Era el verano de 2008 cuando Francis Ford Coppola llegó a la Argentina. Venía a filmar una película; hacía muchos años que no filmaba nada. Dentro del equipo de rodaje que se armó acá, había un asistente de arte que apenas leyó el guión empezó a alardear; decía que su mejor amigo era la reencarnación de Tetro, el protagonista bohemio y maldito de la película que iban a rodar. El rumor no tardó en llegar a oídos de Coppola.

Como todo artista que necesita estímulo, el director quiso conocer de inmediato al alter ego de su personaje. Ese amigo reencarnado era, casualmente, mi marido, y una noche calurosa de diciembre fuimos los tres –él, mi hija de tres meses y yo– a conocer al monstruo sagrado. Yo no estaba invitada por mis encantos, sino porque hablaba inglés, y mi hija, bueno, no teníamos con quién dejarla.

Coppola vivía en el barrio de Palermo Viejo, en una antigua casa reciclada pintada de rojo. Sorteando las macetas de terracota, subías por una escalera de hierro a un estudio, un lugar limpio y bien iluminado, el cuarto propio, un búnker vidriado donde Coppola escribía, pensaba y armaba unos porros del tamaño de morcillas.

El tipo era amable y alegre y estaba un poco monotemático con su nueva película. Era menos fascinante de lo que yo había imaginado. Pero quizás una llegue a esos encuentros con las expectativas demasiado altas. La noche de nuestra visita no paraba de hablar, en realidad, le hablaba solamente a mi marido y yo traducía. Al principio me resultó divertido, pero con el paso de las horas traducir la conversación de dos fumados se empezó a poner cuesta arriba. Habíamos terminado unos linguini con tuco y me estaba despidiendo mentalmente cuando Coppola pidió conocer la noche porteña y a mi marido se le ocurrió llevarlo al Rodney, que era el bar frente al cementerio donde solía tocar con su banda. Hacia Chacarita salimos todos pasada la medianoche en la limousine del propio Coppola –de quién si no– y como al llegar mi bebita dormía profundamente sobre el asiento trasero, el chofer se ofreció a cuidarla. Estacionó el auto en la esquina del bar, se bajó, se apoyó contra la puerta trasera y cruzó los brazos como un guardaespaldas salido de El padrino. Capaz está armado, pensé, y elegí una mesa sobre la ventana para poder monitorear el asunto. Desde ese ángulo la limousine parecía la anamorfosis del cuadro de Holbein y, de golpe, me pareció que toda la situación sucedía en otro tiempo y espacio. Seguramente era la falta de sueño, sumada al calor y al hecho de estar en un bar de mala muerte con Francis Ford Coppola. Digamos que no era una escena cotidiana. Una amiga que no veía hace siglos se acercó a saludarme y me preguntó, por lo bajo, si yo había tenido un hijo con Coppola.

Adentro tocaba una banda de rock que no era memorable y los hombres hablaban por sobre la música y yo seguía haciendo de intérprete; traducía mal para que la noche languideciera, no por amarga, sino por cansancio de recién parida, pero mi desgano no les movía el amperímetro a esos dos, lo importante no estaba en las palabras que yo transportaba, dijera lo que dijera, los hombres ya habían decidido que estaban encantados el uno con el otro. Yo era transparente, un estado que siempre me ha parecido atractivo.

Sería la una y media de la mañana, la banda había terminado de tocar y me caía rodando de sueño, cuando mi marido se fue a fumar al patio del bar y nos dejó solos. Me sentí incómoda, pero no me esforcé por agradar, estaba administrando la poca energía que me quedaba. Decidí dejar que el señor hiciera el esfuerzo. Entonces Coppola me miró y me dijo que mi vestido de jean le recordaba al uniforme de las obreras en las fábricas soviéticas. Quizás para otra mujer ese comentario hubiera sido una ofensa, pero a mí me resultó una imagen preciosa porque me sentí Björk en Bailarina en la oscuridad. Y después, de la nada, agregó:

–Vos sabés –dijo mirando hacia el escenario que había quedado vacío–, el artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas.

Parecía hablarle a un fantasma que estaba ahí y que yo no veía.

–Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo.

Hizo una pausa dramática como en el teatro y prendió su porro. Aspiró como si tragara una bocanada de aire fresco.

–También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno.

Lo dijo como si estuviera improvisando, pero se notaba que era algo que tenía muy pensado.

–¿Quiere decir que el artista no tiene control sobre esas flechas? –le pregunté.

–No mucho –seguía hablándole al vacío, pero escuchaba. Pegó otra pitada–. It just happens. Y solo al final de una vida se puede evaluar la periodicidad de los lanzamientos.

Entonces se puso a cantar con voz grave y envolvente una canción italiana.

Mi marido aún no había regresado cuando el chofer de la limousine entró al bar, se inclinó lentamente con la parsimonia de un mayordomo victoriano, y me dijo: “La niña llora”.

Lo volvimos a ver varias veces más. Me acuerdo de que una vez vino a comer un asado y tuvimos que salir corriendo a comprar un sillón a Easy porque mis sillas playeras eran demasiado endebles para su figura. “El sillón de Coppola” era un mamotreto robusto y horrible, pero cumplió su función, y después ya no lo podíamos regalar ni tirar porque nos parecía un sillón mítico.

Con el paso de los años el affaire Coppola se me diluye, los detalles se borran, pero la historia del carcaj y las flechas doradas sigue nítida. Guardé esa información sin saber que me sería útil más adelante. Cuando conocí a Coppola yo no escribía, pero leía mucho y creía que la literatura era producto del genio joven. Pasados mis veinte, había descartado la posibilidad de ser escritora. Unos años más tarde, la imagen que me dio esa noche me sería de enorme ayuda. No sabemos cuántas flechas trae nuestro carcaj, ni cuándo serán disparadas. It just happens. Por supuesto, al contarme aquella pequeña fábula, Coppola estaba siendo autorreferencial, pero yo creo que también me estaba haciendo un regalo por adelantado: le hablaba a la persona que yo aún no veía en mí. Quizás con ella conversaba esa noche cuando miraba hacia lo que yo creía que era la nada.

Este extracto corresponde al libro Un puñado de flechas, que acaba de publicar Anagrama.