El “Pipi” corre atrás de la pelota. Se desafora y la velocidad que trae en el cuerpo lo hace pasar de largo, caer y rasparse todo. Llora. Cuando me acerco, se para y me abraza. Siento que no está llorando la jugada sino alguna otra cosa. Siento que no me está abrazando a mí sino a alguien que no está.
Al barrio Bella Vista lo pisé por primera vez allá por el 2001. La idea era poder plasmar un taller de fútbol en la parte de adelante de la Capilla Nuestra Señora de la Consolación. Me reuní con el mítico padre Joaquín, un cura villero, arraigado al sentir del barrio desde hacía décadas. Su casa, situada en el corazón de la villa, era una habitación y una cocina. Separada por un tabique de chapa donde colgaban la foto de Evita, un dibujo del Che y un Cristo tallado en madera, supuse, por alguien del barrio. Puso la pava y se sentó despacio, con la tranquilidad de los que aprendieron a esperar. Intentó explicarme que la gente estaba muy golpeada y sus hijos necesitaban jugar, disfrutar y pasarla bien, volver a reírse. Que lo demás se da solo y la gente sabe cuándo.
Para mi cabeza, lo que me decía era inexacto. Los chicos del barrio necesitaban reflexionar sobre el contexto histórico, sociopolítico, convertirse en Sujetos de cambio y para eso, había llegado yo. Al mes, nomás, fui percibiendo que los libros que había leído, junto con mis expectativas me los iba metiendo en el ojete de a uno, sin prisa y sin pausa. A los sesenta días el formato “taller de fútbol” se había evaporado y nos juntábamos a jugar a la pelota.
Eran como 15 pibitos: Chuqui, el Narigón, el Diego, el Monito, Sebastián, los dos hermanos, el Pipi y como ocho más que el tiempo me olvidó los nombres pero no las caras. Las edades oscilaban entre los 6 y los 10 años. Y todos los sábados nos encontrábamos en la canchita que habíamos improvisado en un terreno baldío donde atrás de un arco pasaba la calle Servando Bayo. Atrás del otro, como a un metro y medio, el portón de entrada de la capilla, donde se distinguía en el fondo la virgen María con los brazos abiertos como el loco Gatti haciendo “la de Dios”. Los arcos estaban armados con piedras y cada vez que la pelota pasaba por encima, tenía yo que decidir si había sido gol o fuera. Así, después de mi veredicto me ganaba la bronca de un equipo entero. Me acuerdo un día que de tanto que me gritaron en el oído para que decidiese si era gol o no, me sorprendí al escucharme diciendo: –¡Pegó en el palo y se fue a la concha de mi madre… y el próximo que habla no juega más!–. Me pregunté para adentro si Paulo Freyre hubiese contestado así si antes de escribir “Pedagogía de la búsqueda de la libertad”, habría tenido que hacer de árbitro de atorrantes como estos.
Y así siempre. Yo elegía dos equipos para hacerlo parejo. Oficiaba de árbitro, a veces de fútbol y otras de box, cuando alguno le arrimaba un patadón a otro y se iban a las manos. Luego de algún episodio así, yo sentía que era el momento justo y con la pelota bajo el brazo hacía un discurso sobre la solidaridad y el respeto. Discurso siempre interrumpido por alguno que me arrebataba la pelota para seguir jugando mientras el resto gritaba de alegría. Y en ese berenjenal, con el Pipi, siempre la misma secuencia: él caía, yo me acercaba para levantarlo, y él me abrazaba llorando con lágrimas mientras que con las dos manos me agarraba fuerte la ropa. Esperábamos un ratito y yo le decía al oído: –ya pasó, ya pasó-. Y el desprendía los dedos, se secaba las lágrimas y ahora sí, volvía a jugar.
Recuerdo una imagen como si fuera hoy. Fue allá por Noviembre del 2001. El hambre tarasconeaba dentro de cada uno de los ranchos. La tensión y el dolor en el barrio y en toda la Argentina se hacían presentes. La misa del Padre Joaquín explota de gente. Él, parado en el estrado, cuenta un párrafo de la biblia según San Lucas. Mirando a los ojos de los vecinos les dice que hay que garantizar el alimento como sea, que el infierno no está tan lejos, y que al cielo hay que construirlo, en la tierra, sin pedirle permiso a nadie. La energía de un animal lastimado de muerte invade el recinto.
Una tarde el Héctor, que era el quinto y el más grande de los hermanos del Pipi, me quiso enseñar a conducir el carro con el que cartoneaba y sentí ese gesto como una forma de agradecimiento que no quise despreciar. Me dio tal cagazo llevar las riendas, que apenas el bicho cabeceó me tiré y los chicos se rieron a carcajadas mientras me gritaban: –¡¡tiene que agarrarlo fuerte profe, no sea maricón!!–. El “no sea maricón” terminaba de desmoronar el poco respeto que me había construido. La rutina de los sábados se hacía disfrutable. Llegar en la bici, como siempre, e ir cruzándolos por el camino mientras me jugaban una carrera a ver quien llegaba antes al arco de la capilla.
Aquel sábado fue distinto. Iba llegando y sentí que me sumergía en un clima espeso. En la capilla donde se solían hacer los bautismos o cumpleaños,donde de fondo estaba la virgen que parecía Gatti, se había llenado de gente en silencio. Cuando estuve a diez pasos oí un llanto profundo y entendí que había un velorio. El hermano más chico del Pipi tenía 6 meses y en forma accidental se había caído de la mesa de espaldas. No quise ni pude saber más nada y empecé a buscar al Pipi para abrazarlo y no soltarlo más. Lo encontré corriendo y jugando con los chicos a la vuelta, y lo sentí a salvo. Con 7 años era imposible dimensionar tanto dolor junto. Era impresionante ver a los hombres del barrio en la sala, sin poder llorar, con los ojos y el cuerpo a punto de estallar pero sin poder hacerlo.
Dejamos pasar una semana y volvimos a encontrarnos para jugar pero el Pipi no vino. Quise ir a buscarlo a la casa pero no me animé. Sentí que yo tampoco estaba preparado para pechar ese dolor. Volvió como al mes. Lo trajo su hermano el Héctor del brazo. Estaba serio. Mientras jugaban, yo estaba más atento a él que a ninguno. Estaba esperando que como de costumbre, tuviera un encontronazo con un compañerito, y pudiera llorar todo lo que quisiese. El momento llegó después de una trabada. Se cayó al suelo y se agarró la pierna, fuerte. Apretó los dientes. Reprimió un sonido parecido al llanto. Se secó los ojos y los mocos con el antebrazo. No lloró. Tenía 7 años y desde ese día, al igual que los hombres del barrio, pasó a formar parte de los que no lloran.