La información, que es la base de la prevención en la problemática de las adicciones, debe ser precisa. Teniendo en cuenta que se trata de esfuerzos populares presentados a través de campañas, folletos, festivales, charlas, etc. Esa información solo debe tener un destino, informar responsablemente.

Lo incierto se manifiesta cuando creemos que esa manera de hacer prevención pueda producir cambios reales en la población “normal”, en la potencial adicta y en la población ya adicta y sus familias. Los ramalazos de esas acciones suelen quedar en la nada, en el olvido. Quizás, en algunas situaciones, pueda captar alguna persona interesada en saber más del tema o en aquellos casos ya contaminados, que pueda pedir ayuda. En definitiva, termina siendo una gran vidriera para la gestión política de turno.

La prevención debería representar las respuestas a las inquietudes de poblaciones específicas y sus necesidades reales. Dado el grado de precariedad y la violencia de nuestros barrios de la ciudad, el abordaje preventivo estará relacionado con otros aspectos cotidianos.

El nivel de convivencia y los recursos en los hogares, la interacción vincular, la educación a la que puedan acceder, la situación laboral, el uso del tiempo libre. Estas son cuestiones que se deben tener en cuenta por encima del consumo.

Observando la situación socioeconómica reinante, separar el consumo de sustancias del asfixiante estado de la vida cotidiana, sería tener una mirada sesgada y poco interesada en profundizar en una problemática tan compleja.

La prevención debería alertar a la población en general acerca de los problemas y dificultades que produce el consumo de sustancias. Pero, además, ese consumo accionó como respuesta en la mayoría de los casos. Una respuesta falsa, efímera, ilusoria, pero respuesta al fin.

Allí está el nudo de la intervención. En esa coyuntura, la persona adicta y sus vínculos caen en esa trampa toxica, patológica, de alianzas inconscientes.

El segundo aspecto, sería la formación, en general y la de personas específicas que puedan abordar esta problemática con recursos genuinos. Madres, padres, empresarios, docentes, dirigentes políticos, académicos, religiosos, etc.

Esa formación lograra un debate coherente, responsable, con cierto conocimiento de lo que hablamos. Y evitaría los discursos y debates bizarros, anémicos, estigmatizadores, que solo levantan una polvareda tan efímera como insignificante.

El tercer aspecto, es la asistencia. El último eslabón de una cadena de errores, desdichas y malas decisiones. Aquí hay que evitar las respuestas facilistas y de índole obsesivo e interesado.

Un diagnóstico preciso evita fracasos futuros. No todas las personas adictas necesitan internación, como se oye y se recomienda de los gobiernos, la prensa y las Instituciones. Este recurso sería la última instancia para desarrollar una intervención terapéutica adecuada.

Se piensa la internación como un bálsamo, una salida de urgencia. Y no es así, es una experiencia, en ocasiones, muy angustiante. De esa manera, se estigmatiza a la persona adicta como peligrosa e incurable. Que hay que sacarla del contexto social. Son los síntomas de este tiempo. Cuando en realidad, un diagnóstico acertado, producirá una estrategia acorde a las necesidades reales de la persona y no a la conveniencia de familias desesperadas y gestiones gubernamentales populares.

Tenemos el desafío, aun luego de tantos años de lucha, donde pareciera que giramos en círculos sin ver un destino luminoso adonde descansar tanta tragedia. Dejar de lado los egos, la pretensión de tener la verdad absoluta. Abrirse a diferentes alternativas. Mirar al otro con el gesto solidario de crecer en armonía.

Solo avanzaremos cuando el propósito sea llegar a la intimidad de esa alma desgarrada por el consumo y poder ayudarla a trasformarse. Ese es el único camino hacia una libertad superadora, genuina y permanente.   

Osvaldo S. Marrochi

Presidente Fundación Esperanza de Vida