En el otoño del año 2020, David Gudiño cruzaba la avenida Jujuy por la calle Moreno. Volvía contento y sin premoniciones, de la casa de un amigo “de hacer un trabajo practico para la facultad” cuando un policía lo paró. Le preguntó la nacionalidad. Le pidió documentos. Le vació la mochila. Le inquirió por qué viviendo en Ciudad Evita andaba por ahí.
El temor -hijo absoluto de la violencia- lo hizo mentir dos veces. Dijo que venía de la facultad y que estudiaba seguridad e higiene. Entonces supo que la requisa era por portación de cara. Y de color. “Lo entendí al rato, y pensé que claro, era normal, marrón con rasgo indígena, con gorrita, bueno, es así. Lo acepté naturalmente”.
David sonríe apenas, con un rastro de tristeza ajena. Su sonrisa tiene una línea de quien resiste desde un dolor que se esfuerza por comprender. Entra algo de sol por la ventana que nos salva del frio y Milton Nascimento se filtra desde un parlante con “Yo quería ser feliz, invento el mar, invento en mí, lo soñado…”.
“Me pasé una vida explicando que soy argentino. No peruano, no haitiano, no hindú, aunque mi mamá dice que no somos bolivianos por tres cuadras” y entonces suelta la carcajada a por la verdad que hay en la ocurrencia de su madre, porque “yo nací en Tartagal, pero Pocitos es por donde pasás hacia Yacuíba en Bolivia, a donde íbamos siempre en tránsito de compras”. Y tránsito es una palabra constante en su vida. De Tartagal a Ushuahia con siete años y de allí, ya grande, a Ciudad Evita y ahora a dar clases en La Plata.
Este profesor de biología, licenciado y master en arte terapia, actor, escritor y profesor de teatro, carga sus historias, entre las que cuenta una casa de madera con piso de tierra donde “viví hasta mis cuatro años. Después mi papá entró a trabajar a Gas del Estado y entonces arrancó a construir la casa de sus sueños, grande, de dos plantas, que nunca la pudo terminar porque llegó Menem y se quedó sin laburo, y entonces ahí conocí la pobreza. Fue la primera vez que pasábamos hambre. Una sopa por día, y una vez al mes comíamos pollo. ¡Y todavía me preguntan por qué estoy en contra de este gobierno!” Y ahí la pregunta es obvia y la respuesta duele: “en la otra casa no era pobre, porque cuando vivíamos con piso de tierra, comíamos ¿entendés?” Y entonces el recuerdo del estómago vacío le sube cómo marea por los ojos. Y hay que salir urgente de ahí.
Entre las fotos de infancia que lleva consigo, está el recuerdo de una mamá “que siempre nos tenía limpios, arreglados, prolijos y con la mejor ropa que podía comprar” donde cuentan unos conjuntos azules, un delantal verde de colegio, muy planchado, unas zapatillas que encendían luces cuando caminaba “y a veces ojotas, porque en Tartagal los inviernos son de cuarenta grados” y de nuevo recupera la risa mientras busca delicadamente con los dedos, algo en el neceser gris donde tiene las veinte cosas imprescindibles para andar por el mundo. Y ese gesto se lleva el tema porque “tuve alguna noviecita mujer. Quería cumplir con eso de tener mujer, hijos, perro, todo. Incluso hice un viaje muy espiritual para 'curarme', que dicho así puede sonar horrible, pero todos respondemos a mandatos preestablecidos, y en Tartagal no había psicólogo ¡las cosas se sanaban a las piñas en la vereda!” Y enseguida aclara que es una forma de decir, pero levanta la apuesta: “viví otras violencias, como tener pareja y que me escondan por mi color y mi fisonomía. ¡A mí me escondieron más por marrón que por puto!” Y esta carcajada trae la revancha en los ojos, porque “después conocí el amor. Llevo nueve años en pareja”.
Hoy David Gudiño llena teatros con su última obra, El David marrón. Tiene espacios importantes en las redes y gran impacto en programas de streamig, muchas veces lo reconocen por la calle y se convirtió en un referente visible del colectivo Identidad Marrón aunque remarca que “ellos fueron los que me contuvieron, porque así funciona Identidad Marrón. El colectivo es un espacio de reflexión y pertenencia con un planteo muy claro que nos abarca y respalda y empuja en el reclamo del reconocimiento de nuestra identidad”. Y ahora Milton canta el coreto de Casamiento de negros: “el cura que los casó, era de los mismos negros”. Y todo parece una escena, pero no.
David no se enmarca en ninguna agrupación LGBT, “Pero desde siempre me gustaron los chicos. Cuando lo hablé con mi mamá, me dijo que ella lo sabía desde la panza” y la risa trae anécdotas: su papá en el casamiento de su hermana, diciéndole que a ver cuándo se casaba él y le daba nietos, a lo que David le respondió que nunca, que él y todos sabían que era gay y que estaba ya en pareja. Y la reacción del padre: palmada de recuerdo en la frente y “¡ah, cierto hijo! Perdón, perdón, cierto. No,no, está muy bien hijo, está muy bien”.
La cicatriz sobre su ceja derecha quedó marcada para siempre “¡de salvaje!” dice recordando que “cuando era muy chico me puse a jugar con una mezcladora de cemento que giraba. Fue cuando mi papá ganaba bien y estábamos construyendo la casa de material. Me agarré de ahí y me tiró contra el cordón de la vereda” y como después de esa casa sin terminar llegó el hambre, vuelve la cuestión política: “yo, como te decía, conocí la pobreza por las mismas políticas que se están aplicando ahora de nuevo. Es muy loco que la gente se haya olvidado de eso, incluso los propios. Hay marrones indígenas que votaron a Milei y yo entiendo que lo étnico no va atado al voto, pero a mí los libertarios me dicen que me vuelva a mi país, y yo soy argentino. Y esto es un problema cultural a resolver. Nosotros no estamos. Mirá las publicidades, los actores, los presentadores de programas, los jueces, los famosos. No estamos. Nos siguen escondiendo. Y no es carencia, tenemos buenos abogados, buenos actores, buenos periodistas. Pero somos marrones”.
Y ya no hay carcajada. Apenas la mano bajo el mentón y el recuerdo de que hace dos meses lo volvió a parar la policía cruzando un parque. Eran “dos. Uno en bicicleta y el otro en moto. La misma violencia, la misma causa. Por eso mi obra de teatro, por eso insisto con instalar el tema, porque cansa ¿sabes? Pero hay que seguir”. Y el suspiro con la sonrisa apenas -la de tratar de comprender- se lleva lo que quedaba del rayo de sol. Así que nos vamos.
Cuando encaramos hacia la puerta, Milton ya va por María María: “quien tiene la piel marcada, posee la extraña manía de creer en la vida”.