En 1998 tenía 18 años y terror de la posibilidad de ser gay. Todos me decían que era puto y tallaban en mí la vergüenza de una palabra a la que llenaban de estigma. Yo no quería ser eso que ellos me decían. Era también mi último año del secundario, hervía el viaje de egresados, la urgencia por “debutar” sexualmente y de a poco había que ir terminando de endurecer los restos de infancia blanda que quedaban a golpe de mandato macho.