“De haberme visto entonces, probablemente me habríais tomado por una de esas chicas que se ven en un autobús cualquiera de una ciudad cualquiera”. La frase abre el libro con el cual la escritora estadounidense Ottessa Moshfegh saltó a la fama editorial, volumen que, irónicamente, no se encuentra editado en la Argentina. La ironía tiene una razón de ser: publicada originalmente en 2015, la segunda novela de Moshfegh –nacida en Boston en 1981, hija de madre croata y padre iraní– fue la que puso su nombre en las páginas literarias de las revistas y periódicos más importantes del mundo. Sus novelas subsiguientes, Mi año de descanso y relajación (2019), La muerte en sus manos (2021) y la reciente Lapvona (2023) sí han sido lanzadas en estas pampas, como así también el libro de cuentos Nostalgia de otro mundo. Mi nombre era Eileen, relato habitado por perversiones secretas y más de un giro sorpresivo, puede leerse en la edición importada por Alfaguara y también disfrutarse en la adaptación al cine homónima dirigida por William Oldroyd, el director de la destacable en más de un sentido Lady Macbeth (2016), y protagonizada por Thomasin McKenzie y Anne Hathaway.
La joven actriz neozelandesa de voz aguda, la chica escondida detrás de las paredes en JoJo Rabbit, y la estrella consagrada, platinada para la ocasión y en un papel que no tiene antecedentes en su carrera, encarnan a los personajes principales de un drama con toques hitchcockianos (¿acaso es casual que el personaje de Hathaway se llame Rebecca?) que estuvo cerca de tener un estreno en salas de cine, pero acaba de desembarcar en el streaming como parte del catálogo de la plataforma Max sin pasar por la gran pantalla. Un relato en el cual la primera persona de la novela original es reconvertido en un punto de vista casi absoluto: es Eileen quien observa, se apasiona, rompe el círculo de introspección, se rebela a su particular manera y es testigo de oscuros hechos del pasado y el presente que nunca imagino posibles. En ese sentido, hay en Eileen más de un punto de contacto con la Katherine de Lady Macbeth, aunque aquí el mundo interior de la “heroína”, igual de convulsionado, es poco afecto a las explosiones exteriores. Hasta que...
La descripción de Moshfegh en el primer capítulo del libro –titulado “1964”, el año en el cual transcurre la acción– es clara y directa: “De haberme visto entonces, probablemente me habríais tomado por una de esas chicas que se ven en un autobús cualquiera de una ciudad cualquiera, una de esas chicas que leen un libro de la biblioteca encuadernado en tela sobre plantas o geografía, que quizá se cubren el pelo castaño claro con una redecilla. Podríais haberme tomado por una estudiante de enfermería o una mecanógrafa, quizá os habríais fijado en mis manos nerviosas, en mi pie que no deja de golpear el suelo, en que me muerdo el labio. No parecía nada especial. A mí me resulta fácil imaginarme a esa chica, una versión extraña, joven e insignificante de mí misma, con un bolso de cuero anónimo, que come una bolsita de cacahuetes y hace girar cada uno entre sus dedos enguantados, hunde las mejillas y mira ansiosa por la ventanilla”. Unas líneas debajo, la autora deja en claro que el racconto ocurre mucho tiempo después de los hechos, un recuerdo de un pasado remoto filtrado quizás (o quizás no tanto) por las trampas de la memoria. “Y en esa época —eso fue hace cincuenta años— era una mojigata. Eso saltaba a la vista. Llevaba faldas de algodón basto por debajo de la rodilla, medias gruesas. Siempre me abrochaba las chaquetas y las blusas hasta el último botón. No era de esas chicas que te hacen volver la cabeza”.
A pesar de su título en tiempo pretérito, Mi nombre era Eileen, la película, transcurre en el presente del relato. En líneas generales, el guion escrito por la propia Moshfegh y su esposo Luke Goebel (adaptación más que oficial, entonces) respeta los acontecimientos centrales de la trama literaria. Bajo la piel de McKenzie, Eileen es un chica frágil y delicada, tímida e introvertida, aunque eso no impide que la película la describa en plan voyeur, observando a la distancia a una pareja que se besuquea en el interior de un automóvil. Las manos se acomodan en la entrepierna y comienzan a moverse lentamente; de pronto, como si una alarma se hubiera encendido en su interior, Eileen abre la puerta de su coche, toma un poco de nieve del suelo y procede a enfriar la zona de la manera más brutal y directa posible. Tan brutal y directa como la presentación del personaje.
A su manera, Mi nombre era Eileen es una particular reinterpretación del noir, aunque esa categorización sólo puede hacerse cuando la historia ha avanzado lo suficiente. En el comienzo, Eileen viaja del trabajo al hogar y del hogar al trabajo. En casa, cuida a su padre alcohólico, un expolicía con cientos de rencores en el cuerpo y el alma; en la oficina del reformatorio para criminales juveniles palpa a las visitas, acompaña al guardia de turno y hace trabajo de secretaria. Casi nada al margen de esos dos universos, unidos por los viajes de un lugar a otro en un auto desvencijado, que parece siempre a punto de explotar: el humo invade el interior del vehículo y es necesario abrir completamente las ventanillas, aunque afuera haga un frío endemoniado, para no morir en la travesía. Entrevistado por el medio especializado Screen Daily en ocasión del estreno mundial del film en el Festival de Sundance, William Oldroyd recordó que, al leerlo, sintió que el libro “era muy cinematográfico. En marzo de 2020, cuando la industria del cine se paralizaba por la pandemia de covid-19, le escribí a Moshfegh preguntándole si le atraía transformar el libro en una película. Su respuesta fue que estaba muy interesada en colaborar con su marido, que también es guionista, y que era algo que podíamos hacer juntos. Ottessa es muy cinéfila y no le preocupaba en absoluto que la reputación del libro fuera a sufrir de alguna manera al hacer la película. De hecho, el texto es una suerte de trampolín para el film. Fue una oportunidad de tomar el libro y expandirlo, más que intentar recrearlo fielmente en la pantalla. Las películas que adoro siempre tienen algún elemento provocativo. Amo la provocación en el cine, pero también me gusta el cine que empuja al público a participar, en lugar de simplemente dejarse llevar. Eso se puede lograr creando suspenso, tensión, dejando que la audiencia se haga preguntas a lo largo de la proyección, todo el tiempo”.
Mi nombre era Eileen no sólo recrea la época en la cual transcurre la historia, a mediados de la década de 1960, sino que también intenta reconstruir el aspecto de ciertas películas de aquellos años. Ya el logotipo de la compañía Universal Pictures al comienzo de la proyección lo anticipa: no se ve en pantalla la versión contemporánea sino aquella que prologaba las películas producidas por el estudio más de medio siglo atrás. La dirección de fotografía de la australiana Ari Wegner, que ya había colaborado con el realizador en Lady Macbeth, va en ese mismo sentido, manipulando digitalmente los colores para obtener unos tonos y una textura que evocan el tipo de imagen de aquellos tiempos. En términos narrativos, la historia presenta muy temprano –mucho antes que en el libro– la figura de Rebecca St. John, que en varios sentidos parece ser la antítesis de Eileen. Alta, rubia, atractiva, fumando glamorosamente mientras mira sin recelos a sus jefes y compañeros hombres, la nueva psicóloga de la institución es una mujer independiente, segura de sí misma, inteligente, culta y refinada.
La mirada de Eileen, que hasta ese momento parecía dirigida exclusivamente a un joven guardia (mirada reservada, origen de fantasías diurnas que nunca llegan al plano de lo real), es redirigida hacia esa mujer que parece llegada de otro planeta, sobre todo en una pequeña ciudad insular marcada por las reglas y ritmos de la endogamia pueblerina. Así comienza la obsesión de Eileen, mezcla de admiración con deseo, los primeros encuentros fuera de la cárcel para tomar un trago en el único bar razonable del pueblo, el rescate de esos vestidos y tapados que solían ser de su madre, antes de que el mundo se transformara exclusivamente en Papá y yo. Ese padre que suele tomar de más y que sale a la calle con un arma, confundido, siempre a punto de dispararle a alguien, y que le cae encima a Eileen por cualquier desavenencia o enojo, justificado o no. En paralelo, el caso de un chico que mató a su padre mientras dormía (policía, además; todos los hombres parecen ser policías en ese lugar) interesa a Rebecca, dispuesta a aplicar las nuevas tendencias de la psicología en un lugar que ha quedado cristalizado en viejas ideas y rituales.
Durante al menos dos tercios del film todo parece indicar que Oldroyd está jugando con las reglas del melodrama clásico (o las de una reinterpretación del melo de los años 50, como Carol, de Todd Haynes): la relación entre las dos mujeres deja de lado lo exclusivamente profesional y una noche de borrachera conjura el diálogo íntimo, la complicidad e incluso un beso furtivo. Sin embargo, el espectador no puede evitar sentir que hay algo –varias cosas, en realidad– profundamente perturbado y perturbador en la nueva vida de Eileen. Hay señales, algunas ambiguas y otras más transparentes, que anticipan que el camino va a presentar curvas peligrosas e incluso algún objeto que impida continuar la marcha. Lo que no puede prever –como no puede hacerlo tampoco el lector del libro– es la serie de acontecimientos que ocurren durante los últimos tramos del relato, que merced a una serie de hechos, confesiones y revelaciones termina dando vuelta por completo el tablero, y de nuevo lo hace girar cuando el nuevo statu quo parecía ya definitivo. Es el momento en el cual Mi nombre era Eileen parece caer en las trampas del cine de suspenso más raso. Y algo de eso hay, sin duda, aunque otra vuelta de tuerca vuelve a reencaminar el posible descarrío. Allí sí el film termina de adoptar la oscuridad del cine negro, entrando de lleno en los territorios más salvajes. Es entonces cuando el espectador cae en la cuenta de que ha sido manipulado a la perfección con dos de las armas más poderosas del cine: el poder de sugestión y el jugueteo con las expectativas. En el camino, McKenzie y Hathaway entregan dos actuaciones ambiguas y potentes, que poco y nada tienen que ver con los empoderamientos en boga y sí mucho más con las eternas zonas de oscuridad del alma humana.