Miriam entró como un torbellino al supermercado y manoteó un carrito mirando entre las góndolas los productos que necesitaba. Atenta, observó de reojo hacia atrás y hacia adelante, cada vez más nerviosa. Eran los noventa. Corría por los pasillos para ganarle al empleado que iba cambiando los precios. Lo divisó dos góndolas atrás de ella, entonces apretó el paso para llevar la mercadería que necesitaba. Así fue haciendo entre las demás góndolas. En algún momento debió apurarse aún más para ganarle al remarcador. Y cuando debía cruzar entre un pasillo y otro disminuía la velocidad para no chocarse con otro carrito: no era la única que caminaba apurada. Se había convertido en un ejercicio cotidiano.
El año anterior, David, su esposo, debió cerrar el negocio de venta de productos de electricidad, hacía meses que estaba paralizada la construcción. Con la quiebra y el único empleo de docente de Miriam, la familia empezó a sufrir necesidades. Ya no podían comprar ropa o utensilios para la casa, sólo gastaban en comida, en vestimenta indispensable y en útiles escolares para su hijo. A veces terminaban el mes comiendo fideos, arroz y verduras, que en aquellos momentos aún eran baratas. En el dos mil uno hubo una reducción del trece por ciento a los haberes de los trabajadores estatales y de las jubilaciones. Eso empeoró la situación de la familia. Hubo noches en las que se acostaba sofocada de tristeza. Escuchaba partida de dolor los suspiros angustiados de su esposo.
En varias ocasiones al atender el portero se encontró con mujeres que pedían un empleo de servicio doméstico, de niñera u ofreciendo productos: dulces caseros, postres. Mujeres que debieron salir porque habían echado al esposo. Tiempos duros en que ellas aumentaron su carga de trabajo. Ya no fueron sólo “amas de casa” sino que se duplicó la carga sobre sus cuerpos. Otras, que habían quedado cesantes, debían conseguir otra ocupación, la que fuera, para seguir manteniendo su hogar; algunas resistieron con un kiosquito en el living de su casa. A veces se quedaban hablando largo rato e intercambiaban penurias. Se sentía hermanada con ellas.
En el supermercado se encontró con una vecina que vivía a la vuelta de su casa. Se llamaba Lidia. Tenía tres hijos. Mientras charlaban y se iban conociendo ambas reconocieron que sus vidas, sus circunstancias eran similares. Lidia comenzó a sollozar. Le contó que habían echado a su esposo del frigorífico, que estaba haciendo changas porque era electricista, pero no llegaban a fin de mes. Miriam percibía la desesperación de Lidia y al mismo tiempo su ira contenida. La abrazó. Intercambiaron direcciones y teléfonos.
Se cansó de quejarse, de reprocharse, de sentirse triste y empobrecida. De que las zapatillas baratas que le compraba a su hijo a los tres meses ya no sirvieran, de arreglarse pantalones viejos de su marido para hacerse polleras. Ella trabajaba y no había derecho a que sufrieran. Empezó a pensar que sufrimiento era lo que estaban creando, que había una planificación para que la gente sufriera, para que se entristeciera. Porque la tristeza deteriora, desgasta, menoscaba, degrada. Cuando se dio cuenta se dijo: ¡No! No me lo voy a permitir.
En el noticiero de la noche se enteró que al día siguiente se realizaba una marcha de protesta por lo que estaba pasando. Ansiosa y con miedo decidió concurrir a la marcha. Por lo menos se iba a sentir apoyada y que apoyaba a los que sufrían como ella. Se sintió un poco sola al principio, como medio perdida. Pero de pronto vio, delante de ella a Lidia, se adelantó y caminaron juntas. Vio a viejas compañeras del secundario, a vecinas suyas. De golpe sintió que no estaba sola. Que ya no se iba a sentir encerrada en el dolor.
En una de las marchas a la que fueron, la policía comenzó a reprimir. Se produjo una corrida, la gente disparaba para todos lados. Lidia y ella subieron a la vereda y trataron de refugiarse en algún negocio. Lo que presenciaron aumentaba su ira. Había muchas personas mayores en la marcha, posiblemente jubilados. Vieron cómo la policía se les iba encima y ellos intentaban correr, escucharon que uno de ellos le gritaba a un policía: “Vos podés ser mi hijo”. En la vereda iban quedando anteojos quebrados, bastones desparramados, jubilados golpeados en el suelo. Ella volvió a su casa con mucha más rabia. Nunca se imaginó que volvería a suceder.