“¿Por qué tener pudor también aquí en la intimidad de un cuaderno escrito para nadie? ¿Es que se puede escribir para uno mismo? Me digo que sí, que se puede escribir para recordar y comprender uno mismo, pero no acabo de creérmelo del todo. Entonces, ¿pienso que estos cuadernos acabará leyéndolos alguien que no sea yo?”.

Las palabras del genial novelista español Rafael Chirbes (1949-2015) en su entrada del 28 de enero de 1986 al “cuaderno negro con lacerías” dan cuenta de las particularidades de un género literario que hoy se encuentra prácticamente en extinción y en el que paradojalmente confluían lo público y lo privado. En efecto, el género de los diarios íntimos o personales tuvo su explosión en la modernidad y tiende a desaparecer en los tiempos de las nuevas tecnologías que van en concomitancia con otras concepciones de la idea de intimidad y de las escrituras del yo. 

Quizás los Diarios hoy suenan anacrónicos porque eran el reflejo manuscrito fiel de una época signada por el hipócrita lema “vicios privados y virtudes públicas”. O, quizás, eran el símbolo de una era en que la metáfora social prevalente era la de la puerta apenas entreabierta o de la mirada indiscreta por el ojo de la cerradura (opuesta a la obscena metáfora actual del ojo del Gran Hermano que según reza el slogan de Telefé todo lo ve y todo lo muestra).

La sociedad victoriana legó la idea de que la personalidad pública se construía en función de un aura de misterio, en el supuesto de que las personas famosas y célebres -principalmente pintores, novelistas y dramaturgxs- tenían secretos. Estos arcanos podían -y debían- ser insinuados, pero nunca explicitados en la esfera social. Por ello, en principio, los Diarios eran el resguardo de la individualidad y la intimidad. Sin embargo, en sus páginas siempre radicaba un riesgo, una peligrosidad o una subversión manifiesta: alguien, del presente o del futuro, podía acceder a los cuadernos y publicarlos y de esa manera, las personas quedaban literalmente desnudas y expuestas al escándalo y al oprobio.

De ahí que la exposición de los escritos privados, el hecho de que se hurgara en la intimidad fuera la obsesión de escritores decimonónicos tales como Henry James (veáse sus relatos “Los papeles de Aspern” o “Lo mejor de todo”) quien probablemente en su senectud haya experimentado apasionados sentimientos de deseo hacia muchachos más jóvenes. O de Bram Stoker (en  su novela “Drácula” todos los personajes leen los diarios íntimos de todos) obsesionado con el actor Henry Irving al punto de tomarlo como modelo para el personaje principal de su obra más famosa. O de Thomas Mann, que encerró sus diarios íntimos -donde registraba la belleza de jóvenes a quienes frecuentemente  contemplaba solo una vez en restaurantes, conciertos o  recitales- en una sólida caja fuerte y luego, durante el nazismo sometió a los cuadernos a un largo peregrinaje para que nunca cayeran en manos indiscretas o impiadosas.

Esa obsesión encuentra su punto culminante, en la figura del diplomático británico Roger Casement, quien escribió sus Diarios en dos claves: los llamados diarios blancos (donde no había registrado nada digno de reproche social) y los llamados diarios negros (donde confesaba sus ajetreados encuentros sexuales que incluían descripciones de noches desenfrenadas con dos o tres varones, el detalle del tamaño de los miembros más destacados y las minucias de penetraciones profundas que expresaban el doloroso placer en el sangrado de los calzoncillos).

Al oscilar entre la revelación y el secreto, entre la vergüenza y el orgullo, entre lo inconfesable y lo que quiere trascender, los Diarios fueron una expresión literaria paradigmática para las existencias de gays, lesbianas y trans. En la larga noche de la oscuridad para la comunidad LGTBIQ, en épocas en que las sexualidades disidentes eran castigadas por la ley y la medicina, los diarios permitían que nuestros antecesores pudieran expresar sus sentimientos en el papel, poner en palabras aquellos amores que no osaban decir su nombre. De esa manera, las páginas de los diarios festejaban los deseos prohibidos con la esperanza de que sirvieran para tiempos mejores. Así, poetas como Jaime Gil de Biedma pidieron expresamente que sus diarios fueron publicados luego de su muerte. Ese deseo póstumo obedeció, quizás, a revindicar sus noches con Salvador, con David, con Lino y con tantos más (¡alrededor de cuatrocientos cuerpos!) y demostrar a la posteridad que no había nada de vergonzoso en el amor y el placer homosexual, sino que, por el contrario, el amor gay podía ser alegre y orgulloso.

En el principio, la fisura anal

La publicación de los Diarios de Rafael Chirbes (subtitulados “A ratos perdidos”) por Anagrama constituyen no solo uno de los acontecimientos literarios de la década, sino también un hito en la historia de la cultura homoerótica. Por un lado, se trata de una obra monumental (alrededor de 2000 páginas) de significativa belleza en donde se adivina el intento épico del novelista de captar exhaustivamente cada instante de la vida en palabras. Por otro, se erige en testimonio personal y social que da cuenta de las existencias de los gays en la segunda mitad del siglo XX. Así, en sus páginas quedan registrado no solamente los encuentros eróticos, sino también las obras literarias y las películas que acompañaron la trayectoria intelectual de Chirbes (y que fueron la cocina de sus novelas) o que, como en el caso de Manuel Puig se erigieron en refugio contra la soledad y la discriminación impuesta socialmente a los homosexuales.

Teniendo en cuenta que las vidas no suelen ser solipsistas, en las vivencias de Chirbes pueden verse espejada una generación de disidentes sexuales. En este sentido, no es casual que los diarios comiencen con la descripción del dolor de una fístula, una fisura anal que el escritor de obras maestras como “Crematorio” o “París-Austerlitz” sufre en su cuerpo. No se trata ya de esa fisura rectal de la que se vanagloriaba el poeta Wystan Auden a la cual llamaba “la herida” y que fuera excavada por voluptuosos penes alemanes en sus delicados pasadizos interiores en las trincheras de los cabarets de Berlín. Se trata de un dolor en el cuerpo que da cuenta de la fusión entre homoerotismo y culpa, de que las sensaciones placenteras eróticas entre varones vienen necesariamente acompañadas de una idea de pecado y necesaria autopunición.

Entonces, no se trata aquí ni del Berlín de los años veinte (que alimentó los diarios de Christopher Isherwood o de Steven Spender), ni del Londres de la revolución sexual de los años sesenta (que constituyeron el marco para la fiesta orgiástica de los urinarios públicos reflejados en los diarios de Joe Orton), sino de una juventud vivida a la sombra de la represiva Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación social (más severa aun que la más difusa Ley de Vagos y Maleantes de 1934) que impuso Francisco Franco en los estertores de su dictadura. Por ello, las relaciones amorosas perdurables que Chirbes describe en sus Diarios son sufrientes y signadas por cierta lógica sadomasoquista y vampírica (como la que describe con su amante Francois) y los encuentros eróticos son furtivos y sórdidos con pocos atisbos de ternura en parques, cines pornos, bares de mala muerte o calles y callejones oscuros. (En este sentido, resulta de una melancolía infinita, el melodramático episodio en el cual tras una cita excitante en un cine de ambiente con un hombre que le gustó mucho y con quien mantuvo una buena charla, Chirbes queda en volverse a ver con el atractivo joven y, por pocos minutos, se desencuentran en el restaurante fijado para la cita).

Y, finalmente, cuando el mentado destape español y la consolidación de la transición democrática comienza a dar tregua, la pandemia del sida vuelve a convertir a los gays en parias y pertenecientes a una raza maldita. Y nuevamente el ano -y el placer anal- se alejan de la concupiscencia para metamorfosearse en receptáculo de la peste y en topoi de la muerte. Quizás pocas páginas de la literatura y aun de la historiografía logran dar cuenta con elocuencia e inefable belleza de medio siglo de historia homosexual como las de Chirbes escritas en 1986:

“Hasta ahora, cuando nos acostábamos con alguien de nuestro sexo (si es que hay alguien que tenga el mismo sexo que otro), estábamos convencidos de que teníamos que superar barreras morales o psicológicas, mecanismos de defensa, sentimientos implantados en nuestro interior por curas, guardias y educadores, que habíamos osmotizado convertirlos en reacciones físicas que podían adquirir la forma de rechazo, de autodesprecio, de asco por el cuerpo propio o por el ajeno; un sistema sutil gracias al cual convertíamos en parte de nosotros mismos las ideas recibidas, algo muy bien estudiado por Freud y manejado por la Iglesia, que fue más machaconamente en esos sentimientos vergonzosos o culpables. Con lo del sida, además de con ese todo notable catálogo de prejuicios, se introduce un elemento de realidad: ahora se juega a la ruleta rusa, un polvo es una apuesta a vida o muerte, sin saber cuántos aleóvolos del cargador del arma llevan proyectil”.

Mientras San Francisco, Nueva York y finalmente París, se erigen como capitales del sida, mientras aumentan progresivamente los obituarios producto de la misteriosa enfermedad y las vidas gays se ven radicalmente afectadas, Chirbes -y tantos otros- le dicen adiós a las calles y se recluyen en el ámbito de lo privado presagiando los tiempos neoliberales del levante vía Grindr.

Por ello, por esos mismos tristes días de 1986, Chirbes escribe: “A veces voy a un cine de ambiente -muy de tarde en tarde- y me hago una paja a solas, mirando a alguien, o dejándome toquetear por él, si encuentro motivo de inspiración, cosa que no suele ocurrir casi nunca. Si no lo encuentro, paseo como un lobo enjaulado hasta que me aburro y me marcho. El pito me lo encuentro cada vez con más dificultad”.

De esa y de otras maneras, quizás sin proponérselo, en sus Diarios, Chirbes está narrando la historia de una generación: la de los gays que nacieron en la década del 50, la de quienes reprimieron sus placeres o los vivieron con culpa, la de quienes recurrieron al artificio de la máscara, la de los que se casaron o tuvieron una doble vida y que, cuando, finalmente comenzaban a pasearse con desenfado por avenidas, discotecas, bares y playas, perdieron sus bellos cuerpos, a sus amantes, a sus amigos y sus vidas en esa especie de apocalipsis de una comunidad que significó la epidemia del sida.

Marxismo y homosexualidad

A su vez, los Diarios de Rafael Chirbes pertenecen a una época aparentemente caduca: aquella en la cual la revolución sexual y la revolución social parecían ir indisolublemente de la mano. Es decir, un tiempo en que el cual ser gay y ser de derechas parecía una contradicción en sí mismo. En ese sentido, a lo largo de su vida, Chirbes mantuvo sus convicciones eróticas y políticas: su inclaudicable adhesión a los ideales de Marx y la utopía comunista y su pasión exclusiva y sin concesiones por los muchachos viriles de la clase proletaria (deseo que lo hermana con artistas de la talla de Juan Goytisolo o Pier Paolo Pasolini).

Tal como describe en su entrada de Enero de 1986: “Me presentan a un tipo maduro, con aspecto de campesino, las manos enormes y marmóreas, como de estatua de Miguel Ángel. Es muy fuerte, hercúleo, guapo, y viste como un obrero recién llegado a la ciudad, exhibe una fuerza hermosa: sin embargo, lleva el bigote recortado y teñido, y eso le da un aspecto repulsivo, como de viejo fisgón de vespasianas, un Charlus del proletariado. La estatua estalinista maquillada en un tocador burgués”.

Gustos que se mantienen incolumnes dos décadas más tarde, tal como lo revela su descripción de los muchachos que pasan por las calles de Madrid en julio de 2006:

“Cada vez que salgo del bar y cruzo la calle en dirección del hotel, que está justo enfrente, me atrae la animación de la gente que entra y sale de la estación de metro situada junto a la puerta, o que aguarda en la inmediata parada de autobuses: latinoamericanos, marroquíes, rumanos, eslavos, españoles, una pequeña babel obrera, tipos que regresan del trabajo, la mayoría de ellos cargados con bolsas o mochilas, catálogo humano que alguien debería inmortalizar: dejar impresos para siempre sus movimientos, preservar esos cuerpos enérgicos y laborales de la voracidad del paso del tiempo y del olvido. Con la llegada del calor, las vestimentas ligeras, que con frecuencia no llegan a cubrir las partes del cuerpo para las que en teoría fueron diseñadas, permiten espiar todas las texturas que adquiere la carne humana, el tono de la piel, variaciones sin salir del código de la especie; sin romperlo: reino del infinito matiz en eso que calificará despectivamente como cuerpos de obreros y se ofrece a simple vista como anodina fuerza de trabajo para explotar. Que más da uno que otro para obtener plusvalías. Me conmueve cada vez el espectáculo de la variedad, y en esa emoción creo que hay algo más que la calentura de un viejo rijoso, porque no me refiero solo a cuerpos que puedan atraerme sexualmente, que no son tantos, sino al rico catálogo de humanidad que se ofrece en cualquier aglomeración”.

Los muchachos descamisados, los jóvenes obreros son para Chirbes a su vez, la carne del placer que promete alivio al cuerpo y la carne hacedora de la revolución redentora que compense las penas y las injusticias humanas.

 

Adiós a los diarios

En épocas en las cuales, las pantallas y los teclados digitales reemplazan de manera veloz y definitiva a los cuadernos y los manuscritos -, en los que un simple botón borra de cuajo lo aparentemente banal y descartable de los escritos (sin necesidad de recurrir a la goma o al fuego), los Diarios de Chirbes se erigen como lucha de la memoria contra el olvido. (Que para Milán Kundera era esencia de la lucha contra el poder). Probablemente, sus Diarios – escritos a mano en el cuaderno negro de lacias, el tomo gris, la agenda Max Aub, el cuaderno negro de tapa dura, entre otros- sean los últimos de una larga tradición literaria que coadyuvó a la subversión y al orgullo gay. Así como los monumentales Diarios de Patricia Highsmith (publicados también por Anagrama) marcan la cúspide y el fin de los Diarios de lesbianas, los diarios de Chirbes son los últimos y geniales Diarios de un escritor gay.

Si para autores como Thomas Mann, André Gide, John Cheever, los Diarios eran el reflejo de su doble vida (el lugar donde sus roles de fieles esposos y padres intachables era metamorfoseados por el de la abyecta pasión por los muchachos), para Chirbes es el espacio de la cita literaria precisa, el de la crítica original -y en ocasiones despiadada- a la escritura de sus contemporáneos, pero también el de los miedos -a la decrepitud, a las enfermedades, a la muerte propia y de los seres queridos-.

A medida que pasa el tiempo, se profundiza en sus páginas una de las grandes obsesiones de la cultura gay de todas las épocas: el paso del tiempo. Para quienes no murieron jóvenes y bellos, para aquellos a quienes no los alcanzó la epidemia del sida, les espera destinos como los que Chirbes describe en mayo de 2006 con descarnado lirismo: 

 “Prótesis dentales que no se ajustan al volumen de la boca: a partir de cierta edad, a la gente le cambia la sonrisa, se le llena de dientes, hinchándole los labios; o se le hunde, se fruncen los labios en esa configuración rugosa que se define como de culo de pollo, y los dientes están al fondo, los dientes de un muchacho que se fue puestos en la boca de un cadáver que está por llegar, los labios han perdido la esponjosa carnosidad que te excitaba, ya no quieres rozarlos con los tuyos, ni besarlos, ni morderlos, con delectación, como muerdes una cereza, una fresa, como la mordías entonces. ¿Te acuerdas? Un banquete. Adiós al deseo. Ni se te pasa por la cabeza sorber esa saliva que adivinas al fondo, la que envuelve la prótesis, la que hace unos años te perdías por beber. Hubieras dado lo que fuera por alcanzar esa boca con la tuya. Ahora los labios ya no tienen ese color de cereza, son grisáceos, como si los hubieran espolvoreado con ceniza (…)”. 

Las manchas oscuras -a veces cancerígenas- reemplazan las pieles blancas o aceitunadas que también dejan el almizcle embriagador y lo suceden por un sudor agrio. En las últimas páginas de Chirbes -como en la de muchas vidas- se termina el deseo y se avecina la muerte.

 

Rafael Chirbes, “Diarios. A ratos perdidos 1 y 2”; “Diarios. A ratos perdidos 3 y 4”. Anagrama.