Gracias que podemos hablar, porque si no, no iba a poder dormir en toda la noche. Te cuento lo que pasó aquella tarde de los años ochenta. La pequeña discusión había sido en la galería de la casa de la montaña. Un laurel y no un manzano era el que crecía al lado de la galería junto a la escalera que daba a la primera terraza. Creo que era Enero. Si, era Enero porque jugábamos con el regalo de Reyes. Era uno de esos juegos de estrategia, de los que enseñan cómo dominar al mundo con un pase de dados. En la galería hablaban de lo mismo. De política. Los adultos siempre hablaban de política. Hablaban lento, a la misma velocidad que parecían sucederse las cosas. No sabían, nadie podía saber, que la idea de una pelea global iba a tardar menos de 40 años en aparecer. Sin embargo todas las señales estaban allí. Allí flotaba el dolor de la guerra reciente con la televisión que no dejaba de repetir cada vivencia al infinito, y nosotros que no dejábamos de repetir lo que la televisión decía que se vivía. La casa se usaba solo en el verano y no tenía luz eléctrica. Nos arreglábamos con faroles a gas. Recuerdo que cambiar y quemar la camisa del farol eran tareas deseadas. Recién ahora puedo ver que en el silencio todo era diferente. El tema es que los niños solíamos acercarnos a la galería donde los mayores hablaban del mundo.
En particular, aquella siesta, la conversación comenzó girando alrededor de los Japoneses a quienes les habían rechazado construir un túnel a través de la montaña a cambio de llevarse el contenido de la excavación y siguió con la generalidad del vértigo del progreso. Hablaban como si sus palabras pudieran definir el rumbo de las cosas. No pude entender, hasta mucho después, que en esa época el significado de las palabras y de las cosas estaban hechas para perdurar. Las estrellas que mirábamos por las noches nos abrían las puertas al universo inmutable. Sin más, o después de definir como ineficaces a los Chinos y de pronosticar una guerra de fondo contra los Rusos en el término exacto de ciento cincuenta años, pasaron al tema de la luz. Sonaba el rumor de la posible llegada de la luz. El tendido eléctrico perseguía el recorrido de la ruta y se detenía unos doscientos metros antes de la casa, justo en el límite entre dos jurisdicciones. Al parecer después de mucho andar las jurisdicciones habían zanjado diferencias.
Tu abuelo fue quien dijo la frase, si se hace la luz, la casa va a desaparecer. No recuerdo las palabras de los demás, pero sí recuerdo que aquellos que se oponían a la luz comenzaron nombrando todos los males del progreso. Hablaban de la catástrofe de tener que conseguir una heladera nueva, no como la que había, que era a gas y que antes era a queroseno y un buen día se incendió. O el riesgo inminente de alargar la vigilia hasta horas impensadas. (La vida de los faroles apenas nos dejaban una sobremesa de dos horas después de las 20). Pero por sobre todo, decían que íbamos a perder la noche a manos de la televisión. Los más dramáticos lloraban por las luciérnagas diciendo que iban a dejar de descender hacia el bajo por las terrazas. O que nadie podría escuchar el paso del tiempo en el arrullo de la acequia. También las lechuzas dejarían de anunciar la hora de dormir desde el cedro blanco y los ojos de los niños serían del color del sol. Decían que la luz permitiría leer tanto por las noches, que nos olvidaríamos de levantarnos para esperar al reparto del panadero. Te digo que más de una vez he soñado con ese Quijote dormido perdiéndose el pan casero de la mañana. Lo cierto es que lo mejor del debate fue cuando los que estaban a favor de la luz, recordaron que la casa ya había tenido ese beneficio. De hecho existía un tendido de cables marrones entrelazados por el tiempo y perillas de porcelana distribuidos por cada habitación. Al parecer en otras épocas ese tendido había sido alimentado por un generador tan grande como ineficaz.
Las palabras a favor de la luz aparecieron al instante. Todos los que estábamos en la galería habíamos nacido de ese resplandor. Desde la hazaña de vencer la penumbra, hasta la eficacia de hacer un trabajo moviendo una perilla, eran cosas naturales. Por decirlo de alguna manera, la luz nos hacía ser a su imagen. La vista atraída por los pulsos de las luces retenía a cualquiera frente a la magia de las pantallas. Entonces, los que estaban a favor, hablaron del fastidio diario de tener que colgar y descolgar los faroles en los ganchos de carnicero de la galería y de tener que lavar la ropa en la acequia o cortar los pastos a guadaña y a hoz. También alguien mencionó que nadie deseaba venir a la casa. Las noches a farol y el día sin comodidades ahuyentaban más que un mosquito. Esa soledad era algo que aburría a los adolescentes de la casa. Para los niños la casa era otra cosa. Era la hazaña de descender al arroyo y jugar en las piedras donde los aborígenes habían tallado tres morteros en línea y era la aventura de cazar ranas descalzos hasta el filo del atardecer.
El debate en definitiva terminó sin mayores enojos. Como no podía ser de otra manera, unos años después instalaron el tendido eléctrico. Y como no podía ser de otra manera inauguraron el transformador una noche de verano. En contra de todos los pronósticos, las luciérnagas siguieron volando, las lechuzas nos mandaban a dormir y por supuesto no dejamos de lavarnos las medias en la acequia. Pero desde ese día la casa comenzó a quedarse sola. De a poco todos dejaron de ir. Nadie sabía responder el porqué, o los argumentos dados eran vagos. Yo mismo tardé mucho tiempo en darme cuenta que había caído en la preferencia de gozar de la luz en la ciudad. No se cuando viajó tu abuelo para llevar el primer televisor, pero debe haber sido el mismo día en que la casa desapareció.