Cuando sonó el timbre, Fercho bajó gritando por las escaleras “voy yo, es Pola”. Eduardo se quedó sentado en el sillón mirando un partido de fútbol de la liga inglesa sin enterarse de nada. Lucía, al contrario de su marido, se asomó a la puerta de su habitación para espiar a la primera chica que traía su hijo a la casa.

Pola entró con su vestido ajustado. Demasiado corto, pensó Eduardo, al ver el tatuaje de rosas que asomaba del muslo derecho como si fuera una enredadera escapando de sus límites. Lucía se acomodó el pelo con las manos antes de salir de la habitación y se presentó:

¿Cómo estás Pola? Soy Lucía, la mamá de Fernando. Yo le digo Fernando, no me acostumbro a decirle Fercho como todos.

Hola. Todo bien. Respondió Pola con voz escondida.

Él es Eduardo, el papá de Fernando. Saludá, levantate del sillón de vez en cuando.

Eduardo levantó la mano para saludar y se quedó hipnotizado imaginando donde terminarían las rosas que ocultaba el vestido rojo de Pola.

Vení querida, ponete cómoda. Le dijo Lucía mientras intentaba descolgarle del hombro una cartera diminuta en la que solo podía caberle un juego de llaves y no mucho más.

Está bien, la cuelgo acá. Le respondió Pola enganchando la cartera en el respaldo de la silla donde se acababa de sentar.

¿A qué hora empieza el baile? Preguntó Lucía.

¿Baile? Qué antigüedad mamá ¿Baile, de verdad? Es un evento para juntar plata para el viaje de egresados.

Bueno nene, en mi época le decíamos baile o asalto. Le respondió Lucía mientras miraba la tonalidad del pelo de Pola. El castaño le nacía desde la raíz, dentro del cuero cabelludo. En ese momento recordó que en toda la semana no había tenido tiempo para hacerse la tintura. Lo tendría que dejar para el domingo, así el lunes aparecía en la oficina sin que hubiera rastro de sus raíces canosas.

Recién cuando llegó la pizza, Eduardo se sumó a la mesa a compartir con la familia. Al pasar por detrás de Pola no pudo evitar mirarle el escote desde arriba y pensó si no tendría más tatuajes sobre su piel blanca.

¿Qué partido estabas viendo? Preguntó Fercho.

El City con no sé quién.

Eduardo siempre miraba partidos sin importar quién jugara, solo necesitaba ver que la pelotita se moviera de acá para allá hasta entrar en el arco.

Perdoname Pola que no pude cocinar, pero no tuve tiempo. Últimamente nunca tengo tiempo. Se atajó Lucía, más como un reproche a Eduardo que como una disculpa a Pola.

Eduardo no se dio por aludido y mientras se servía la segunda porción de pizza le preguntó a Pola cuánto hacía que salían con Fercho. Las mejillas blancas de Pola se tiñeron enseguida de rojo hasta hacerle juego con el color del vestido. Fercho, en cambio, estalló de risa tapándose la boca con la servilleta.

¿Hace cuánto que salen? ¿De verdad preguntas eso papá? ¿Qué estamos en el túnel del tiempo? Vos con esa pregunta, mamá con el baile o con el asalto. Asalto. ¿Qué iban armados y le afanaban a los que bailaban con ustedes?

Eduardo se puso serio y miró a Pola. No le gustó para nada que su hijo lo dejara en ridículo delante de su ¿nuera?

A ver ¿y que son ustedes o cómo lo llaman ahora?

Somos amigos papá, ya no se ponen etiquetas. Y ella no es nada mío porque yo no soy su dueño. Ella es libre… y yo también. No hace falta encasillar las relaciones.

Pola se disculpó y pidió permiso para ir al baño. Lucía le indicó el pasillo. Mientras la miraba alejarse trató de descifrar si Pola sería más baja que ella si no estuviera arriba de esos tacos que la estilizaban tanto.

Deja de hacerte el canchero, vos. Le reprochó Eduardo a su hijo al escuchar la puerta del baño cerrarse.

Es que ustedes se pasan. Hacen cada pregunta de no sé qué década. Salgan de la cueva un poco.

Después siguieron comiendo en silencio como si Pola activara la conversación en la familia, por más que ella apenas hablara.

Cuando volvió del baño y se sentó, Eduardo otra vez le miró el escote como una cascada cayendo sobre la mesa.

Pola terminó la porción que había dejado antes de ir al baño y cruzó los cubiertos sobre el plato.

¿No comes más? No comiste nada, nena. Le dijo Lucía.

No, gracias. Ya me llené. Le respondió Pola.

Está bien, yo a tu edad también me cuidaba. Igual con el tiempo, no hay cuerpo que aguante. Es puro sacrificio en vano.

Vamos Pola. Dijo Fercho dejando la pizza a medio comer.

¿Ya se van? ¿No es temprano? Preguntó Eduardo mirando a Pola.

Sí, vamos caminando tranquilos, papá. La noche está linda.

Los despidieron juntos en la puerta, aunque sabiendo que al entrar a la casa cada uno volvería a su mundo. A su distancia sin marcar. A su convivencia silenciosa.

Se asomaron por la ventana para ver a su hijo irse junto a su ¿novia? ¿amiga? Fercho la abrazó y ella arrimó su hombro al suyo como si fueran siameses. Con ella arriba de los tacos quedaban los dos a la misma altura. Después de caminar unos metros, Pola abrió con cuidado su cartera diminuta y sacó un porro ya armado y un encendedor. Espera, acá no, le dijo Fercho. Al darse vuelta pudo ver a sus padres asomados detrás de la cortina, parecían dos cabezas flotando en la ventana. A la vuelta de la esquina lo prendemos, le dijo mientras la volvía a abrazar.

Eduardo miraba como las piernas de Pola iban cortando la noche, con cada paso se le levantaba el vestido y se dejaba adivinar un poco más el tatuaje de rosas. En mi época me hubiera tenido que agarrar a trompadas cada dos minutos con una chica así, pensó.

Lucía los observaba con la mirada perdida. Sin girar la cabeza le preguntó a su marido qué le parecía Pola. Eduardo levantó los hombros y arqueó la boca hacia abajo:

Qué sé yo, normal… Y a vos, ¿qué te pareció?

Antes de que sus figuras desaparecieran en la esquina, Lucía se quedó mirando el caminar de Pola con su piel tersa y virgen de celulitis. Abrazaba a su hijo. Y entonces no pudo evitar pensar en ella misma a esa edad. Pensó en Gastón, su novio de la secundaria. Pensó cuando paseaban agarrados de la mano deteniendo el tiempo. Pensó si Gastón aún seguiría recordándola. Pensó si para Gastón, ella también había sido el amor de su vida. Pensó en el día que la dejó con una excusa infantil. Pensó cuando se casó a las apuradas con Eduardo. Pensó en el vestido blanco del casamiento, holgado, tratando de que no se notara que ahí debajo estaba creciendo Fernando. Pensó en el paso del tiempo. Pensó en lo efímero del paso del tiempo. Pensó en los sueños que postergó hasta que todo le pareció normal. Pensó en las canas que le nacían de la raíz. Pensó que mañana tenían que almorzar en la casa de sus suegros. Pensó que tenía que llevar el postre y no había preparado nada. Pensó que Eduardo y su suegro después de comer se sentarían en el sillón a ver un partido de la liga inglesa, o de la primera C, o de la liga de Bélgica. Pensó que tendría que charlar con su suegra hasta que se hiciera la hora de volver a casa. Pensó que entre idas y vueltas se haría tarde y tendría que volver a pedir pizzas. Pensó que le quedaría muy poco tiempo para hacerse la tintura. Pensó que iban a decir sus compañeras de oficina al verle las raíces blancas. Pensó todo eso hasta que los vio a los dos doblar en la esquina y dijo:

 

Tenés razón… a mí también me pareció normal.