoluto a las posibilidades materiales de la localidad, que pueden ser muy limitadas, sino al criterio con que se usan los recursos que sí existen. Se sabe que hay pueblos, aldeas y parajes en esta nación que están despintados y cachuzos pero enhiestos. No habrá realmente con qué mantener los edificios, pero se hace lo que se puede con amor. Estos son lugares donde siempre, siempre, hay vecinos que guardan la llave de la capilla y piecitas del fondo donde se guardan muebles, objetos, puertas y demás objetos constructivos para algún día arreglarlos y reponerlos.
Pero también se sabe que el paisaje argentino está lleno de casonas arruinadas por ventanas de aluminio, frentes pintarrajeados, parches de cemento gris en la piedra parís, plazas bien trazadas con bancos y faroles ridículos, demoliciones abandonadas. Son localidades que parecen odiarse a sí mismas, parecen soñar con una modernidad falopa y suburbana. La diferencia es la que va entre la arruinada Capilla del Señor y la vecina San Antonio de Areco, que se gana la vida muy bien con su patrimonio edificado.
En pendant con esta categoría de poblados históricos está la de Area Urbana Histórica Nacional, básicamente la misma pero aplicada a un sector de una urbanidad mayor. Goya, en Corrientes, es el primer caso, posible gracias a la lucidez local que finalmente creó un Casco Histórico pese a la oposición de especuladores muy de cabotaje y el despiste de políticos que no querían “que se metan los porteños”. En realidad, la declaratoria le da a Goya y sus ciudadanos un arma de inmensa potencia para preservar uno de los lugares más interesantes, personales y bien construidos de Argentina.
La lista de categorías-herramienta sigue con los bienes de interés histórico nacional, los de interés artístico, los de interés arquitectónico, los de interés arqueológico y, muy interesante, los de interés industrial. A esto se suma la idea de crear y declarar Paisajes Culturales Nacionales, definidos como un lugar donde se unen lo natural y lo humano en una mezcla difícil de expresar por escrito pero fácil de entender. Igualmente potente es el Itinerario Cultural Nacional, que se centra en caminos, terrestres o acuáticos, de valor histórico, cultural o “de las ideas”. Si estas dos categorías suenan ambiguas, hay que recordar que la ambigüedad es una madre de ideas novedosas.
Pero tal vez porque este suplemento viene de tantas batallas, un elemento particularmente interesante resultó ser la posibilidad de crear Areas de Amortiguación Visual. Esto es simple conceptualmente –proteger el entorno del bien patrimonial declarado– pero es justamente la estaca en el corazón del especulador vampírico. Este tipo de especulador es el que ubica un área deseable, como un barrio bajo y bonito, con mucho verde y lindos comercios, y construye una torre para que sus compradores lo disfruten. La parte falluta es que al construir la torre arruina el barrio que ofrece disfrutar, pero el negocio ya está hecho.
El área de amortiguación puede evitar a futuro que para mirar la Catedral porteña haya que borrar mentalmente la horrenda torre bancaria de Alvarez que le asoma por atrás, ejemplo que cada lector de esta Nación puede reemplazar por uno suyo. El concepto de amortiguación incluye explícitamente la idea del “paisaje que rodea” al bien declarado. Se pueden augurar futuras batallas que darán el fruto que siempre dan: más conciencia y amor al patrimonio, más límites a los que sólo piensan en negocios.
No exagera Anchorena cuando llama a esta declaratoria de pueblos y casco histórico el inicio de una nueva era. Finalmente se utilizan criterios más democráticos y actuales en la misma definición de patrimonio. En este mundo de contradicciones, es algo para festejar.