“La de la inmunoterapia es la típica historia que le deberíamos contar a nuestros gobernantes de cómo los proyectos de ciencia básica de 25 años han culminado de manera exitosa en la clínica. Todas las soluciones generadas en los consultorios comenzaron con el estudio de moléculas en el laboratorio”, señala Gabriel Rabinovich. Sucede que el bioquímico cordobés, destacado entre sus pares por su acento pronunciado, su simpatía y sobre todo por su talento, lo experimentó en primera persona a principios de la década de los noventa: “Cuando identifiqué Galectina-1 (proteína generada por los tumores) ni siquiera tenía idea para qué servía”. En la actualidad, este investigador principal del Conicet, jefe del Laboratorio de Inmunopatología del Instituto de Biología y Medicina Experimental (Ibyme) de Buenos Aires y flamante miembro de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, es reconocido en el mundo por sus aportes en el desarrollo de estrategias para combatir el cáncer, aunque cuando todo comenzó su entusiasmo solo se alimentaba de curiosidad y esfuerzo.
“En el país contamos con recursos humanos impresionantes, creativos e inteligentes. Debemos cuidar a los jóvenes, tanto a los que investigan como a los que deciden jugarse e ir a un hospital a trabajar junto a los pacientes”, apunta el mentor principal del Simposio “La revolución en el tratamiento del cáncer”. El evento internacional de inmunoterapia se extendió desde las 9 hasta las 18 en un Aula Magna (de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA) abarrotada. Como el encuentro fue libre y gratuito, se desarrolló una verdadera fiesta del conocimiento de la que participaron, aproximadamente, 1300 personas. Asistieron médicos que pretendían implementar los tratamientos así como estudiantes de doctorado que buscaban enriquecerse con el conocimiento.
Desde bien temprano, se dictaron conferencias magistrales sobre los avances y los horizontes que prevé la lucha contra el cáncer a corto y a mediano plazo. Así, disminuir las brechas entre los laboratorios y los centros de salud fue la premisa central de la jornada. Entre los oradores se destacó la presencia de Antoni Ribas (Universidad de California); Robert Schreiber (Universidad de Washington); Lisa Coussens (Universidad de Ciencias y Salud de Oregon); Saar Gill (Universidad de Pensilvania); Gabriela Cinat (Instituto de Oncología Ángel Roffo); Carlos Silva (Hospital Británico de Buenos Aires) y Gustavo Jarchum (Sanatorio Allende, Córdoba).
–¿Por qué atravesamos una “revolución en el tratamiento del cáncer”?
–Las primeras investigaciones que vinculaban al sistema inmunológico y el cáncer nacieron en New Jersey (Estados Unidos). A principios del siglo XX, los aportes del médico William Coley resultaron significativos, ya que demostraba, para sorpresa de propios y extraños, que aquellas personas que poseían tumores malignos mejoraban cuando se infectaban porque despertaban las respuestas de un sistema inmune activo. Sin embargo, en los siguientes 100 años, la teoría de “inmunovigilancia” cayó en desuso porque las opciones terapéuticas empleadas no eran factibles ni los fármacos funcionaban.
Todo se modificó cuando se describió la acción de unas moléculas muy particulares. Resulta que cuando un tumor crece, los linfocitos –responsables de coordinar el sistema de defensa celular– buscan reconocerlo para poder eliminarlo. Por su parte, a su vez, los tumores libran una batalla y desarrollan estrategias para poder neutralizar al sistema inmune. Para ello, utilizan moléculas inhibitorias como PD-1, CTLA-4 –clasificadas y estudiadas en los noventa– que paralizan el sistema mientras el cáncer se ramifica y avanza. Pronto, en la comunidad científica se abrió una disyuntiva, ya que tal vez no había que estimular al sistema inmunológico sino que antes era necesario desbloquear los frenos que inhibían a los linfocitos-T. “Un ejemplo típico es aquella persona que quiere manejar un auto con el freno de mano puesto. Allí radicaba el nudo: queríamos apretar el acelerador (con vacunas, fármacos) cuando en verdad el sistema se detenía por otras causas”, explica. Y completa: “Lo que aprendimos en estos últimos 6 o 7 años es que era posible quitar el freno de mano mediante anticuerpos monoclonales que bloqueaban a las moléculas inhibitorias. No solo se comprobó en animales sino también que pacientes que, pese a contar con una sobrevida de pocos meses, comenzaban a recibir el tratamiento y a recuperarse del cáncer”.
En la actualidad, se procura aceitar los tratamientos con el objetivo de lograr mecanismos de intervención más específicos y direccionados. “Hoy en día intentamos anticipar a qué tipo de pacientes beneficiarán las terapias que suministramos. Se trata de estrategias particularizadas que pueden funcionar muy bien, por ejemplo, en cáncer de piel avanzado (melanoma), pulmón, cabeza y cuello”. También existen opciones como los denominados “receptores de antígenos quiméricos” (Chimeric Antigen Receptor). El mecanismo es así: se insertan receptores en las células de los linfocitos T con el objetivo de que reconozcan con mayor afinidad a los tumores. Una vez introducidas en el cuerpo, las defensas viajan y logran eliminar de manera más eficiente al tumor. “Este mecanismo ha tenido resultados sorprendentes en chiquitos con leucemia”, ejemplifica. No obstante, el problema se halla en la disponibilidad de este tipo de tratamientos para todos los pacientes. “Es importante conocer las limitaciones que tenemos, cuáles son las drogas disponibles y el rol indispensable del estado en democratizar la cobertura en salud”, concluye.